En 1967 me encontré en la disyuntiva de escoger entre dedicarme al género literario de la poesía o a la novela. La primera no me permitió realizarla a cabalidad debido a circunstancias extraliterarias, y por escribir en un contexto de escasa atención a este género. Con la novela, tuve mayor realización.
Antes, hice el intento de incursionar en otro género cercano al público. Solo llegué a rasguñarlo: el teatro. Participé como actor secundario en la obra “Alondra” de Jean Anouilh. Asistí como estudiante, malo por cierto, a las clases de André Moreau, de quien gané, por lo menos, descubrir el teatro escrito. Mi pánico escénico no permitió desarrollarme como actor pero sí concentrarme en el teatro leído, desde los clásicos griegos hasta los contemporáneos, entre ellos Arthur Miller, Tennessee Williams, Henrik Ibsen, Samuel Beckett, O’Neill, y muchos más. Una época de mucho teatro en las librerías.
En 1965 cerré mi ventana poética y coincidió con el gané del Premio Rubén Darío, organizado por Nicaragua-Costa Rica. Había decidido dedicarme a la novela. Aunque tuve un gran estímulo en 2007 cuando me publicaron “Poesías completas”, Editorial Hispamérica, Universidad de Maryland. Poesía del pobrecito poeta joven que fui.
Llegué a la narrativa por casualidad. Eso fue al encontrarme, mientras me pelaban, en una barbería un ejemplar de House & Garden, el cuento de un autor estadounidense para mí desconocido: J. D. Salinger. El título del cuento era “Hace un buen día para cazar el pez banana”. Recibí un impacto tremendo, aprendí que un relato podía ligarse a la poesía, desplegada en lenguaje con más libertad, con las mismas emociones sin los límites lingüísticos del poema debido a las exigencias de impactante brevedad. Salinger me hizo escribir mi primer cuento: “El nombre” (Revista Vida Universitaria, 1965). Luego intenté otros cuatro cuentos publicados en las revistas Cultura, dirigidas por Claudia Lars; y en “La Universidad”, dirigida por el inolvidable Italo López Vallecillos.
Entonces me interesé en descubrir libros de Salinger y lo logré en inglés: “Nine Stories”, “Nueve cuentos” y confirmé lo que había previsto, las emociones en un cuento no son menos que en la poesía. Esto coincidió con el aparecimiento de los escritores del boom latinoamericano, en especial Vargas Llosa (“La ciudad y los perros”), Julio Cortázar (“Rayuela”), y García Márquez (“Cien años de soledad”). En los dos primeros encontré el camino hacia la novela de más extensión que el cuento. Vargas Llosa por la realidad narrativa y Cortázar por cómo lo narra. Realidad predominante en el primero. Poesía narrada en el segundo.
Así me propuse tirarme al ruedo narrando con los instrumentos poéticos que más conocía. Antes consulté con Claudia Lars su parecer en caso que yo escribiese un poemario novelado de tipo histórico. La respuesta de la “madre” Claudia fue cortante: “Me parece mal, la poesía es una amante celosa y no admitirá que coquetees con otro género”. Y escribí mi primera novela: “El valle de las hamacas”, con la cual gané un premio único centroamericano en Costa Rica, que tendría el privilegio de ser publicado en la mayor editorial de habla hispana de ese entonces, Sudamericana de Buenos Aires, donde habían publicado los escritores del boom. Mejor suerte, ninguna.
De “El valle de las hamacas” recibí dos críticas al nuevo novelista de Centroamérica: de Mario Monteforte Toledo, novelista guatemalteco “yo soy novelista, pero tú con una novela has llegado más alto”; y de nuestro Salarrué: “Por fin tenemos a un novelista en El Salvador”, me dijo. Creo que se refería a que toda nuestra generación se dedicaba por completo a la poesía. Ambos maestros resaltaban el hecho de ser publicado en Argentina.