México capea el huracán Trump sin alzar la voz

Aunque las deportaciones han caído en el primer año del mandatario, aumentan las detenciones en el interior de Estados Unidos, de migrantes sin antecedentes. El Gobierno de Peña Nieto trata de mantenerse firme ante los desmanes de Estados Unidos, en un año marcado por la incertidumbre del TLC y las elecciones presidenciales.

Fotografías de Agencias
Trabajadores. Cada vez son más los deportados que no tienen antecedentes. EUA está expulsando a gente que trabaja.

México y Estados Unidos están encerrados en la misma habitación. Un cuarto con más de 3,000 kilómetros de frontera. Una de las metáforas preferidas del Gobierno de Enrique Peña Nieto es que México se comporta como el adulto de esta relación. El prudente ante los desmanes berrinchudos del niño; el que ha procurado no alzar la voz, mostrarse constructivo, abierto al diálogo. En cierto sentido es una idea que puede resultar creíble. De no ser, claro, porque hay una asimetría de poder. Porque el adulto traslada una permanente sensación de miedo hacia el niño. Porque el niño, Donald Trump, es errático. Problemático.

No hay país al que el presidente de Estados Unidos haya humillado tanto como México. En campaña y desde su llegada a la Casa Blanca, el vecino del sur ha sido el sparring preferido mientras combate al resto del mundo. Una de sus grandes promesas de campaña, la construcción de un muro en la frontera, sigue siendo un quebradero de cabeza para el Gobierno de Peña Nieto, por mucho que se le considere ya un asunto más de política doméstica, al que Trump recurre para soliviantar a su electorado cuando la coyuntura lo reclama. La mera invocación de la construcción o cómo se pagaría –desde cargárselo a los carteles de la droga hasta sugerir incluirlo en la negociación del Tratado de Libre Comercio (TLC)– obligan a los dirigentes a repetir un mantra: “No vamos a pagar ningún muro. Esta determinación no es parte de una estrategia negociadora mexicana, sino un principio de soberanía y dignidad nacional”, volvió a insistir la cancillería este jueves, después de los últimos ataques de Trump.

El único muro, por el momento, es el de contención que México ha tratado de levantar. Ante las impertinencias de Trump, cuando no insultos, el Gobierno de Peña Nieto ha elevado el tono, sin mostrarse en ningún caso disruptivo. El mayor conato de amenaza ha llegado cuando, ante la incertidumbre sobre el futuro del TLC, México ha asegurado que dejaría de colaborar en materia de seguridad y migración, algo que, en la práctica, se antoja complicado. “Ha sido una contención relativa”, considera el excanciller mexicano Jorge Castañeda, para quien aún se puede hacer más. “Videgaray no quiere decir un ‘hasta aquí llegamos’ ni en cooperación ni en otros frentes. Ni mucho menos usar las armas de México para presionar en materia de comercio”, asegura.

La personificación en el actual canciller no es baladí. Luis Videgaray, para muchos no solo el hombre fuerte de Peña Nieto, sino el presidente de facto, sigue siendo la puerta de entrada en la Casa Blanca por su cercanía con Jared Kushner, yerno del presidente. El impulsor de la desastrosa visita a México de Trump durante la campaña electoral capitanea la relación con Estados Unidos desde hace un año, cuando llegó a la cancillería: “Vengo a aprender”, dijo entonces. “Contra lo que muchos piensan, yo sí creo que cumplió y aprendió. Ha cambiado el tono, ha empezado a responder más fuerte”, opina Carlos Bravo Regidor, profesor del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). “Ha acertado en que la forma de ser más efectiva para tratar de mitigar los daños ha sido activar los aliados de México en Estados Unidos. Se da cuenta de que la posibilidad de cabildear directamente a Trump es mínima, porque no es capaz de reconocer a México como un interlocutor válido”, añade Bravo, quien recuerda también la distancia que existe entre la actitud de presidente de Estados Unidos y su embajadora, Roberta Jacobson, comprometida con los problemas de México, especialmente los asesinatos de periodistas.

Más allá de la retórica que México trata de hacer calar, el escenario no es precisamente halagüeño. El número de detenciones de mexicanos ha aumentado casi un 40 % en el último año. De los más de 41,000 arrestados, un tercio no había cometido delito, según cifras oficiales. En materia económica, las dudas sobre el mayor pacto comercial del mundo han disminuido la llegada de capitales extranjeros a México. En octubre y noviembre pasado, cayeron hasta su nivel más bajo desde 2011, según el Instituto de Finanzas Internacionales.

