De cómo El Salvador puso fin a los secuestros

El Estado salvadoreño superó, a principios del milenio, la crisis de seguridad que representaban los secuestros, que tenían entre sus víctimas predilectas a personas de gran poder adquisitivo. La reducción de los índices de impunidad permitió que el cometimiento de este delito dejara de ser rentable para sus perpetradores. Unas muy reforzadas autoridades de seguridad contaron con el apoyo, incluso, de la empresa privada. Las lecciones aprendidas dejaron de implementarse tras superarse la crisis.

Fotografías de Archivo
Cautiverio. Una vivienda donde permanecieron secuestrados dos empresarios estaba ubicada a cuadras de un puesto policial en Soyapango.

Hubo una época en que el principal problema para las autoridades de seguridad pública de El Salvador era el secuestro: ese delito que consiste en privar de libertad a una persona con el objetivo de exigir un rescate a cambio de su regreso. El mismo que tenía entre sus víctimas predilectas a empresarios, comerciantes y empleados con el suficiente poder adquisitivo como para pagar una suma considerable.

En el primer año del milenio, el secuestro representaba una auténtica crisis de Estado: 114 secuestros en 12 meses según cifras de la Fiscalía General de la República; uno cada tres días. Y en cada jornada, los medios reportaban un nuevo caso o una liberación. Las consecuencias de una no lograda posguerra, con hombres adiestrados para usar las armas y para planificar una operación decididos a vender sus habilidades al mejor postor, habían llevado al país a una atmósfera de incertidumbre.

Se registraba un secuestro cada tres días; y solo llegaba una sentencia condenatoria para el 15 % de estos delitos.

Hubo una época, también, en que el Estado salvadoreño fue capaz de imponerse a una crisis basándose en una estrategia destinada a revertir las tasas de impunidad de un delito (el porcentaje de crímenes que no se castigan) para evitar que la actividad continuara siendo rentable para aquellos que la cometían.

“El de los secuestros es uno de los delitos menos complejos para investigar”, dice Daniel Martínez, sentado a la mesa de este restaurante en la colonia Escalón. “Es uno de los que mayores huellas deja. Siempre habrá alguien que negocia, alguien que cuida a la víctima, alguien que recoge el dinero”.

Hoy empleado jurídico de una dependencia gubernamental, Martínez formó parte del equipo fiscal al que le encargaron la tarea de desbaratar, en el menor tiempo posible, las estructuras que cometían secuestros. Todo se construyó a petición de la cabeza de esa entidad, el entonces recién elegido fiscal general de la República Belisario Artiga.

La misión que le había sido encargada al funcionario desde el gobierno central era acabar con ese delito que había dejado de ser uno de naturaleza patrimonial para convertirse en uno pluriofensivo: el impacto emocional en la víctima dejaba secuelas que nunca se desvanecerían; era común que se asesinara a los miembros de la seguridad privada de aquella persona a la que se pretendía secuestrar.

Secuestrar era una actividad tan atractiva que, según lo descubrirían después los investigadores, toda organización que se dedicaba, por ejemplo, a realizar asaltos a mano armada, pretendía algún día tener los recursos logísticos para hacer un plagio. Era, por lo tanto, el centro de la espiral delincuencial, el punto para alcanzar o superar.

Apoyo. El fiscal Daniel Martínez y Mario Machado, abogado querellante de ANEP.

La tesis se comprobó, por ejemplo, cuando diferentes estructuras realizaban determinadas tareas dentro del secuestro. Eso ocurrió con el plagio del empresario Rodrigo Zablah, realizado el 25 de mayo de 2000: quien se encargó de interceptarlo para capturarlo y, posteriormente, llevarlo a donde estaría recluido fue una banda conformada por policías, a la que se le conocía como Los Catrines. Estos, incluso, utilizaron su patrulla policial para atravesársela al carro en el que se conducía Zablah.

