Reponerse de la depresión 12-E siete años después

La comunidad 30 de Abril es el hogar de 750 familias en Ciudad Arce que viven en los márgenes del desarrollo económico. A solo unos minutos de estas tierras hay un centro comercial y fábricas, pero en las casas de la 30 de Abril no hay agua potable y solo algunas familias tienen electricidad. La comunidad se formó después de una tormenta en la que cientos perdieron sus casas debido a las inundaciones. Los logros que han conseguido hasta ahora no son producto de ninguna iniciativa estatal, sino de su propia determinación para construir un hogar.

Fotografías de Josué Guevara
Vulnerabilidad. Las casas de la comunidad 30 de Abril están construidas con materiales que no los protegen de las inclemencias del clima.

“Gracias a Dios las pobrezas que sentíamos eran lo normal, porque sin dinero se sufre”, es lo único que responde Eloísa Salguero cuando se le pregunta en qué momento de su vida ha vivido mejor. Eloísa es una mujer morena, pequeña y de cabello blanco. Esta mañana está molesta porque el árbol de limón que sembró ya da frutos, pero no ha crecido lo suficiente para dar sombra. Lo mismo pasa con los almendros. Por eso, le apena no poder invitar a platicar bajo la sombra de algún árbol, sino a la sombra de la pequeña casa de lámina en la que vive con su hijo.
Eloísa sabe que la pobreza no solo se traduce en problemas consiguiendo dinero para la comida. En su caso, la pobreza ha implicado la posibilidad de enfrentarse contra la Unidad de Mantenimiento del Orden de la Policía para poder ocupar la tierra en la que ahora vive. Y es que la comunidad 30 de Abril se formó cuando un grupo de ciudadanos se tomó un terreno propiedad del Instituto Salvadoreño de Transformación Agraria (ISTA) en 2012.
La usurpación de estas tierras no fue una decisión basada en el capricho. En octubre de 2011 no dejó de llover durante una semana por la depresión tropical 12-E. Durante esa tormenta llovió más de lo que se registró durante el huracán Mitch. Al menos 21 ríos se desbordaron y se contabilizó más de 30 muertos. Eloísa y su familia casi pierden la vida. Ella residía en las cercanías de un río que se desbordó y destruyó su antigua casa. Por eso se tomó una parte de las tierras para no vivir entre el peligro y el fango.
En la comunidad en la que ahora reside, la organización interna ha sido vital. Varios vecinos cuentan que durante los primeros días que llegaron a este terreno, la mayoría de familias dormía al aire libre, las personas no dejaban de toser por el polvo y pasaban frío durante toda la noche. Ahora, a través de su organización, la gran mayoría ya ha logrado conseguir las escrituras del espacio que habitan y construir sus casas de lámina.
Aquí se vive en los márgenes, pero sus habitantes hablan con esperanza del futuro. En él se imaginan calles asfaltadas, agua potable, alumbrado público y casas construidas con bloques de hormigón. La situación de vivienda de esta zona no es una anormalidad. De acuerdo con la Dirección General de Estadísticas y Censos, al menos el 11 % de los hogares salvadoreños están construidos con lámina, bajareque o palma.

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LA TORMENTA QUE FORMÓ UNA COMUNIDAD

Vivienda. De acuerdo con la Dirección General de Estadísticas y Censos, al menos el 11 % de hogares salvadoreños está construido con lámina, bajareque o palma.

