Su casa no está muy lejos de aquí. Allí vive con su madre, su padre y sus cinco hermanas. Como casi todos los hogares en el sector, sus viviendas se limitan a solares con una construcción de láminas, apenas un cuarto donde han colocado las hamacas que utilizan para dormir.
“Yo he sido beneficiaria del centro y ahora quiero poner algo de mi parte. Nos alegra que la alcaldía y USAID nos apoyen a nosotros, que somos pobres y casi no contamos para las autoridades”, comenta Margarita.
En otro cantón, El Jagüey, se encuentra el único de los CDA apoyados por USAID que es sostenido por la empresa privada. Fue financiado por la Fundación para el Desarrollo de El Tamarindo (Fundatamarindo), que invirtió más de $31,000 en adquirir el equipo y el mobiliario, mientras que la municipalidad de Conchagua destinó $17,000 en adecuaciones del local y el pago del coordinador. Aquí se repite el esquema de los otros centros. También algunas necesidades en la comunidad que lo rodea, que exponen los miembros de la Adesco del sector, como los excesivos cobros en el servicio de agua potable. Afirman que algunas familias pagan hasta $50 por mes por un servicio que no es constante.
Conchagua representa un orgullo para el programa Prevención del Crimen y la Violencia de USAID, pues es uno donde más personas han logrado colocar en un empleo luego de que pasaron por sus programas de prevención. Y gran parte de ellos están en un solo lugar, el hotel Mar y Sol, ubicado en la hacienda El Encantado, del cantón Las Tunas.
Su personal está conformado por 42 empleados, según explica Salvador García, gerente del hotel. Y 35 de estos son jóvenes que antes pasaron por un programa de capacitación, precisamente en servicio hotelero, como parte del proyecto de USAID.
“Antes de colocarnos aquí, teníamos muchas dudas, pues se pensaba que era una zona insegura… luego se nos dio la oportunidad de solo emplear a gente local y nos han respondido muy bien”, comenta García.
Henry Perdomo, quien ahora se encarga de gestionar el área de limpieza, fue uno de los beneficiados con el proyecto. Antes, cuenta, se dedicó a la pesca, un oficio del que dice que podía sacar, en los días buenos, más dinero que en su puesto actual. La imprevisibilidad del acceso a ingresos y los peligros que se corren en altamar, para lo que no existe ni la posibilidad de un protocolo de seguridad, lo hacen agradecer su condición actual.
También, dice, laboró para locales comerciales y como mesero para algunos restaurantes en la zona, en los que ganaba, en promedio, $7 al día por 12 horas de trabajo, un equivalente a $170 al mes. Aquí, en el hotel, gana el salario mínimo del sector servicio por ocho horas de trabajo al día. Dice que nunca pensó poder contar con un trabajo así. En El Salvador, lo que la ley reconoce como mínimo, para muchas personas continúa siendo un sueño.
Ahora, Henry se levanta de la mesa y vuelve a sus labores de limpieza. Luce impecable, con su camisa celeste cielo y sus pantalones negros. Sabe que, dentro de unas horas, podrá volver a su hogar, un solar con una edificación de lámina donde lo espera el amor de su pareja, su hijo y una hamaca para descansar.