La tarea de aportar la casa de seguridad en la que estaría el empresario recayó en otra estructura, liderada por Carlos Vásquez; y la de negociar y recoger el dinero obtenido por el rescate, en la que capitaneaba Víctor Guardado Díaz. Cada uno de los grupos después tuvo la capacidad de hacer plagios por cuenta propia gracias al dinero ganado.

Pero si, tal como lo dice Martínez, el del secuestro es uno de los delitos menos complejos para investigar por su larga estela de evidencias, ¿por qué las autoridades se encontraban de rodillas hasta entonces frente a las numerosas bandas de secuestradores? ¿Cuáles fueron las claves para superar los anteriores fracasos?

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Las claves del Estado

Plagio. Escena en la que fue secuestrado el empresario Rodrigo Zablah, mientras iba en su vehículo en la colonia Santa Elena, el 19 de mayo de 2000.

En la segunda mitad de 2000, se crearon unidades especiales en la Fiscalía General de la República y en la Policía Nacional Civil. Solo a la correspondiente a esta última entidad, la División Élite contra el Crimen Organizado (DECO), se le destinaron $11 millones para su fundación. Una cifra alta si se considera que en 2017 el presupuesto total de la FGR no superó los $48 millones. Antes ya habían existido otras unidades de esta naturaleza, que no dieron los resultados esperados, pero que tampoco contaron con una inyección económica semejante.

Rodolfo Delgado fue, hasta hace unos meses, uno de los principales asesores del fiscal general de la República, Douglas Meléndez. Asegura que dejó su anterior puesto para buscar nuevos horizontes, esta vez en el ámbito privado. Fue uno de los fiscales que formaron parte de ese equipo especial desde su conformación, que primero se llamó Antisecuestros 2 y luego adquirió su nombre definitivo cuando se incorporaron nuevos elementos, Unidad contra el Crimen Organizado.

Desde su improvisada oficina, donde hay apenas una computadora en una mesa para reuniones, Delgado señala uno de los puntos clave en la estrategia usada para aprovechar bien los recursos. Este paso comenzó varios meses antes de que siquiera pusieran un pie sobre el terreno: reconocer que no conocían de manera amplia el fenómeno al que se enfrentaban.
Por eso decidieron que lo mejor era que la información relativa a las estructuras se centralizara en esa fuerza de tarea conformada por la Unidad Contra el Crimen Organizado de la Fiscalía y la División Élite contra el Crimen Organizado de la PNC.

Toda la segunda mitad del año 2000 fue utilizada para hacer este trabajo de colectación. Eso les permitió determinar que todo mundo tenía información de las estructuras que cometían secuestros, desde las diferentes sedes policiales y fiscales a escala nacional, hasta el Grupo de Apoyo de la PNC, el Organismo de Inteligencia Policial y el Organismo de Inteligencia del Estado. Diferentes unidades especializadas de la Fiscalía habían abierto sendos expedientes referentes a varios delitos para miembros de las estructuras. Todos tenían, por tanto, algún trozo del rompecabezas.

Así, comenta Delgado, pudieron superar un prejuicio que permeaba a las instituciones de seguridad: parecía que se le daba más importancia a un caso en el que la víctima era económicamente poderosa que aquellos donde se trataba, por ejemplo, del dueño de una pequeña venta de gas. Se dieron cuenta de que la misma estructura era capaz de atacar a los dos tipos de víctimas en días consecutivos.

También comprendieron que el mismo grupo podía cometer un secuestro o un asalto a una agencia bancaria. Para ilustrar eso, no hay mejor ejemplo que la banda Tacoma Cabrera, a la que los fiscales consultados para este trabajo definen como una “matriz criminal”. A pesar de que el nombre de este grupo delincuencial es el que viene a la memoria para hablar de esta etapa, solo fueron culpables de cuatro secuestros. La mayoría de los cargos era de robo agravado y homicidio.

