Árbol de fuego

Reyes de la miseria

Duele pensar en toda la gente humilde que ha vivido las peores penurias en el silencio que arropa a la pobreza más extrema. A tanta gente que se le negó un servicio con la excusa de que no había recursos.

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Periodista y comunicador institucional

El caso Saca ha ilustrado que el Gobierno salvadoreño parece un reino medieval. Uno donde el que está a la cabeza acumula un exceso de poder, que lo convierte en un tirano que dispone a sus anchas del tesoro que tanto le cuesta a su pueblo. Con un grupillo de iluminados que lo acompañan y lo aconsejan en cómo sacar provecho de su mandato.

En su mente solo hay espacio para una persona: él. No importa que el país se esté cayendo a pedazos ni que la gente huya despavorida y sin esperanzas de nada. Ser presidente es ser el señor feudal que viste de seda mientras los demás no tienen ropa y que está por encima de cualquier ley.

Parece un chiste de mal gusto. Saca se sentía tan rey que mandó a construir su palacete en la falda del volcán que custodia la ciudad. Encima de todos. El presidente de la república y su círculo más cercano siempre se manejan con un aura de intocables. El sistema opera a su beneficio y el de sus familiares. La partida secreta es un arca abierta. Incluso ahora –procesado, encarcelado y habiendo aceptado su culpabilidad por el desvío de millones de dólares– tiene prerrogativas que ningún otro ciudadano podría tener.

La gente tiene toda la razón de estar molesta. La Fiscalía, al ver el aluvión de críticas, ha dicho, en su defensa, que lograr una condena para un expresidente ya es algo bastante complejo. Y citó el caso del exmandatario Otto Pérez en la vecina Guatemala, que después de tantas marchas e indignación aún no ha sido condenado. En una entrevista televisiva, el fiscal general de la república, Douglas Meléndez, aseguró que la población debía entender, entre otros motivos, que procesar a un ciudadano común no es lo mismo que a un expresidente.

Que Antonio Saca tenía aún un círculo de influencia en las esferas del poder del país –incluido el sistema de justicia– con el que el resultado de todo el proceso podía ser incluso más adverso a la pena alcanzada. Es decir, el expresidente aún guarda algunos de los aliados que pudo comprar cuando estuvo en el despacho del Ejecutivo. No en balde muchas de las veces en las que hablaba con la prensa, Saca nunca dejó de referirse a sí mismo, y en tercera persona, como “presidente Saca”, aunque hacía años que había terminado su mandato.

El caso Saca ha ilustrado los excesos de cinco años de licencia para abusar del poder que representa la envestidura presidencial. Calcado a lo que se ha hecho público del proceso que se le sigue a Funes. Pero la historia no comienza ni termina con ellos. Los inquilinos de la Casa Presidencial nunca han rendido cuentas como se debe. La historia nos condena. En mayor o menor medida, pero siempre ha sido igual. Desde que El Salvador es El Salvador, el poder ha estado hermanado con los abusos.

La corrupción –tráfico de influencia cuanto menos– encarnada en la figura del presidente no ha discriminado origen, clase social, nivel educativo y mucho menos ideología. La estafeta ha ido pasando de administración en administración, desde la repartición de tierras a los aliados políticos en los años posteriores a la independencia, pasando por la república cafetalera, las décadas más oscuras de la dictadura militar, hasta llegar a los gobiernos de la posguerra.

Duele pensar en todos los casos que nunca salieron ni saldrán a la luz pública solo en el siglo XX. Duele pensar en toda la gente humilde que ha vivido las peores penurias en el silencio que arropa a la pobreza más extrema. A tanta gente que se le negó un servicio con la excusa de que no había recursos. Bien dicen los economistas del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (ICEFI) y de otros tanques de pensamiento que los países de la región no son pobres, sino que han sido mal administrados y son sumamente desiguales.

El presidente de la república –independientemente quién sea– es el que más debe rendir cuentas y nunca lo ha hecho como se debe. No solo se trata de dar las cifras alegres del trabajo en un acto de rendición de cuentas a la medida, sino de aclarar las deudas que se arrastran. Hay que bajarlo del feudo que se ha creado en Casa Presidencial y los negocios turbios que se maquilan en esta instancia. ¿Por qué seguir tolerando que una persona y su séquito acumulen tanto poder? El caso de Elías Antonio Saca es solo un agrio comienzo.

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