Dolores es una mujer de 33 años dedicada al cuido de sus hijas y su comunidad. En octubre de 2011, ella vivía frente al río Los Patos con su esposo, sus hijas menores de 10 años y su madre, Eloísa. Su esposo trabajaba en el campo y además, estaba encargado de cuidar un terreno y sus propiedades. Como parte del trato, el dueño del terreno le dio permiso de usar un espacio en el que la familia podía vivir.
En El Salvador casi la mitad de familias no es propietaria de su vivienda. El 47.2 % de los hogares vive como inquilino, colono o en otra situación irregular, de acuerdo con la última Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples.
A pesar de no tener lujos, Dolores recuerda que en esa casa vivía tranquila. El sábado 15 de octubre de 2011 todo cambió. Durante la noche empezó a escuchar cómo caía la lluvia y pensó que era un aguacero más. Ella no supo que lo que se venía era una tormenta en la que caería más agua que durante el huracán Mitch. La zona del río Los Patos “es bien apartada, no teníamos ni televisor ni nada, no podíamos ver ningún noticiero”, cuenta hoy Dolores.
El río Los Patos dividía la casa de Dolores de la calle principal, donde pasaban los buses y carros. Para salir hacia la calle se utilizaba un puente, pero cerca de las 8 de la noche, este dejó de existir. Dolores pensó primero que se trataba de un rayo. Su esposo salió a ver y confirmó uno de sus más grandes miedos: el puente se cayó y la familia quedó aislada.
A los pocos minutos el nivel del agua del río subió hasta que empezó a inundar la casa. Dolores y Eloísa colocaron la ropa, los trastes y los guacales sobre las camas para que no se mojaran. De nada sirvió. A los minutos el nivel del agua subió tanto que levantó las camas. Los vecinos empezaron a llamar a Dolores y a su familia para que salieran de la casa, pero ya no había forma de cruzar el río y llegar a terreno seguro. La familia solo logró salir de la casa y colocarse en un espacio un poco más alto dentro del mismo terreno en el que vivían. Intentaron ponerse a salvo en lo que ellos describen como una “cuchera”.

La familia de Dolores pasó cinco meses intentando volver a reconstruir la vida en el mismo lugar que casi se las arrebata. No tenían a dónde más ir. Alquilar una casa no era una opción real. La lucha diaria era para reponer otras necesidades urgentes. “Acuérdese que mi esposo trabaja en el campo, entonces, ¿qué son $40 que gana? No le alcanza a veces ni para los alimentos a uno y ya para hacerse de trastes y de ropa, ya es bien difícil”, explica.

De tierra. Los vecinos se quejan del polvo al que se enfrentan a diario. Ninguna de sus calles principales está pavimentada. Lo mismo sucede con los canales para que corra el agua, la mayoría es de tierra.
Peligro para la salud. Una investigación de la Universidad de El Salvador apuntó que la comunidad es atravesada “por tuberías de captación de agua potable y por colectores de aguas

El dueño del terreno solía criar cerdos durante otros años y había construido una estructura metálica para que los animales se alimentaran. Cuando el agua subía y subía, los adultos pusieron una colchoneta sobre esa estructura de metal. Sobre la colchoneta colocaron a las niñas pequeñas y los adultos la mantuvieron sujetada toda la noche mientras rezaban para que el agua no siguiera subiendo. Si llovía más, creían que al menos las niñas tendrían la posibilidad de salvarse.
Ni Eloísa ni Dolores sabían nadar y el cuerpo se les llenó de miedo. La luz de los rayos que caían les servían para ver que ya no quedaba nada seco alrededor. El río se había desbordado completamente y el agua subió hasta cubrirles la cintura. Dolores dice que llamó por horas a la Policía para que su familia fuera rescatada, pero el rescate nunca ocurrió.
A la mañana siguiente, la familia vio que una refrigeradora flotaba. Esa refrigeradora no servía desde hace tiempo y la habían sacado al patio. Al esposo de Dolores se le ocurrió ocuparla como balsa para cruzar así el río desbordado. Ahí se transportaron Dolores, su madre y sus hijas. “Cuando ya me llevaban a mí, me dieron vuelta a medio camino en lo más hondo, pero rápido me agarraron y me sacaron”, cuenta Dolores entre risas nerviosas.
Cuando llegó a tierra segura, la familia de Dolores fue trasladada a un albergue. Ahí se encontró con más personas que pasaron por situaciones similares. Esta tormenta dejó al menos a 50 mil evacuados a escala nacional. Y cuando el sol volvió a salir, algunos de los afectados se enfrentaron con una nueva realidad: habían perdido sus hogares.
La familia de Dolores pasó cinco meses intentando volver a reconstruir la vida en el mismo lugar que casi se las arrebata. No tenían a dónde más ir. Alquilar una casa no era una opción real. La lucha diaria era para reponer otras necesidades urgentes. “Acuérdese que mi esposo trabaja en el campo, entonces, ¿qué son $40 que gana? No le alcanza a veces ni para los alimentos a uno, y ya para hacerse de trastes y de ropa, ya es bien difícil”, explica.
El 30 de abril de 2012, ella se enteró de que otras familias afectadas por la misma tormenta se tomaron unas tierras que no se inundaban y en las que no vivía nadie. Su familia llegó al terreno y trasladó algunas de las pocas cosas que lograron salvar del agua y del fango para empezar a construir una casa temporal con palos, láminas y pedazos de plástico.
Los residentes cuentan que cuando llegaron a estas tierras, la UMO se hizo presente. Ahí la comunidad dio su primera muestra de organización. De acuerdo con un empleado de la Alcaldía de Ciudad Arce, unos vecinos llamaron a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos y a través de mediación, sin violencia, 176 familias lograron quedarse en el terreno.