Eso dio pauta para el otro punto de la estrategia, que era la investigación ya no por caso, sino por transgresor, entender a la estructura como un todo. Por ello, la Unidad Contra el Crimen Organizado no tuvo que derivar casi ninguno de sus casos a otras dependencias de la FGR. Desde la tenencia ilegal de armas de fuego hasta el lavado de dinero comenzaron a ser investigados por las mismas personas. En la indagación de la estructura también se apuntaba a sus máximos líderes, pues se comprendió que la mano de obra, la base de la pirámide, era fácilmente reemplazable.

Para llegar a los cabecillas, una herramienta importante fue la del testigo con criterio de oportunidad, un criminal que acepta, a fin de reducir o evitar su pena, delatar a otros delincuentes. Era una herramienta novedosa, recién estrenada en el Código Procesal Penal promulgado en 1998.

Matriz criminal. La banda Tacoma Cabrera fue una de las más complejas por su diversidad de actividades con la que se enfrentaron las autoridades en esa etapa.

Pero el recurso no fue utilizado en la mayoría de ocasiones, según lo comprobó esta revista mediante la revisión de 15 sentencias del delito de secuestro y secuestro agravado producidas por diferentes tribunales a escala nacional entre 2001 y 2003. Solo en dos de ellos se utilizó el recurso para individualizar a los autores intelectuales. En el resto de oportunidades, el dato revelador se consiguió tras la investigación sobre el terreno: la revisión de decenas de bitácoras telefónicas, el seguimiento de sospechosos, pruebas científicas recogidas en los allanamientos.

La estrategia funcionó y, en apenas un año, la tasa de impunidad se revirtió: los casos en los que los culpables no eran castigados pasaron a ocupar solo el 15% de todo el universo. Una tasa cercana al cero se alcanzó dos años más tarde. Los delincuentes dejaron de ver en la actividad un negocio rentable y su incidencia bajó a niveles mínimos. Las autoridades de seguridad hicieron aquello para lo que fueron creadas: encontrar a los culpables de los crímenes y darles su castigo.

En este restaurante de la colonia Escalón, Daniel Martínez, otro de los fiscales que fue parte de la unidad especial, matiza los logros. Para él las estructuras que combatieron en esa época pertenecían a la delincuencia organizada y no al crimen organizado tal cual. Eran, comenta, grupos mínimamente enquistados en el Estado, donde la máxima influencia podía ser la de un sargento de la PNC “que se había metido a secuestrador”.

“Que yo recuerde, casi no hubo gente con verdadero poder político o económico involucrada en secuestros, que realmente pudiera tener incidencia en el sistema judicial. Me acuerdo de un solo caso donde, de verdad, sentimos que sí tembló la gelatina. Era una persona que ordenó un asesinato. Allí él quedó absuelto y a sus conexiones con el narcotráfico no nos dejaron investigarlas. Se las trasladaron a Antinarcóticos”, comenta Martínez.

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Las claves en la sociedad civil

Hubo una época, también, en que la empresa privada a través de sus gremiales formó una parte esencial de la estrategia de seguridad para acabar con un delito determinado, el secuestro. En esa época, según comenta Belisario Artiga, fiscal general de la República entre 2000 y 2006, él y el director de la PNC, Mauricio Sandoval, se reunieron con representes de la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP) para que se sumaran al esfuerzo. Aceptaron gustosos.

Entre ellos había personas que sufrieron en carne propia un plagio, como Saúl Súster, padre de Andrés, el niño que pasó casi un año en cautiverio. Fue el caso que puso el foco de la atención de la sociedad salvadoreña en un problema hijo de una no bien llevada posguerra, que dejó en el limbo a decenas de hombres adiestrados para usar las armas.

Desde ANEP crearon el Patronato Antisecuestros. Allan Hernández fue el director de Unidades Especializadas de la Fiscalía General de la República hasta hace unos meses. También fue el fundador de la Unidad Antiextorsiones. Ahora se enfrenta al reto de perseguir la criminalidad organizada en otro país de Latinoamérica. A principios del milenio, él fue parte de la célula fiscal de élite que lideró la estrategia contra los secuestros. A través de una llamada telefónica, el abogado explica que quizá sin el apoyo de los empresarios, la tarea no hubiera tenido el impacto que consiguió.
Según explican fiscales y policías, fueron los empresarios los encargados de presentar a la fuerza antisecuestros a los familiares de las víctimas, algunos de los cuales eran representados por la propia ANEP. El objetivo era generar un lazo de confianza con unas autoridades de seguridad desprestigiadas.

