El despertar de una vida da una serie de momentos únicos. Ocurren de cuando en cuando. Es la misma fuerza vital que te empuja a explorar el mundo que te rodea. Tengo la fortuna de haberlo vivido junto a vos, Matías, desde hace ya cuatro años. Ese día a día que te va llenando de vida. Identificar los ruidos, descubrir las formas, aprender a distinguir el día de la noche. Como cuando solo tenías unos meses de edad y salíamos al patio de la casa en un día de brisa. Mirabas fijamente a los helechos e intentabas agarrar una hoja para entender cómo era que se movían con la fuerza del viento.
No seré el papá más dedicado, ni mucho menos, pero en una vieja libreta apunté detalles de tu encuentro con la naturaleza. Como el sábado 8 de septiembre de 2013, cuando fuiste por primera vez a la costa y conociste el mar, o el domingo 16 de febrero de 2014, cuando nos bañamos juntos por primera vez en un lago. En el transcurso de esa bitácora de primeras veces, a todos los que nacemos aquí, el trópico nos termina enamorando. Se ha escrito mucho de ello, desde las “Jícaras tristes” de Alfredo Espino hasta la “Jaragua” de Napoleón Rodríguez Ruíz. Por ejemplo, nunca voy a olvidar tu asombro, el 11 de enero de 2014, cuando viste el río Lempa desde el puente de la carretera Panamericana.
Esa naturaleza exuberante siempre nos ha acompañado y me gusta pensar que nadie se imagina sin ella. Pero como la mayoría de relaciones que establecemos los salvadoreños -con nuestro entorno o nuestros semejantes–, hay una traición implícita. Así como ves que todos quieren y usan los recursos naturales, así los destruimos. El río Lempa, para citar uno de los casos más emblemáticos, es la principal fuente de agua del país, representa el 62% de las aguas superficiales. Pero a través de río Acelhuate, San Salvador evacúa 500 toneladas métricas de desechos que terminan en el Lempa, según datos del Foro del Agua. O el flagrante uso del plástico, que después de usado se encuentra tirado donde sea y cuya producción diaria en el país es de cinco millones de libras, según estimaciones del biólogo Rubén Sorto.
Me gustaría escribirte que intentamos cambiar todo esto, pero en realidad no nos importa demasiado o como debería. Ya estamos advertidos, pero el consenso popular parece ser que no hay que ser alarmistas. Me gustaría escribirte que en el 2017 ya no tenemos basureros a cielo abierto –lugares que a mí desde niño me dan miedo– o personas que viven de esos desechos. Y con la variabilidad climática, todo se pinta más gris. Comienzan las disputas por el agua –porque no todos tienen la capacidad de comprarla embotellada como una mercancía más– como las reportadas en Chapeltique en el documental “Agua, fuente que se agota”, donde se desvían ríos para el riego de cultivos y se está dejando sin agua a varias comunidades.
Hace unos años, entrevisté al firmante de los Acuerdos de Paz y analista Dagoberto Gutiérrez, quien me explicó una teoría sobre cómo se llegó a este nivel de degradación ambiental y abuso de los recursos naturales, una teoría que volvió a repetir hace poco en el programa de televisión “Impacto ambiental”: en El Salvador no vivimos en un estado de Derecho, sino que en un estado de mercado, lo que implica que todo tiene dueño, todo se puede comprar y vender, nada es gratis y que no somos ciudadanos sino que consumidores. Una teoría que explica, en parte, el vejamen al que hemos sometido el país y que se ha intensificado en las últimas décadas.
Un día de estos, en medio de un tráfico insufrible después de dejarte en el kínder, escuché en la radio de la justicia intergeneracional, que básicamente se alcanza si las oportunidades de las siguientes generaciones de satisfacer sus propias necesidades son, por lo menos, iguales a las de la generación de hoy. Nadie puede predecir el futuro, pero, a este día, puedo asegurarte que tuvimos la suerte de nacer en una tierra de gran riqueza natural, pero que se nos está acabando por nuestro desorden y voracidad. Hijo, perdón por el país que les vamos a dejar.