Opinión desde acá

por Rosarlin Hernández, Periodista, El prado de los soñadores

 

Rosarlin Hernández Periodista, El prado de los soñadores

Cómo hemos cambiado

Ahora te encuentro maquillada, diferente, excéntrica para una Managua genuina y silvestre como vos. Y aunque han querido uniformarte y hacerte parecer al resto de las ciudades centroamericanas, vos sos única.

Fue amor a primera vista. Yo me enamoré de vos porque me adoptaste y me diste uno de los regalos más valiosos que una niña puede recibir en el exilio: me diste identidad. Vos, en cambio, te enamoraste de mí porque nos parecemos, somos como familia, compartimos el color de piel, el pelo alborotado como tu vegetación y el mismo ímpetu frente a la vida.

Era una niña cuando te conocí, pero te recuerdo detalle a detalle: sencilla, amiguera, clara, siempre dispuesta para la fiesta, sin maquillaje, sin temor a ser vos. Seguramente vos también tenés recuerdos de nuestro encuentro. Llegué llena de temores y ansiedades, nada que tu campo abierto, tus lagos y tus volcanes no pudieran sanar. Todavía tengo presente los días en los que me abriste los brazos para que jugara y creciera sin miedo.

Rápidamente te tomé confianza y me subí a tus árboles a comer todo tipo de frutas. Podía pasar horas mordisqueando mangos verdes y lechosos, sentada en alguna rama contemplando tu calma. Abstraída, me dejaba llevar por la brisa y el simple placer de observar un pájaro carpintero picoteando sin parar.

En esa época nuestras posesiones materiales eran nulas y éramos felices, muy felices. Recuerdo que en tu época de escasez te sobraron los amigos, venían de cualquier parte del mundo solo para respirar tu aire y renovar sus espíritus. Yo, en cambio, crecí contigo, te juré lealtad y te defendí de todo aquello que representara oposición a tu manera de ser. Hasta que llegó el día en que nos tuvimos que separar.

Te dejé en un momento de cambios y vos me despediste amorosa. Me dijiste que fuera a cumplir mis pendientes al país que me vio nacer y me repetiste que no tuviera miedo, que esta era mi casa y que podía regresar siempre. Desde entonces, cada vez que puedo te vengo a ver.

Como a una mamá grande te cuento mis cuitas, lo difícil que ha sido el reencuentro con mi país natal y lo diferente que veo todo. El tiempo ha pasado y las dos hemos cambiado. Ahora te encuentro maquillada, diferente, excéntrica para una Managua genuina y silvestre como vos. Y aunque han querido uniformarte y hacerte parecer al resto de las ciudades centroamericanas, vos sos única. Siempre llena de espacios públicos, libre de las fronteras de clase que enrarecen el ambiente.

Debo aclarar que en mi ejercicio permanente por comprender tus cambios hay algunos que no admito. Por ejemplo, ¿cómo es posible que ahora seas refugio para un expresidente corrupto e impune? Eso no va con vos. Ni conmigo tampoco. Estarás de acuerdo que ese tipo de gente no solo te daña el paisaje sino que, también, la reputación.

Yo también he cambiado. Ahora me pintó las canas, uso maquillaje, tacones y tengo un hijo en la universidad. Ya no veo el mundo en blanco y negro, ahora prefiero los matices. Ya no creo que los caudillos tengan las soluciones que tanto necesitamos y tampoco creo que el ciudadano nuevo solo sea fruto de las revoluciones de izquierda. En lo que sí creo es en mi permanente deseo de apoyar las ideas, los proyectos y la energía transformadora, sin importar la condición social de las personas que las promuevan.

Como sabrás, en estos días sigue siendo difícil tener conversaciones francas. Pensar diferente todavía es un motivo que separa familias y aleja amistades. Gracias por hacerme sentir en casa. Ambas sabemos que, sin importar la superficie, la esencia sigue intacta. Cómo hemos cambiado, mi Nicaragua Nicaragüita. Pero cuánto nos queremos.

 


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