La relación entre ambos países este año estará marcada principalmente por dos asuntos. México se ha dado de bruces con la realidad en la renegociación del TLC. El Gobierno de Peña Nieto confiaba en que las conversaciones, iniciadas durante el verano, iban a fructificar a finales del pasado año. Lejos de eso, el acuerdo da la sensación de ser cada vez más inestable. Trump ha llevado las negociaciones al escenario en el que más cómodo se siente: el de las amenazas, el de los constantes tira y afloja, el que provoca la desesperación de las contrapartes. Es su forma de negociar. Está a punto de llevar a México y a Canadá al borde del abismo. Si se tira o no lo decidirá en el último momento.

El último movimiento de Trump, visto con buenos ojos por Canadá, ha sido especular con que las conversaciones pueden extenderse a después de las presidenciales en México, el 1.º de julio, la gran cita del año. “Una ruptura del TLC antes de las elecciones puede ser demoledor para el PRI”, opina Jorge Castañeda, para quien la sugerencia del mandatario de Estados Unidos de esperar suscita otro interrogante: “¿Hasta cuándo va a poder negociar Peña Nieto algo para México siendo un presidente saliente?”

La sombra de Trump se cierne también sobre la precampaña electoral mexicana, marcada por la corrupción y la inseguridad, y en donde la relación con Estados Unidos apenas ha sido tratada por ninguno de los aspirantes. “Creo que va a influir poco, solo veo posible que apoye a Meade (candidato del PRI), por lo que el beneficiado sería López Obrador”, considera el excanciller Castañeda. “No creo que vaya a tener un interés especial en la campaña mexicana, tiene fuegos más importantes que apagar, dentro y en el resto del mundo”, completa Bravo Regidor, para quien, no obstante, lo que pueda decir Trump sí tendrá un efecto. “Va a obligar a los candidatos a posicionarse, sino a responderle. No va a ser un actor, pero sí una presencia”.

Blanco. Durante el gobierno de Obama, las deportaciones eran aplicadas a gente en caliente, que recién llegaba a EUA. Ahora son, cada vez más, de personas que ya tienen una vida hecha en ese país.

“Yo vivía en Sunnyside, en el estado de Washington”, cuenta Felipe, un tipo alto, tímido, con el pelo al rape. “Llevaba allí dos años, trabajaba en una granja lechera. Un día, por la tarde, cuando iba a trabajar, me pararon. Iba manejando la camioneta de mi hermano. Me pararon y me pidieron mi licencia. Se me hizo raro, porque no iban en carro de Policía. Yo les dije que no tenía licencia. Entonces uno se me acercó y me enseñó una foto de su celular. ¿Conoces a esta persona?, dijeron. ¡Y era yo, era mi foto!”.

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LA HISTORIA DE UNO Y DE MUCHOS

El muro.

A sus 29 años, Felipe Alcaraz ya ha sido soldado, lechero, inspector de urbanismo. Ha cosechado limones y tamarindos, ha construido casas. Ha tenido novias y sufrido penas. Y a ratos, también, ha sido feliz. Pero ahora, Felipe es un deportado, categoría total. Desde su expulsión a México hace semana y media, la negación define su existencia: no puede vivir en Estados Unidos, ni puede ir a la granja a trabajar, ni ver a su hermano, ni ahorrar dólares. No puede, en definitiva, seguir con su vida.

Originario del estado de Colima, en la costa del Pacífico, Felipe encarna el paradigma del migrante en la era Trump. Del migrante deportado. Trabajador, habitante de un estado del interior y sin antecedentes criminales.

De acuerdo con datos de la Secretaría de Gobernación mexicana, las deportaciones disminuyeron en los primeros nueve meses de 2017, los primeros meses del gobierno de Trump. Un 27 % menos que en el mismo periodo del último año del presidente Obama. De 151,460 a 109,842. Sin embargo, han aumentado las expulsiones de migrantes detenidos lejos de la frontera. Si antes lo más habitual eran las deportaciones en caliente, de migrantes que acababan de pasar a EUA, ahora son cada vez más normales casos como el de Felipe.
En el primer año de Gobierno del mandatario también han aumentado las detenciones y las expulsiones de migrantes sin antecedentes. En sus primeros tres meses, los arrestos de migrantes indocumentados sin antecedentes aumentaron el 150 %, de acuerdo con cifras de la Oficina de Fronteras y Migración (ICE por su sigla en inglés).

