Rumbos confluidos

Odio, muerte e impunidad

Tenemos dos huérfanos más que, para nuestros fosilizados políticos, serán dos insignificantes números en sus estadísticas. Son dos niños más que acaban de perder la inocencia.

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Periodista salvadoreño radicado en Hyattsville, Maryland.

En nuestro El Salvador en llamas ya es poco lo que conmociona. Hemos aprendido a ver los asesinatos como sucesos rutinarios. Las balas, la sangre, la brutalidad y la impunidad están tan enraizadas que podríamos pasar de largo un cadáver en cualquier acera. A lo sumo, escupiríamos las tan encajonadas expresiones: “pobrecito”, “lástima” o “a saber en qué pasos andaba”.

Hemos aprendido a ver las muertes con frialdad. Pero hay desgracias que pueden descongelarnos el sentido para recordarnos que merecemos una muerte digna. Y por digna entendamos que como mínimo sea por causas naturales. Y si el feminicidio de Vilma Pérez no nos mueve las entrañas, deberíamos preocuparnos, porque ya se nos empieza a pudrir algo por dentro.

La expareja de Vilma la mató por ser mujer, porque un día la consideró propiedad y se dio cuenta de que esa “propiedad” se le iba de las manos. La mató ante los ojos de sus hijos, quienes tuvieron el horror de presenciar cómo esa bala desprendía los sesos de la mujer que los alumbró. ¿Le parece muy visceral el enunciado anterior? Ahora póngase en el lugar de esos dos niños (de cuatro y ocho años), quienes lo tuvieron que ver de frente. Ahora, otros dos pequeños salvadoreños van a vivir con miedo, resentimiento y dolor. Tenemos dos huérfanos más que, para nuestros fosilizados políticos, serán dos insignificantes números en sus estadísticas. Son dos niños más que acaban de perder la inocencia.

Esa desgracia la supe por una estudiante. Llegó al aula seria, sin la sonrisa bromista que la caracteriza. “Solo me puse a pensar que así pude haber terminado yo, si no me hubiera venido por tierra”, lanzó después de un par de minutos de conversación.

A Sara* la obligó a cruzar el desierto el miedo que sentía por su expareja. Con 15 años, decidió venirse con otra vida en el vientre porque había recibido amenazas de muerte del hombre varios años mayor que se la llevó a su casa con promesas palabras dulces. “Me pegaba en la barriga, porque me había negado a abortar. Me tenía encerrada y me decía que, si me le iba, me iba a matar. Yo me le escapé”, recordó hace algunas noches la joven que hoy tiene 18 años.

El único vínculo que Sara tuvo con Vilma es haber estado en una situación de abusos de todo tipo. Por fortuna, esta estudiante contó con una red de apoyo que le permitió pagarse un coyote que la trajo hasta Washington, D. C. Ahora que es madre de un pequeño de tres años, solo espera terminar su equivalente del título de bachillerato en Estados Unidos y conseguir un empleo que le permita mantener a su hijo.

La protección que las leyes salvadoreñas garantizan a las mujeres es una burla. Por más reformas y leyes especializadas que haya, la impunidad sigue siendo la mejor aliada de la misoginia. Las alternativas de una mujer violentada no deberían ser huir del país o morir. Deberían contar con instituciones confiables, que les garanticen resguardo y apoyo. Sobre todo, debería de haber un sistema integral de protección, que les permita darse cuenta de las características iniciales de una relación que podría terminar en fatalidad.

*Sara es un nombre ficticio. La estudiante ha pedido que no se revele ningún dato que pueda comprometerla a ella o a su familia que sigue en El Salvador.

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