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LA CLAVE PARA CONSTRUIR: LA ORGANIZACIÓN
Dolores cuenta que en este terreno no había vegetación y “a veces pasaban tormentas y, como no había ningún árbol, nos rompían las carpetas, se llevaban las champitas y volvíamos a empezar de cero otra vez”. A pesar de esos problemas, preferían reconstruir a tener que vivir a la orilla del río.
Así vino la necesidad de organizarse formalmente. Se creó una directiva comunal y se empezaron a hacer gestiones para obtener los títulos de propiedad de esas tierras. A los pocos meses, “falleció la persona que estaba encargada, entonces nos reunimos con unas amigas ahí en mi casa y dijimos: ¿Y por qué no nos organizamos nosotras como mujeres?”, narra Dolores.
Ella se convirtió durante 2013 en la presidenta de la asociación de mujeres de la comunidad. Ya organizadas, las mujeres empezaron a enviar cartas a la alcaldía, a ciertas ONG, al Ministerio de Gobernación y al ISTA para conseguir ayuda y legalizar su situación de vivienda. La palabra se corrió pronto y en los siguientes meses llegaron a vivir a este sitio más personas hasta conformar hoy un grupo de 700 familias. Cinco años después de la tormenta, en diciembre de 2016, la mayoría de habitantes de la 30 de Abril recibió sus escrituras.
La organización de mujeres no solo tuvo incidencia consiguiendo las tierras, también fueron capacitadas por otras organizaciones para formar el Comité de Protección Civil Comunal. Además, se convirtieron en un enlace entre la alcaldía y los vecinos ante cualquier emergencia. En caso de que algo urgente suceda, Dolores guarda en su hogar un megáfono. Ella puede activar la alarma de ese aparato cuando quiera informar de una necesidad a la comunidad. Cuando la alarma suena, las personas organizadas saben que deben llegar a la casa de Dolores.

LA VULNERABILIDAD TAMBIÉN ES ECONÓMICA

Mayra es una mujer risueña, blanca y de plática tendida que acepta conversar debajo de un árbol frente a una cancha de fútbol. A los pocos minutos de charla, varios zompopos caen desde unas ramas y ella solo se los sacude y sigue hablando.
El esposo de Mayra trabaja en una fábrica. Ella es ama de casa y sale unos días a la semana a hacer trabajos domésticos en Santa Tecla para aportar dinero a su familia. Ella también fue afectada por la depresión 12-E. Era vecina de Dolores y pasó una parte de la noche, desde lejos, gritándole y buscando una respuesta o un grito que le confirmara que su amiga estaba bien.
“Mi casa era de lámina y madera sencilla, (con) palos que uno hallaba a la orilla del cerco y estaba medio encementada de abajo para no patear solo tierra”, cuenta Mayra mientras se sacude un par de insectos. En esta zona la mayoría de afectados durante la tormenta fueron personas de bajos ingresos económicos.
Mauricio Quijano es el director del Programa de Desarrollo Comunitario de la Fundación Cristosal e impulsa proyectos en este terreno. Es una de las personas que más conoce las condiciones de vida de los habitantes de este sitio. “La vivienda es precaria, las calles internas todavía se inundan cuando llueve, las nubes de polvo son exageradas, el calor es intenso y no hay mayor vegetación”, describe desde San Salvador.

“Si se da un desastre natural, se generan desplazamientos. ¿Por qué razón? Porque la población habita en zonas que son vulnerables. Pero ¿por qué habitan en zonas vulnerables? Probablemente por falta de oportunidades socioeconómicas no tienen acceso a un hogar en un lugar seguro”, explica Mauricio Quijano, director del Programa de Desarrollo Comunitario de la Fundación Cristosal.

