Rumbos confluidos

Piel sospechosa

Fue un momento de caricatura, una burda expresión de racismo, de odio. La mujer quiso dejar claro que los que no tenemos la piel nívea como la suya le repugnamos. Y lo logró.

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Periodista salvadoreño radicado en Hyattsville, Maryland, Estados Unidos.

Hace unos días, durante una visita relámpago a Nueva York, fui testigo de una escena absurda y cruel. Una colega y compatriota, en plan de turista, quiso hacerse una fotografía en las afueras de la biblioteca pública. Mientras posaba, rozó por accidente el brazo de una delgadísima mujer blanca, alta y rubia que caminaba de prisa. “Excuse me”, ofreció la compatriota, a pesar de que el descuido había sido de ambas. La estadounidense, quien por su vestimenta estilizada y caminar de pasarela de modas parecía salida de alguna comedia de Hollywood, le lanzó una mirada de profundo desprecio. Se alejó unos pasos. Tomo un suéter que llevaba colgando y se limpió el brazo con una mueca de asco.

Fue un momento de caricatura, una burda expresión de racismo, de odio. La mujer quiso dejar claro que los que no tenemos la piel nívea como la suya le repugnamos. Y lo logró. Los presentes quedamos pasmados ante su actitud tan retrógrada y ofensiva.

La discriminación racial es robusta en Estados Unidos. Algunas veces es tan evidente como esa mueca de asco. Y en ocasiones es más sutil, como hace tres meses, cuando un oficial de Migración me retuvo en el aeropuerto de Boston y examinó mi pasaporte hasta que se cansó. Cuando se convenció de que todo estaba en regla, ya habían pasado al menos 3 minutos –que sentí lentísimos e incómodos. Solo después, y tras un “Sorry, Sir. Have a good flight”, me permitió pasar al área de abordaje.

Ese oficial retuvo mi pasaporte porque mi piel acanelada contrastaba con la blancura de la mayoría del resto de pasajeros, cuyos pasaportes apenas miraba y a quienes dejaba pasar sin peros. Lo revisó varias veces con una lámpara UV –de las que se usan para detectar las marcas de agua ocultas en los documentos oficiales–, porque los latinoamericanos siempre somos sospechosos. Miraba mi rostro y la foto de mi documento, porque mi aspecto le daba desconfianza.

Bajo la excusa de esa desconfianza, hay gente que se cruza de acera cuando ve que un latino se acerca y algún oficial de seguridad prefiere rondar los pasillos de la tienda por donde una centroamericana se pasea. Puede haberse extinto la segregación racial tan gráfica que oprimió a los afroamericanos durante casi 100 años tras la abolición de la esclavitud, pero hablar de igualdad en este país sería una falacia. Ante la desigualdad, es la población latinoamericana la que siempre resulta más perjudicada. Y un claro ejemplo es que en la mayoría de trabajos siempre se le exija más a un latino que a los empleados de otras razas.

Seguir creyendo que una raza puede ser superior a otra es retroceder, involucionar. Los seres humanos somos iguales en dignidad, sin importar la cantidad de melanina que se lleve en el cuerpo. Aceptar este hecho no debe ser una opción, aunque en la práctica quede a juicio de aquellos que exacerban las facultades de su etnia.

Generalizar al país entero como discriminador sería una equivocación y desmerecería a los que sí respetan y tratan a todos por igual, como debe ser. Sin embargo, es imperioso tratar y retratar todo acto de exclusión –por pequeño que sea–, hasta que nuestra piel deje de ser sospechosa y nuestras facciones ya no sean vistas como el molde de una delincuencia potencial. Por ahora, aunque haya discursos políticos que se empeñan en afirmar lo contrario, el camino continúa largo y sinuoso.

*Esta columna se publicó en julio de 2016. El mensaje sigue más vigente que nunca.

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