Mi nieta July escuchó a Mozart desde el vientre materno. Hace seis meses, a sus cinco años y medio, me visitó con sus padres desde su país de residencia. Como siempre, por ser escritor de domingo, escribo desde temprano escuchando a mi clásico favorito, Mozart. Escuchaba el “Concierto de clarinete y orquesta, K. 622” y, a los pocos minutos, July estaba a mi lado dándome las gracias por poner la música “de ella”. Esta vez yo era el anfitrión y me hizo recordar que, meses antes, hospedado en casa de mis dos hijos, escuché por la noche ese concierto. Pensé que se trataba de algún melómano vecino. Por la mañana le pregunte a su madre, se sonrió y me dijo que July no se dormía sin escuchar a Mozart. Imagínense la sorpresa que me da mi nietecita, a mí, el escritor que ha adoptado el lema “Dios y Mozart, su profeta”.
En los primeros días de abril viajé para visitarlos. Le pregunté si está en el kínder y me respondió, con orgullo, “no, estoy en parvularia”. Cumplió seis años. Le pregunté si sigue escuchando a Mozart, me respondió que sí, pero que también baila música de Shakira y canta canciones en francés. Le pedí que cantara y entonara tres; ella se sabía seis. Luego me dijo que iba a bailar. Acepté. Encendió un aparato electrónico que parece teléfono y, al sonar la música, comenzó su baile imitando el estilo de la colombiana. Shakira y Mozart es una mezcla no muy complementaria, pero se explica en una niña de su edad.
Esto me hace ratificar que, pese a las facilidades de YouTube, muy raras veces tenemos la oportunidad de escuchar música orquestada, como la mozartiana. Yo la relaciono con la poesía. Si lees poemas, o te los leen, en especial en la primera infancia, hay posibilidades de reconocer la poesía con facilidad por contar con registros cerebrales previos.
El acercamiento emocional a los múltiples sonidos organizados de la música produce en la persona un elevarse a valores que estimulan la solidaridad con los demás, que la vuelven creativa, propositiva y neutralizan reacciones violentas.
Igual sucede con la palabra imaginada, el poema, ese lenguaje figurado, de tal forma emotivo, que lo que se dice a través de él “no puede decirse de otro modo”. Esta es una de las definiciones de poesía que más acepto, pues es un género literario que solo puede captarse completamente en sus valores si ya contamos con el marco de referencia cerebral. De la misma manera, esto es válido para los sonidos musicales, cuya “traducción” solo puede hacerse interpretando emociones placenteras y espirituales: el gran papel formativo de las manifestaciones artísticas. Para lograrlo, según está comprobado por los neurólogos, debemos comenzar en la primera infancia.
“El niño de dos o tres años asume el ambiente en que vive”, dice Rita Levi Montalcini (ganadora del Premio Nobel de Medicina en 1986 por sus estudios del cerebro) en una entrevista dada al cumplir los 97 años.
“Si cambiamos la forma de educar a los niños, de enfrentarlos con la vida, quizá cambiaremos el mundo. Los métodos tradicionales son absurdos”, continúa. Su entrevistador, luego, la cuestiona por las actividades que realiza a su edad. “Trabajo para becar a niñas africanas, para que estudien y prosperen ellas y sus países. Sigo investigando, sigo pensando”, responde. “¿No se jubila?”, le preguntan. “¡Jamás! ¡La jubilación está destruyendo cerebros! Mucha gente se jubila y se abandona... Esto enferma el cerebro”.