Eloísa. Ella es una habitante de la comunidad 30 de Abril y ya obtuvo el título de propiedad de su terreno. Pertenece al Comité de Protección Civil Comunal.

Quijano entiende la vulnerabilidad de los salvadoreños ante fenómenos de la naturaleza como un tema atravesado por la clase social de las personas. El experto pone un ejemplo: “Si se da un desastre natural, se generan desplazamientos. ¿Por qué razón? Porque la población habita en zonas que son vulnerables. Pero, ¿por qué habitan en zonas vulnerables? Probablemente por falta de oportunidades socioeconómicas no tienen acceso a un hogar en un lugar seguro”.
En 2009, El Salvador fue nombrado el país con mayor vulnerabilidad ambiental en el mundo. De acuerdo con el Índice Global de Riesgo Climático, durante 2016, El Salvador se ubicó en la posición número 116.
Mayra cuenta que volvió a su antigua casa después de la tormenta. “Daba sentimiento ver que había gente que había perdido muchas cosas, guacales, ropa, gallinas, perritos, vacas”. Lo que le quedó de su casa estaba lleno de lodo. Pronto compró detergente y lejía para intentar salvar algunas pertenencias. Meses después, se trasladó hacia la comunidad con los mismos colchones que se habían llenado de agua sucia y lodo.
“Este tipo de desplazamientos que surgen por desastres naturales, falta de oportunidades socioeconómicas o incluso por la violencia están en todo el país”, asegura Mauricio Quijano.
Mayra dice que a la orilla del río Los Patos aún viven varias familias afectadas por la tormenta 12-E. Ella asegura que no han querido moverse hacia esta zona porque “no se acostumbran a la vida que uno puede tener aquí. No se acostumbran a que aquí se sufre”.
Los problemas al llegar al establecerse en este terreno fueron acumulándose. A las carencias de una vivienda digna, agua potable y electricidad para todos, se le suma la percepción de inseguridad que la comunidad representa para los vecinos de otras colonias cercanas. A unos metros de donde Mayra platica hay casas que ya no pertenecen a la 30 de Abril. Ahí, una mujer habla de lo peligrosos que son estos vecinos. Ella sospecha que ahí viven pandilleros.

Más de 700. Son las familias que han luchado por construir una vivienda digna en la comunidad 30 de Abril.

Los líderes comunitarios aseguran que este es un territorio por el cual se puede transitar con tranquilidad. En las casas no se observa ninguna pinta alusiva a pandillas.
Mauricio Quijano asegura que aquí se enfrentan a la discriminación porque viven en los márgenes. “Cuando vemos la pobreza, tendemos a asociarla con delincuencia, cuando no necesariamente es así”, afirma. El director del Programa de Desarrollo Comunitario de Cristosal subraya la necesidad de prevenir: “La comunidad 30 de Abril está llena de niños y niñas que dentro de cinco años serán adolescentes, y si se siguen enfrentando a problemas de exclusión, de pobreza, de precariedad, entonces estaríamos hablando de una población que está en riesgo, pero decir que una población está en riesgo no es equivalente a estigmatizarla”.

“En un banco presté unos $600, en otro $300, a modo de que por eso tengo esa champita levantada. Así, luchando. Pero estoy enjaranada en tres bancos. En uno pago $31.25. Este sábado que viene voy a pagar $44 y en el otro voy a pagar $62”, dice María antes de encender la plancha de tortillas”.

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Sobre las tierras. Adalberto Mejía, promotor social, asegura que la obtención de los títulos de propiedad representa “un triunfo en poco tiempo” para la comunidad. En la fotografía de arriba se observa a Mayra Argueta, y en la de abajo, a Dolores Mejía. Ambas son residentes de la 30 de Abril.