La estrategia funcionó y, en apenas un año, la tasa de impunidad se revirtió: los casos en los que los culpables no eran castigados pasaron a ocupar solo el 15 % de todo el universo. Una tasa cercana al cero se alcanzó dos años más tarde. Los delincuentes dejaron de ver en la actividad un negocio rentable y su incidencia bajó a niveles mínimos.

Según explica Gustavo Villatoro, fiscal de enlace y jefe de la Unidad Contra el Crimen Organizado, algunas de las estructuras de secuestradores tenían entre sus filas a agentes de la Policía Nacional Civil. Era una paradoja que se les pidiera que confiaran en aquellos que, posiblemente, estaban participando en los delitos. Pero la intermediación funcionó.

Allan Hernández afirma que eso les permitió entrar a las casas para cumplir con dos objetivos. El primero era el de coordinar las negociaciones, asegurarse que la suma pagada no fuera alta. Demasiado dinero permitía que una banda se convirtiera en varias. La segunda era la de entrevistar a los familiares de los que habían estado cautivos.  “Era increíble lo que nos servían los pequeños aportes que nos podían dar los familiares. Clarificaban mucho las líneas de investigación”, asegura Allan.

Según Daniel Martínez, otro de los miembros de la Fiscalía en la Unidad Antisecuestro, el apoyo del Patronato Antisecuestros no se limitaba a ello. También aportaban dinero para, por ejemplo, reparar los dos carros que tenía asignados la unidad. A pesar de que el gobierno de Francisco Flores destinó un presupuesto de $11 millones al esfuerzo, la tarea fue realizada en medio de carencias. Según explica Martínez, cuando comenzaron solo contaban con dos computadoras para toda la unidad.

Los empresarios también designaron un querellante para los juicios y presionaron mediáticamente a los jueces para no venderse al mejor postor; y facilitaron recursos para que las víctimas pudieran tratarse psicológicamente. La participación de la empresa privada hizo la diferencia en un momento de crisis como el que enfrentaba el país.

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Palabra de juez

Georgette Safie llegó a las oficinas del Taller Fojume, en la colonia Toluca de San Salvador, a las 8 de la mañana del 23 de febrero de 2001. Mientras esperaba que el vigilante abriera el portón del local para que ella entrara, un carro azul de vidrios polarizados se estacionó en la misma acera. De él bajaron cuatro hombres con el rostro cubierto por gorros navarone.
Venían armados con fusiles que, según lo describió el vigilante, eran AK-47, una de las armas de asalto más utilizadas en el mundo. Lo sabía bien porque uno de los hombres le puso el cañón de una de esas en su espalda para quitarle la escopeta con la que se podría defender. El resto de hombres se encargó de sacar a Georgette Safie de su vehículo para raptarla.

La familia no supo nada de la señora hasta que sus captores se comunicaron por teléfono. En esa llamada exigieron $228,000 como pago. Mientras esto ocurría, Safie estaba en una casa en Santa Tecla, cercana al punto de buses de la ruta 101-D, con dos pasamontañas y cinta aislante que le impedían ver su entorno. Luego, la señora fue llevada a otro inmueble en San Martín.

Desarticulación. Miembros de la Fiscalía y de la PNC durante la conferencia en la que informaron sobre el desbaratamiento de la banda El Gallina, culpable de varios secuestros.