“Yo vivía en Sunnyside, en el estado de Washington”, cuenta Felipe, un tipo alto, tímido, con el pelo al rape. “Llevaba allí dos años, trabajaba en una granja lechera. Un día, por la tarde, cuando iba a trabajar, me pararon. Iba manejando la camioneta de mi hermano. Me pararon y me pidieron mi licencia. Se me hizo raro, porque no iban en carro de Policía. Yo les dije que no tenía licencia. Entonces uno se me acercó y me enseñó una foto de su celular. ¿Conoces a esta persona?, dijeron. ¡Y era yo, era mi foto!”

Felipe, que asegura que nunca tuvo un problema con la justicia, cree que la sacaron de su Facebook. No se le había ocurrido que “los del ICE” estuvieran buscando a gente como él. Menos que mirasen sus redes sociales. “Nunca me sentí en la lista de Trump”, dice.

Resulta difícil definir los límites de la lista Trump. En los meses que lleva en la Casa Blanca, y antes durante la campaña, el magnate se ha mostrado errático respecto de los objetivos de su política migratoria. ¿Quiere echar a los bad hombres, como llama a criminales y delincuentes; quiere eliminar estatus especiales de protección a migrantes como el DACA, que protege a los “soñadores” o el TPS, que hace lo propio con los salvadoreños? ¿Le da todo igual siempre que se construya el muro en la frontera con México?, Eunice Rendón, mexicana experta en migración, resumía la situación hace unas semanas en las páginas de la revista Nexos: “Bajo la administración del presidente Obama, las prioridades y categorías para la deportación eran diferentes, incluían a aquellos con antecedentes criminales graves o a todo aquel considerado un peligro para la seguridad del país. Hoy todos son prioridad”.

De acuerdo con esa idea, Oliverto Pérez, chiapaneco de 35 años, 1. 60 de estatura y 65 kilos, se había convertido en una prioridad con patas. Vivía en Pittsburg desde hacía siete años. Había trabajado de todo: albañil, lavaplatos, pinche de cocina. Su último empleo había sido de ayudante en un restaurante coreano. Luego lo dejó, no se llevaba bien con el encargado. Un día, cuenta, iba caminando por la calle, “una colonia de güeros” y le abordaron los agentes del ICE. “Me llevaron a la cárcel del condado”. De ahí lo mandaron a otra y luego, por último, a una “más grande, pero solo de deportados. Ahí ya decides si quieres pelear o no. Pero yo no”. Y lo mandaron de vuelta a México.

Eso fue en diciembre y ahora trabaja lavando platos en un restaurante de Ciudad de México. “Aquí es una batalla sacar la grasa”, dice, comparando sus manos con los lavaplatos que manejaba en el país vecino. Y aunque hable de platos sucios, parece que lo hace de sí mismo, de lo difícil que parece todo ahora, a los 35 años, deportado. “Yo ya soy viejo”, murmura.
Cada lunes, martes y miércoles, a eso del mediodía, el avión de los deportados aterriza en Ciudad de México. Decenas de migrantes aparecen con lo puesto, sin maletas, ni regalos, ni nada que indique que su viaje es normal, deseado, un viaje de vacaciones, de turismo, una visita a los papás. En las manos traen una bolsa de plástico de cierre hermético. Dentro guardan un jugo, una botella de agua y un sándwich de jamón. Algunos, cuando salen, se van corriendo a comer, otros van a comprar un boleto de avión para su ciudad. Algunos, como Felipe y Oliverto, buscan asilo en la capital y se quedan unos días. O se quedan, simplemente, sin saber por cuánto tiempo. Una inercia.

El futuro se antoja una cuesta para ellos. Felipe podría volver a Colima, pero ¿a qué? Dice que salió hace años por la violencia. Llegó un punto en que los criminales imponían el toque de queda. ¿Volver? En el caso de Oliverto no es tanto la violencia como la pobreza sempiterna del campo chiapaneco. “Hay gente que planta café y le va bien, pero yo no tengo. Antes cultivaba maíz y frijol, pero la tierra se hizo mala por los pesticidas”, zanja.

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