“Todas las madres deberían ser eternas”, con esa frase se quedó paralizada una de mis tardes de lectura. William Petter Blatty la incrustó de forma tan inesperada en ese libro de horror que me agarró a quemarropa. Así fue como se me desbordaron los recuerdos. Volví a estar ahí, frente a ese féretro donde confirmé que por muy fantástico que sea ese ideal, está lejos de ser posible. Las madres también mueren.
Besar su frente por última vez fue un acto de egoísmo puro. Aun así fue un gesto necesario que, si bien me transmitió el frío de su piel, hizo posible que me convenciera de que su partida no era solo un mal sueño. Esa tarde de septiembre conocí el vacío profundo que pueden cavar las despedidas, y al decirle adiós a su cuerpo se me formó una hendidura de esas que, sin importar la buena actitud con que se tomen, apenas pueden paliarse con buenos recuerdos.
Había recibido la noticia esa madrugada. Las palabras que la empleada de hospital escupió en tono tan insípido y mecánico fueron como cuchillas afiladas que desmembraron mis esperanzas. A pesar de los pronósticos médicos, la parte más irracional de mi psique estaba segura de que un día escucharía sobre una mejoría milagrosa. Una de las cargas de ser adulto es tener que tragarse la realidad a pesar de que sea tan amarga que no se pueda soportar. Y no importa cuán adulto se sea, la orfandad siempre desgarra.
Esa semana de 2011 reporteaba sobre un centro que trabajaba con niños y adolescentes víctimas de abusos de todo tipo. En muchos de los casos atendidos quienes hacían de verdugo eran las propias madres: desde niños quemados con planchas calientes hasta niñas ofertadas como juguetes sexuales. La directora de ese lugar resaltaba que cuando no se está preparado física, ni psicológicamente para la tarea parental, las consecuencias siempre las pagan los hijos. Hacer comparaciones fue inevitable. En esos días confirmé, desde mi rol de hijo, que para ser madre se necesita vocación.