Las negociaciones, realizadas por el sobrino de la víctima, Miguel Gerardo, permitieron que las exigencias se redujeran hasta los $57,140. El día de entregar el dinero llegó el 3 de marzo de 2001. La Policía montó un operativo para detener a aquellos que llegaran a recogerlo. Varios automóviles y motocicletas pasaron una y otra vez en los alrededores de la gasolinera que se fijó como sitio para el intercambio. Los delincuentes se dieron cuenta de la estratagema y abortaron los planes. Sin embargo, uno de los retenes colocados en las inmediaciones dio sus frutos y se pudo capturar a tres de los implicados.

Uno de ellos aceptó declarar gracias al criterio de oportunidad. Plagiarios y familia pactaron una nueva entrega de dinero para el siguiente día, el 4 de marzo. Esta vez, las autoridades de seguridad no montaron otro operativo para seguridad de la víctima. Los $57,140 se pagaron para que liberaran a la señora, que apareció en el centro de San Salvador el mismo día.

La Fiscalía, que fue representada por Allan Hernández, Jaime Wálter Segovia y David Acosta, montó un caso en el que echó mano de múltiples pruebas periciales, documentales y testimoniales.
Todas las evidencias apuntaron a dos acusados, que ya estaban perfilados por las autoridades como sospechosos: Roberto Salomón Gutiérrez (a quien incluso se le encontró parte del dinero marcado por la Policía para pagar el rescate) y Saúl Ernesto Vásquez Rodríguez. En la valoración de la prueba, los jueces dieron por probado cada planteamiento de la Fiscalía a través de la evidencia que desfiló en el juicio. Ambos acusados fueron condenados a 22 años de prisión por el voto unánime de los tres juzgadores del Tribunal Tercero de Sentencia de San Salvador.

Uno de estos jueces era el ahora magistrado suplente de la Corte Suprema de Justicia Martín Rogel Zepeda, quien tiene un muy buen recuerdo del trabajo de ese entonces de los fiscales de la Unidad contra el Crimen Organizado, donde, dice, era plausible que cada investigador sabía qué debía probarle al juez. Según Zepeda, las relaciones de los hechos presentados siempre eran claras y precisas; y la evidencia que se presentaba estaba íntimamente relacionada con un determinado hecho.

“Ahora pasa mucho que se cree que son casos grandes porque se tiene un número desproporcionado de acusados y abundante prueba. Pero cuando uno la analiza detenidamente, uno se da cuenta de que se trata de prueba dispersa, que no termina de comprobar las hipótesis planteadas”, comenta Zepeda, quien ahora también forma parte de la Cámara Tercera de lo Penal de San Salvador.

Cada testigo propuesto se presentaba a declarar lo que expresamente abonaba a la investigación. Para Zepeda, era innegable que esa persona había sido trabajada con antelación por un fiscal para saber qué hacer en una vista pública. Para el juzgador, una ventaja era que se trataba de casos complejos pero manejables: había una docena de acusados, pero para cada quien se contaba con una investigación sólida. Eso lo respaldan las cifras, de casi 2,000 acusados, solo una veintena contaron una resolución absolutoria. Varios de ellos formaban parte de los procesos de la banda Tacoma Cabrera, una de las más grandes a la que enfrentó la unidad, con casi 100 componentes.

“Ahora pasa mucho que se cree que son casos grandes porque se tienen un número desproporcionado de acusados y abundante prueba. Pero cuando uno la analiza detenidamente, uno se da cuenta de que se trata de prueba dispersa, que no termina de comprobar las hipótesis planteadas”, comenta Zepeda, quien ahora también forma parte de la Cámara Tercera de lo Penal de San Salvador.

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El legado que no fue

“No podemos decir que cumplimos todas las misiones. Hay gente, como a la familia de Gerardo Villeda Kattán, a la que no podemos decirle eso. Cometimos errores”, afirma Allan Hernández, quien permaneció más de 20 años en la Fiscalía General y ocupó diferentes jefaturas tras salir de la Unidad Contra el Crimen Organizado.

Allan se lamenta frente a un caso polémico, en el que un niño de nueve años fue asesinado en medio de un operativo de las autoridades de seguridad. Pero el lamento podría extenderse ante el hecho de que la experiencia de la unidad no haya permeado al resto de la institución, una que todavía deja traslucir errores en su trabajo.