LAS CARENCIAS ACTUALES
Es un jueves de enero cerca del mediodía y María Rivera, de 57 años, recién se ha bañado para empezar su jornada haciendo tortillas. Tiene una cabellera larga y gris, y cuando habla junta las manos frente a su cara. Parece que reza, aunque en realidad habla de cuánto le debe a tres bancos distintos.
“En un banco presté unos $600, en otro $300, a modo de que por eso tengo esa champita levantada. Así, luchando. Pero estoy enjaranada en tres bancos. En uno pago $31.25. Este sábado que viene voy a pagar $44, y en el otro voy a pagar $62”, dice antes de encender la plancha de tortillas.
María no solo debe preocuparse por ella. Vive con su esposo y también tiene tres nietos a su cuido porque su hija trabaja en San Salvador. La hija le ayuda económicamente y la visita una vez a la semana. “Yo saco la comidita de acá –dice y señala el puesto de tortillas– de lo que yo voy vendiendo, voy comprando la comida y ya los que trabajan afuera, ya es para pagar el banco”.
Solamente en deudas a bancos María paga $137 al mes. Los préstamos los adquirió intentando construir su hogar. Por ejemplo, instalar la luz eléctrica le costó $400, asegura. Además, gasta $10 mensuales exclusivamente en conseguir agua para beber. El agua que ocupa para bañarse, lavar platos y lavar la ropa la obtiene de un pozo que los hombres de su familia cavaron durante una semana. Esa agua está contaminada porque a solo unos metros del pozo se encuentra la fosa séptica de la casa. Esta es la regla en la comunidad.
La presidenta de la asociación de mujeres cuenta que la Administración Nacional de Acueductos y Alcantarillados (ANDA) ha intentado llevar agua potable a la zona a través de cantarelas. A pesar de eso, casi nadie confía en que ese líquido sea de buena calidad. “Esa agua no sirve ni para las plantas”, dice una vecina de la zona. Por eso, la mayoría de habitantes depende de camiones que llenan un cántaro de agua a $0.25 o $0.30.
Los vecinos de este lugar han gestionado por su propia cuenta su acceso a servicios básicos. Y así como hicieron préstamos para alumbrar sus calles y casas, también arreglan, incluso, las calles.
Un día de noviembre del año pasado, la junta directiva y otras representantes de la asociación de mujeres se reunieron para recibir a un grupo de periodistas que visitaron la zona. Los vecinos aprovecharon la ocasión para discutir entre ellos una situación que estaba afectando a un buen número de personas: un vecino estaba tirando el agua de sus oficios hacia la calle, en lugar de mantenerla en la canaleta de su terreno. Esto provocó que la calle estuviera llena de charcos.
Ese mismo día por la tarde, algunas de las personas organizadas salieron a tirar tierra en los hoyos que se habían formado en las calles. Aquí, la exclusión se ha encargado de dejarles claro que, ante una necesidad, la respuesta inmediata está en sus propias manos.

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COMENZAR DE CERO
El 4 de enero fue un jueves con demasiado viento en la comunidad. Durante la mañana no hubo tregua y las ventiscas levantaban constantemente el polvo. Algunas vecinas optaron por sacar agua del pozo y mojar sus patios. Durante la tarde, el viento también fue parte del problema.
Cerca de la casa de Eloísa, la mujer morena que espera que sus árboles crezcan pronto para que le den sombra, un hogar perdió todas sus pertenencias materiales. Era una casa de lámina y carpeta donde residía una familia con una niña de tres años. Durante la tarde, la madre de la niña encendió su cocina de leña para cocer frijoles y una corriente de viento trasladó una chispa desde la cocina hasta el corredor donde la familia almacenaba leña seca. La leña agarró fuego y pronto la casa entera se empezó a quemar.
Si en la 30 de Abril hay problemas para conseguir el agua, no se puede pensar en hidrantes o en cisternas que se encuentren de inmediato para sofocar las llamas. Los vecinos intentaron apagar el fuego y en una foto tomada el día del incendio se les ve cargando agua en los recipientes metálicos que se usan para lavar el maíz. Una empresa de la zona también envió una pipa, pero la ayuda llegó muy tarde.
Al día siguiente, Dolores cuenta que entre los vecinos ya se organizaron para juntar ropa limpia y que los afectados puedan cambiarse durante los siguientes días. Ahora ellos están durmiendo en la casa de una vecina. Pronto intentarán reconstruir todo.

Sin agua potable. Los habitantes de la comunidad 30 de Abril compran agua potable a diferentes camiones. El agua de los pozos dentro de sus terrenos está contaminada, pero la usan para oficios
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