Una de mis escasas alegrías, cuando era una niña de cinco o seis años, era tener que pasar la tarde en la oficina de mi padre. No recuerdo ahora los motivos varios por lo que aquello ocurría, pero cuando pasaba, era siempre una buena noticia para mí.
Mi padre tenía su oficina en un edificio del pasaje Montalvo, en pleno centro de la ciudad. Era una pequeña oficina de representaciones comerciales. Vendía productos extranjeros, sobre todo textiles, a varios de los almacenes del centro. El negocio lo compartía con su hermano, mi tío Ricardo. Él era, precisamente, uno de los motivos de mi alegría.
En la oficina, podía hacer lo que me diera la gana, siempre que estuviera callada. Podía dar veinticinco vueltas en las sillas de rueditas, subirlas y bajarlas de altura y hacer carreras imaginarias con la silla por el espacio vacío entre los escritorios, hasta que mi padre me decía que me estuviera quieta.
Mi tío, un hombre al que jamás vi enojado, me sentaba entonces delante de una máquina de escribir Underwood. Me enseñaba cómo meter y sacar el papel y me ponía pequeños ejercicios de escritura. Mi-ca-si-ta era uno de ellos. Yo escribía un par de líneas con aquello pero después probaba a hacer escritura libre, es decir, tecleaba cualquier letra e imaginaba que lo que escribía tenía algún sentido. Tecleaba con fuerza y me afanaba por hacerlo rápido, como miraba hacer a los periodistas y escritores en las películas. Todavía no sabía leer ni escribir mucho pero me emocionaba la idea de que algún día descifraría el significado secreto de las palabras.
Después de tres líneas de mi-ca-si-ta me sentía agotada, así es que me levantaba a ver los objetos en los escritorios de mi padre. Tenía una pequeña figura de metal de un hombre sosteniendo una barra. Estaba de puntillas, equilibrado sobre una columna también de metal. Por más fuerte que fuera el empujón que le daba al hombrecito, este se mecía y bamboleaba de un lado a otro, pero jamás caía. Eso me mantenía fascinada durante un buen rato.
Después de revisar los borradores en forma de ruedita; una máquina similar a la de escribir pero con teclas llenas de números; los muestrarios de telas, encajes y botones que mi padre vendía; abrir y cerrar todas las gavetas de los tres o cuatro escritorios de la oficina, me iba al escritorio de mi tío.
Caminaba alrededor de su silla. Él ni levantaba la cabeza, concentrado como estaba haciendo no sé qué importantes tareas. Él tenía un lunar de bolita en la nuca y siempre me gustaba tocárselo. Se me había metido la idea de que ese lunar podría arrancarse y se lo jalaba hasta que él se agarraba el lunar con la mano diciéndome que le dolía. Sin decir nada más, abría una gaveta delgada, donde además de lápices y lapiceros guardaba siempre un par de rollitos de mentas Gallito. No me gustaban las mentas en particular, pero siempre me regalaba un rollito y yo me las comía.
El momento más esperado de la tarde era cuando me ofrecía una chibola. Siempre me pasaba lo mismo. Él me ofrecía una chibola, yo la aceptaba imaginándome que de algún rincón mágico de su escritorio iba a sacar una red llena de canicas. Pero lo que hacía era levantarse, ir hacia un rincón de la oficina donde había una pequeña refrigeradora y sacaba una gaseosa. La destapaba y me la daba.
La gaseosa también me alegraba, pero mientras me la tomaba, seguía esperando las supuestas canicas. Pero mi tío volvía a su escritorio y seguía en esas tareas importantes y misteriosas a las que se dedican los adultos en las oficinas y no lo veía haciendo ningún movimiento para lo de las canicas.