Gabinete Caligari

Por nuestra salud mental

Otro de los grandes prejuicios que existen en torno a estos males es que “son enfermedades burguesas”. Los pobres no tienen tiempo para deprimirse porque tienen que buscar la sobrevivencia a toda costa.

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Los lamentables sucesos ocurridos a finales del año pasado entre miembros de la Policía Nacional Civil pueden discutirse y analizarse desde varios enfoques. Me interesa hacer una reflexión desde uno que en nuestro país siempre termina relegado, ignorado o en el peor de los casos tomado en son de burla, y es el de la salud mental.
Ser policía en un país con los índices de violencia que tenemos es un trabajo no solo de alto riesgo, sino también con altos niveles de estrés personal. La exposición permanente al peligro sumada a la posibilidad de que incluso los miembros de sus familias sean afectados por la violencia es una realidad con la que tienen que convivir todos los días. Las condiciones de trabajo (horarios extraordinarios, bajos salarios y en algunos casos, hasta falta de equipo adecuado) se suman a las preocupaciones de nuestros agentes. Los aumentos salariales y los bonos que el Gobierno otorga a este sector no son suficiente paliativo para el nivel de tensión psicológica al que permanecen sometidos.
Existen apenas 33 psicólogos para atender a una población de 28,500 agentes. Es fácil hacer la matemática correspondiente y darse cuenta de que es humanamente imposible para dichos profesionales atender de manera adecuada a tanto personal.
La función policial misma exige una actitud de frialdad, fuerza y ecuanimidad. Un policía no puede llegar a la escena de una masacre o ver un cadáver desmembrado, quebrarse y ponerse a llorar, por ejemplo. Imagine el lector lo que este tipo de escenario constante supone para un ser humano en su constitución psicológica, aunque dicha persona haya sido entrenada para mantenerse incólume en las situaciones más adversas.
Los casos de suicidio, violencia, alcoholismo y drogadicción entre los mismos agentes no son nuevos. Vienen ocurriendo desde hace algunos años. Por desgracia, vivimos en un país lleno de prejuicios e ignorancia de toda índole. Los prejuicios que tiene nuestra sociedad en torno a la salud mental son de los más arraigados. Estos prejuicios, al no ser superados, se convierten en un elemento de riesgo para la sociedad en su conjunto.
Cuando se firmaron los Acuerdos de Paz, cuyo 26.º aniversario se conmemora justo en estos días, a nadie se le ocurrió incorporar un componente obligatorio de atención psicológica para todos los desmovilizados, tanto del ejército como de la guerrilla. Estamos hablando de miles de hombres y mujeres que se pasaron más de una década de sus vidas en el campo de batalla. Pero no solo quienes fueron combatientes activos necesitaban atención. También lo necesitó la población civil, sobre todo la que sobrevivió aquel tiempo en lugares donde los combates y las matanzas ocurrían con frecuencia.
Los Acuerdos de Paz no borraron por arte de magia las heridas psicológicas y emocionales que la perversión de la guerra dejó en muchos. Venimos arrastrando ese peso hasta el día de hoy. La dinámica de la guerra impidió la elaboración de neurosis, psicosis y duelos provocados por los muertos, los exiliados, los desaparecidos, las pérdidas materiales, la brutalidad, la tensión y el peligro permanente. No había tiempo para llorar, solamente para sobrevivir. El dolor se reprimió y se postergó indefinidamente. Pero eso no significa que esos males desaparecieran o se “resetearan” con el cese al fuego. Los seres humanos no somos máquinas y las emociones no se encienden y apagan a voluntad. Siguen ahí y se manifestarán, tarde o temprano, a través de nuestra conducta, a veces en explosiones de ira, violencia o auto destrucción.
Encima de eso, las enfermedades mentales siempre han sido vistas como algo vergonzoso. No hablamos de la depresión, de la ansiedad, de la bipolaridad, de la esquizofrenia, de la neurosis y de otros desórdenes mentales porque nadie quiere ser tachado de “loco”.
La moda actual del positivismo “new age” insiste en hacernos creer que todo es un asunto de actitud y subestimamos los desórdenes mentales profundos como algo serio que merece atención profesional. Se piensa que la depresión o un ataque de pánico se solucionan con un par de palmaditas en la espalda y con frases de cajón: “Hay que pensar en positivo, debemos ser fuertes ante los embates de la vida, el tiempo todo lo cura, todo pasa, no pensés en eso, dejá de llorar, hacé algo útil para distraerte”. Peor aún, quien sufre de algún trastorno mental termina siendo señalado muchas veces como el causante de su propio mal, pese a que existen estudios científicos que demuestran que la genética juega un rol indiscutible en su condición.
Otro de los grandes prejuicios que existen en torno a estos males es que “son enfermedades burguesas”. Los pobres no tienen tiempo para deprimirse porque tienen que buscar la sobrevivencia a toda costa y “no tienen tiempo” para llorar o ponerse tristes. El limitado acceso a profesionales e instituciones de salud mental de calidad en el país viene a sumarse al problema. Solo el que tiene recursos económicos abundantes y garantizados puede darse el lujo de un tratamiento psicológico o psiquiátrico constante.
No solo los agentes de la corporación policial necesitan apoyo psicológico. De hecho lo necesitamos la gran mayoría de la población debido a un sinnúmero de factores. Somos receptores de múltiples manifestaciones de violencia, agresividad, injusticia, impunidad y cinismo en el día a día. Es difícil mantenerse ecuánime y no sentir ganas de manifestar esa frustración que nos va creciendo por dentro. Muchos la dejan escapar en agresiones domésticas o en ataques de ira durante el tráfico. Otros, impotentes y abandonados en la soledad extrema de quien no encuentra ni siquiera un interlocutor con quien desahogarse, optan por el suicidio.
Los índices de violencia y agresividad con los que vivimos son una manifestación de esa salud mental que no tenemos. Su normalización también es un mal síntoma.
Informarnos sobre los desórdenes mentales ayudará a que superemos nuestros prejuicios y a ser empáticos con los demás. Tener una actitud de comprensión y de respeto ante los males ajenos hasta podría servir para salvar la vida de alguien.

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