Opinión

por Jacinta Escudos, Gabinete Caligari

 

Jacinta Escudos
Escritora

Permanencia literaria

Era un libro oscuro, que ameritaba leerse en penumbras, a la luz de las velas, aguzando el oído por si escuchabas el murmullo de los muertos en la oscuridad de tu alrededor.

Hace pocos años, en uno de mis talleres de narrativa, le di de leer a los participantes algunos cuentos de “El llano en llamas”, del escritor mexicano Juan Rulfo. Varios son joyas del género y suelo usarlos para ejemplificar la efectividad del uso del diálogo, la descripción y la creación de ambientes mediante la sobriedad del lenguaje.

Pero cuando tocó discutir los cuentos, noté que algo pasaba. Pocos habían leído o terminado de leer los cuentos. Por fin, algunos participantes confesaron que les aburrió Rulfo y que querían leer cosas que tuvieran más relación con el tiempo actual.

Recordé mis días de colegio. De pronto me sentí como alguno de aquellos profesores que nos obligaron a leer textos que nos aburrían y que para muchos implicó el alejamiento definitivo de la lectura. Muy de vez en cuando, alguna de esas lecturas obligadas me impactaba y pasaba a formar parte de mi canon personal. “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, fue una de ellas.

Lo leí adolescente, cuando ya escribía cuentos o intentaba hacerlo. Escribía en secreto y nadie había leído nada mío, así es que iba a tientas en la oscuridad con eso de querer escribir. Lo hacía por imitación y mi única fuente de consulta posible en cuanto a lo literario eran mis lecturas extra colegiales.

“Pedro Páramo” resultó una revelación en varios sentidos. Era una novela inquietante. Era diferente a todo lo que había leído antes en su tratamiento de los escenarios y personajes rurales. Era un libro oscuro, que ameritaba leerse en penumbras, a la luz de las velas, aguzando el oído por si escuchabas el murmullo de los muertos en la oscuridad de tu alrededor.

En alguna etapa de mi vida me dio por coleccionar ediciones de dicho libro. Las compraba nada más por la portada o me las regalaban. Pero la desgracia de mudarme tanto hizo que la mayoría de ejemplares que tenía se perdieran, aunque todavía conservo dos. Uno de ellos es ese primer ejemplar que leí adolescente, publicado por el Fondo de Cultura Económica de México, decimacuarta reimpresión (sic) de 1977.

No es la primera vez que algunos de los participantes de mis talleres consideraron aburrida alguna lectura asignada. Tampoco les gustó Alejo Carpentier, ni Joao Guimaraes Rosa ni Raymond Carver. “Muy aburrido”, “muy barroco”, “no entiendo”, “no tiene sentido”, “está bonito, pero...”.

Aunque comprendo que la literatura es un asunto de gustos, ese tipo de reacciones me desconcierta y me deja pensando en lo bien o mal que envejecen algunos textos, pero también en cómo los gustos de lectura van cambiando y qué es lo que se valora hoy en día como buena literatura.

Algo que escuché con frecuencia cuando comenzaba a escribir era que el tiempo es la gran prueba de todo escritor; que si su obra sigue siendo leída 100 años o más después de ser publicada, significaba que era Literatura. Así, con mayúscula. Siempre estuve en desacuerdo con dicha idea.

Estoy segura de que hay miles de libros que no sobreviven el filtro del tiempo, no porque estén mal escritos, sino por motivos no relacionados con el contenido de la obra. Pensemos en nuestro país, por ejemplo. Es raro que obra publicada en El Salvador tenga una segunda edición. Ni digamos una tercera, cuarta, quinta. Los libros que se siguen reimprimiendo son, por lo general, las lecturas obligatorias del Ministerio de Educación. Los demás se pierden para siempre.

Esos vacíos editoriales hacen que la obra de la mayoría de los escritores salvadoreños continúe siendo desconocida o que caiga en el olvido demasiado rápido.

Pero también hay que tomar en cuenta los cambios sociales y culturales que van ocurriendo. Muchos de nuestros pueblos se han urbanizado de manera acelerada. La facilidad y el acceso a la comunicación digital han penetrado nuestras raíces y afectado nuestra manera de leer, de escribir, de pensar y de construir lenguaje. El tejido de carreteras que hay en el país enhebra un paisaje rural que va siendo derribado por nuestro obsesivo urbanismo. Nuestra tierra está cruzada por venas de asfalto y arterias de concreto. Los árboles mueren en silencio.

La revolución tecnológica ha cambiado, sin duda, los hábitos y los gustos, tanto de lectores como de escritores. Se prefiere un tipo de escritura inmediata, efectivista, casi coyuntural, que pueda leerse de manera rápida y que no sea complicada de digerir. Los autores emergentes no hablan sobre el lenguaje, la estructura o la imaginación. No son sus preocupaciones. A demasiados les preocupan más asuntos extraliterarios. Quienes más destacan son aquellos que tienen la virtud de saber posar frente a la cámara, son buenos vendedores de sí mismos y también son ágiles relacionistas públicos. La gente acude a sus libros porque son los más visibles, pero no necesariamente porque son los mejor escritos.

La intención original de esta columna era hablar sobre Juan Rulfo, el escritor que con dos libros excepcionales se convirtiera en un autor imprescindible de la narrativa latinoamericana. Este 16 de mayo se cumple el centenario de su nacimiento.

Entonces recordé aquel evento ocurrido en mi taller y me quedé pensando si la obra de algunos autores llegará a esos 100 o más años de lectura. Los libros de Rulfo tienen poco más de 60 años de publicados y ya hay gente que piensa que son aburridos o desfasados. Se podrá argumentar que la calidad literaria se impone al tiempo y que Juan Rulfo es ya un clásico. Que quien quiera considerarse una persona bien leída o quien pretenda ser escritor debe leer sus libros. Estoy de acuerdo y no lo discuto.

Pero también soy testigo de esa reconversión que está ocurriendo en el mundo literario y lo evidente se impone sobre el romanticismo. Estoy convencida de que la figura del escritor está transformándose y que con ello cambiarán también los contenidos literarios y en consecuencia, el gusto de los lectores y lo que a futuro serán considerados como los nuevos clásicos.

Si Rulfo u otros autores sobrevivirán a ello, está todavía por verse.

 


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