Árbol de fuego

Macondo en El Salvador

Y así sigue siendo en muchos de nuestros pueblos, cuando un extraño llega a preguntar sobre cualquier tema, siempre lo llevan donde un viejo.

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Periodista y comunicador institucional

Embriagado por la nostalgia, él me hizo una pregunta que, en ese momento, parecía de ciencia ficción. Me dijo si alguna vez había visto a los gitanos. Abrió bien los ojos y se inclinó un poco para esperar mi respuesta. Le dije que no. Nunca. Entonces, él se volvió a acomodar en su silla y aseguró que si hubiera una cosa en este mundo que le gustaría volver a ver sería a los gitanos. Eran altos, de tez muy blanca y solo hablaban un idioma que para él era indescifrable. Llegaban al poblado de Ereguayquín, en Usulután, y armaban su campamento. Después de unos días lo desarmaban y se largaban. Pasaron los años, la guerra, los celulares, tantas cosas, y él seguía pensando en los gitanos. Al menos esa tarde lluviosa de 2012 pensaba en ellos. Como José Arcadio Buendía, que nunca perdió la esperanza que Melquiades regresara a Macondo a pesar de que pasó años sin retornar al poblado.

Fue la primera vez que parecía encontrarme con un personaje de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (que el 6 de marzo cumpliría 92 años de su natalicio), en pleno reporteo. Tampoco sería la última. El mismo autor aseguró que perfiló a muchos de sus personajes inspirado en las pláticas que de niño tenía con sus abuelos. Un mundo donde –contrario a la actualidad– se escuchaba más antes de opinar. Y así sigue siendo en muchos de nuestros pueblos, cuando un extraño llega a preguntar sobre cualquier tema, siempre lo llevan donde un viejo. Como cuando Álvaro buscó al Tata Higinio en la obra «Pobrecito poeta que era yo», de Roque Dalton. Solo para recordar «las dos mil y dos historias de los hijos de la noche» de la boca de aquel viejito sabio que bajaba del Ilamatepec y que sabía del uso de la yerba de toro, de la flor de infundia, de la ipecacuana, del anís del monte y muchas otras hierbas medicinales.

Lo mismo me ocurrió en Metapán en 2014 –por los días en los que se anunciaba el fallecimiento del escritor colombiano–. Buscando la historia de los obrajes de hierro de la época colonial, llegué al cantón de San Miguel Ingenio, que también tiene algo del Macondo de García Márquez. Fundado por los españoles, el asentamiento pasó más de 100 años abandonado en las montañas hasta que, en 1934, se inauguró un beneficio de café y una fábrica de hielo. Ahí, el octogenario Eliseo Leal tuvo una niñez marcada por ello. Como cuando el coronel Aureliano Buendía recordó la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. La vivienda de Leal estaba empotrada en un bordo sobre el antiguo ingenio de hierro.

Ese mismo 2014 en Tejutepeque, Cabañas, Santiago Raful me habló sobre su padre, un buhonero árabe que viajaba de pueblo en pueblo hasta que se encontró con su mamá y se estableció en ese pueblo. Ella murió al dar a luz y el palestino se quedaría regentando un almacén frente al parque central del poblado. Viviendo con aquella pena bajo el calor sofocante y refunfuñando palabras en árabe. Algo así como los moros que llegaron a darle vida al asentamiento inventado por los Buendía y un puñado de familias más. Un génesis tan parecido al de tantos otros pueblos en el país, y donde sobran las historias que parecen mezclar la fantasía con la realidad.

En 2017, en un colegio tecleño, me topé con un mural en honor del escritor colombiano. Era el mes de marzo. Estaba decorado con flores y mariposas amarillas. La promoción 2014 de ese colegio fue la autora del mural. «Lo único que me duele de morir es que no sea de amor» fue la frase que eligieron para encabezarlo. También dibujaron un listón con la inscripción de Macondo, aquel pueblo del realismo mágico que parece tan cercano a El Salvador. Recordé al viejo de Ereguayquín y su añoranza de los gitanos. Mi abuela decía que uno no tiene que peinarse de noche porque se vuelve desmemoriado. Pero supongo que hay cosas en la vida que, a pesar de todo, nunca se pueden olvidar.

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