Para muestra, un botón: en el juicio por lavado de dinero contra Jorge Hernández y cuatro imputados más, se menciona a un testigo clave, al que se le nombra como Olimpo. Sin embargo, en la audiencia inicial del caso, los abogados defensores rieron al señalar que, en la misma relación de los hechos del requerimiento fiscal, se identificó, en un descuido, a la persona que brindó la información con nombre y apellido.

Uno de los pocos trabajos ajenos a los plagios donde la Unidad contra el Crimen Organizado utilizó su experiencia fue el que condenó a varios miembros de la banda de narcotraficantes del oriente del país: Los Perrones.

El caso no fue llevado por la unidad Antinarcotráfico, sino por la de Crimen Organizado, aquella donde estaban algunos de los miembros de la original Antisecuestros 2, como Rodolfo Delgado. La DECO se encargó de la tarea con respecto a la PNC.

En el trabajo fueron apoyados por las autoridades de la Dirección Nacional de Aduanas, donde ya fungía como titular Gustavo Villatoro y trabajaba en el área de investigaciones Daniel Martínez. Fue uno de los último remanentes de una unidad que dio resultados exitosos.

Las pandillas. Pandilleros incursionaron en las bandas de secuestradores a principios del milenio, como Dionisio Arístides Umanzor, cabecilla de la MS. Fue condenado por el secuestro y la muerte de Eduardo Álvarez.

Algunos de los fiscales consultados confluyen en apuntar que es posible que este no traslado de la experiencia a otras áreas de la FGR se debiera a un divorcio entre las unidades élite, vistas por Belisario Artiga, y las otras sedes fiscales, de las que se encargaban su fiscal general adjunto, Romeo Barahona, quien tras la salida de Artiga se convirtió en el titular de la institución.
Otra razón es que para ningún otro delito se destinaron recursos económicos semejantes. Apagado el fuego de los secuestros se creyó que ya todo el trabajo estaba hecho.
¿Podría replicarse la experiencia en crímenes como la extorsión y el homicidio, cometidos principalmente por pandillas? Para Rodolfo Delgado, quien hasta hace unos meses era asesor del fiscal general, se trata de dos realidades diferentes.

En una, la de los secuestros, se trataba de hechos cometidos en zonas geográficas determinadas, con un perfil de víctima y victimario limitado. En los días presentes todo es más difuso y casi cualquiera puede ser víctima y victimario. Para Delgado, sin embargo, sí hay elementos para replicar: mejorar el procesamiento de información a través de un mecanismo de centralización, que permita armar un rompecabezas todavía desconocido.

También el mejoramiento de redes de inteligencia sobre el terreno, donde se trate de obtener de las fuentes de información datos íntimamente relacionados con las investigaciones en proceso. Eso, abona Daniel Martínez, sería mucho más efectivo que la estrategia de choque tomada por el gobierno actual.

Gustavo Villatoro, por su lado, asegura que el camino tomado es uno de palos de ciego, sobre todo porque no se está atendiendo a la forma de la estructura que se combate. La de las pandillas, asegura, exige un esfuerzo coordinado, en el que una unidad de élite centralizada debería de encargarse de los programas, donde están los líderes con mayor peso de la pirámide; y las unidades del resto del territorio deben ir por las clicas. “Eso, que suena tan simple, nunca se ha hecho en El Salvador”, apunta.

Y Daniel Martínez, desde este restaurante de la colonia Escalón, recalca una de las principales necesidades de las que ha hablado desde que formaba parte de la FGR: la creación de una política criminal a largo plazo, en la que institucionalmente se establezca cuál es el camino a seguir: “No es un asunto de gobiernos, sino de Estado. Que los políticos se peleen por la economía, que se den verga. La seguridad es otra cosa. Ahora ves que están jugando con nuestra cabeza en la mesa de billar, con nuestros muertos”.

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