Sin duda concebir un libro de poemas puede ser más complejo que escribir cualquier otro género literario, incluso una novela, aunque por lo general se pueda creer que escribir poesía es más fácil que la narrativa, noción que se tiene porque un poema puede crearse en limitados tiempos de concentración. La novela, por el contrario, exige espacios más extensos para elaborarla, y si se escribe en un contexto geográfico donde el autor no vive de lo que escribe, emplear tres o cinco años de la vida para no encontrar editores resulta frustrante.
Al exigir el poema menos tiempo reloj la frustración es menor, pese a la introversión, soledad y el esfuerzo emocional para construir en palabras las rememoraciones y los recuerdos (“la patria del poeta es la infancia”, digo en “Siglo de O(g)ro”; creo que alguien dijo algo parecido), pero la dificultad de escribir un poema es lograr un equilibrio entre la emotividad del poeta expresada en imágenes y lenguaje especial (casi otro idioma) para llegar al corazón, esa búsqueda de un cómplice de sus emociones.
El poema significa proyectar la emoción individual (amor, ironía, pasión, desagrado, rechazos, rebeldías) para que estos valores sean descubiertos como suyos por quien lo lee. Es la clave del poema expresar ideas en lenguaje especial para no ver frustrado el acto poético, más que encontrar la filosofía del poema, es una revelación de magia y lenguaje. El lector debe descubrirlo para encontrarse a sí mismo en el poema.
No importa si es una decena de personas que lo descubren debido al poco espacio social para promover la lectura o el libro. Son pocos los países o las ciudades que estimulan ediciones y lectura de poesía. Los festivales poéticos de Medellín representan una excepción, una ciudad donde asistir a escuchar poemas significa tener un público masivo como lo tiene un encuentro de fútbol. Son pocos los países donde se asiste a teatros y gimnasios para escuchar poemas.
Pero ahondando en los eventos de poesía en Medellín, su enorme grano de arena contribuye a transformar esa ciudad. Calificada entre las más violentas del mundo, ha disminuido esa violencia construyendo jardines bibliotecarios en una urbe de flores y colinas coloridas, hacen de la ciudad un paisaje admirable, ahí donde en sus calles morían unas 7,000 personas al año.
En otra medida la poesía tiene gran presencia en Nicaragua, quizá porque tuvo el privilegio de ver nacer a un príncipe de las letras que le ha valido ser nominado libertador de su país. ¿Se imaginan en El Salvador nominar libertador a Gavidia, a Masferrer o a Dalton? Ni locos, ¿verdad? Y los tres países (Colombia, Nicaragua y El Salvador) hemos pasado por la misma historia de guerras dramáticas.
La poesía en Nicaragua tiene gran presencia en la ciudad de Granada, una ciudad trágica, pues fue incendiada y saqueada totalmente en la guerra centroamericana contra los filibusteros, autollamados falange americana (1856).
He asistido tres veces a sus festivales de poesía, que se realizan en la calle, frente a esa plaza donde aquellos asaltantes o invasores fusilaron a los líderes nicaragüenses opositores a su intromisión violenta. Mi sorpresa en ese festival, donde asisten entre 60 y 70 países, es que se puede encontrar entre el público a un ministro o a un vicepresidente como uno más.
Y nada que solo va a la inauguración o, como decimos, “para tomarse la foto”. Al primer festival que asistí nos llevaron a una recepción con el presidente, que terminó contando chistes, una expresión de la jovialidad y espontaneidad nicaragüense (campechano, decimos nosotros). Me refiero al expresidente Arnoldo Alemán.
El caso de la narrativa es diferente en su elaboración. Me refiero a la novela o al cuento, o a la prosa literaria. Si la poesía es un acto de creatividad e intuición raudas y dinámicas, como la luz de un relámpago, como lago o paisaje de montaña, la novela es de raudales torrentosos, alud social, imagen histórica de una época puntual, para lo cual significa el empleo de tiempo y disciplina, que puede resultar en esfuerzo baldío al no encontrar editor.
Y se aplica a grandes novelistas. Franz Kafka, por ejemplo, considerado el gran novelista universal, ante la dificultad de publicar su obra pidió en el lecho de muerte a su gran amigo y albacea Max Brod que quemara todos sus escritos. Dios quiso que no cumpliera la promesa sagrada, y por Brod conocemos al autor de “La metamorfosis”. No digamos de James Joyce, para muchos el novelista más influyente del siglo XX a escala mundial, tuvo que llorar a los editores para que se le publicara.
El mismo Cervantes fue menospreciado en vida, incluso quiso venir a vivir a Sonsonate donde un amigo y poeta español que le ofrecía trabajo, cuando ya había escrito algunas de sus novelas; pero siendo un héroe nacional, no le fue permitido salir de su país. Tampoco le ofrecieron trabajo y escribió “El Quijote”.
El caso de Nietzsche, poeta y filósofo, es más triste, solo reconocido hasta después de su muerte, y por desgracia fue apropiado por el régimen hitleriano.
¿Y Herman Melville, autor de “Moby Dick”, la novela clásica de Estados Unidos en el siglo XIX, paradigma inobjetable de la literatura de Estados Unidos? Tuvo que trabajar 20 años como inspector de aduanas para pagar deudas y dedicarse a escribir esa obra, nadie la compró y su novela fue totalmente desconocida por la crítica, hasta que se descubrió en el primer cuarto del siglo XX.
Igual pasó con “Cien años de soledad” de García Márquez. Fue rechazada por sus amigos escritores y editores españoles por no encontrarle calidad literaria.
Esos son los riesgos de quien asume la vocación de escritor, en cualquier tiempo y no solo en los países del quinto mundo. Escribir literatura es encontrar un camino diferente en la vida, quizá escabroso, pero vale la pena. Es aventurarse a una maravilla del pensamiento y de la creatividad.