Los niños como víctimas del fuego cruzado

En Río de Janeiro hay hasta tres balaceras al día. Los enfrentamientos entre la policía y los delincuentes no solo han dejado víctimas entre sus bandos, las balas perdidas también han encontrado destino en varios niños que nada tenían que ver con sucesos violentos, en sus casas, en parques y hasta en la escuela. Ahí los ha alcanzado la desgracia.

Fotografías de AP
Cerca. En la favela Mangueira o en Mare, los niños están habituados a observar casquillos y charcos de sangre que dejan las frecuentes balaceras.

Una bala atravesó la columna de un feto cuando aún estaba en el útero. Una niña de dos años recibió un disparo en la cabeza mientras jugaba en un restaurante. Tres balas perdidas alcanzaron a una niña de 13 años durante una clase de educación física en la escuela.

Río de Janeiro, que hace apenas un año copaba titulares en todo el mundo por ser la sede de los Juegos Olímpicos, siempre ha luchado contra la delincuencia. Pero en medio de una crisis económica que ha exacerbado los profundos problemas de desigualdad en todo el país, esta ciudad famosa tanto por sus glamurosas playas como por sus extensas favelas está experimentando la peor ola de violencia en una década.

Con un promedio estimado de 15 balaceras por día entre la policía y las bandas fuertemente armadas que controlan grandes zonas de la ciudad, cientos de civiles murieron o resultaron heridos en el fuego cruzado. Entre ellos hay cada vez más niños, muchos fallecidos este año por balas que tenían otros destinatarios.
En julio, el gobierno federal movilizó a más de 8,500 soldados para intentar erradicar la delincuencia en los vecindarios más duros de Río. Pero por el momento no han conseguido detener el derramamiento de sangre.

A continuación, la historia de seis niños que murieron este año sin otro motivo que el estar en el lugar erróneo en el momento equivocado.

21 de enero: no hay lugar seguro

Como policía en Río, donde más de un centenar de compañeros murieron este año, Felipe Fernandes siempre supo que arriesgaba su vida a diario en su trabajo, pero nunca imaginó que su hija de dos años, Sofía Lara Braga, podría convertirse en una víctima.

Mientras la familia cenaba a primera hora de la noche en un restaurante del norte de la ciudad, Sofía se entretenía en la zona de juegos. De pronto, en el exterior comenzó una balacera.

Todo el mundo regresaba de la zona de juegos, pero ella no, recuerda Fernandes.

Se dio cuenta de que Sofía estaba inmóvil en lo alto del parque de juegos y rompió la red de protección para llegar hasta ella. Una bala perdida había alcanzado a su pequeña en la cabeza. La mató al instante.

Los investigadores no han determinado todavía si la bala fue disparada por los delincuentes o por los policías que perseguían un auto robado cuando ocurrió el tiroteo.

Fernandes y su esposa, Herica Braga, se mudaron de casa con la esperanza de que sus dolorosos recuerdos quedaran atrás, pero Braga se aferra a las pertenencias de Sofía. En su nueva vivienda hay una habitación dedicada a la niña, con sus muñecas, sus osos de felpa y su ropa.

“Vivo con la ilusión de que igual algún día mi hija pueda regresar a casa”, dice Braga con las lágrimas rodando por las mejillas.

Mientras la familia cenaba a primera hora de la noche en un restaurante del norte de la ciudad, Sofía se entretenía en la zona de juegos. De pronto, en el exterior comenzó una balacera. Todo el mundo regresaba de la zona de juegos, pero ella no, recuerda Fernandes. Se dio cuenta de que Sofía estaba inmóvil en lo alto del parque de juegos y rompió la red de protección para llegar hasta ella.

15 de febrero: jugar al aire libre

El miedo plasmado en el rostro. Un niño llora aterrado ante un enfrentamiento entre los cuerpos de seguridad y delincuentes.

Las clases en la escuela de Fernanda Caparica, en la favela Mare, se habían cancelado esa mañana por una balacera entre bandas rivales, algo muy habitual en Río.

Thayana Caparica, de 23 años, llevó a su hija a casa y ordenó a Fernanda, de siete años, y a sus dos hermanos que no salieran.

Pero por la tarde Fernanda estaba cada vez más impaciente y quería salir a jugar. Seguía insistiendo. Finalmente, Caparica la dejó ir a la casa de una amiga.
Alrededor de las 7 de la noche, Caparica escuchó disparos y llamó inmediatamente a la madre de la amiga, quien le dijo que estaban jugando en la terraza. Momentos más tarde se enteró de que Fernanda había recibido un disparo en la cara. La pequeña falleció en el hospital.

Con el corazón roto, Caparica y sus hijos viven ahora con el miedo constante a nuevos tiroteos. Su hijo mayor está especialmente afectado.
“Cada vez que hay fuego cruzado, me dice ‘Mamá, no quiero morir como mi hermana’”, dijo Caparica.

30 de marzo: asesinada en la escuela

María Eduarda Alves da Conceicao, de 13 años, se había alejado de su clase de educación física en una cancha de baloncesto al aire libre hacia la entrada de su escuela cuando fue alcanza por tres balas. Fueron disparadas por agentes de Policía que perseguían a sospechosos armados cerca de la favela de Acari, en el norte de Río.
“Vieron que era una escuela y siguieron disparando”, dice Rosilene Alves Ferreira, la madre de la joven. “Se realizaron más de 60 disparos”.
Un agente fue acusado de homicidio involuntario.

La escuela está llena de recordatorios de la adolescente de pelo rizado que soñaba con convertirse en jugadora de baloncesto o azafata. En el muro exterior, los agujeros de las balas han sido cubiertos con corazones rojos. La cara sonriente de María está retratada en un mural gigante frente a la entrada del centro, y en la pista de baloncesto aparece con alas de ángel y tomándose una selfie.

Tras su fallecimiento, el jefe de Seguridad de Río prometió revisar los protocolos policiales para actuar cerca de las escuelas. El alcalde se comprometió a levantar muros a prueba de balas alrededor de centros públicos en zonas peligrosas. Ninguno de esos cambios se han materializado aún.

26 de abril: un charco carmesí

Vecina. Niños curiosean entre los casquillos que dejó la reciente balacera en la favela Magueira. Crecen con la violencia como paisaje.

Todas las noches antes de acostarse, Tereza Farias mira las imágenes tomadas por los celulares de quienes vieron el delgado cuerpo de su hijo tendido sobre su propia sangre.
Felipe Farias, de 16 años, murió en Alemao cuando regresaba de una protesta por la muerte de un joven de 13 años también por disparos.

Fue la cuarta persona que moría en el deprimido vecindario esa semana. La pared del estrecho callejón en el que sucedió todo sigue marcada con agujeros de bala del tamaño de un tapón de botella.

Varios testigos reportaron que el letal disparo salió del arma de un policía, pero los investigadores le dijeron a Farias que no acudirían a la escena del crimen por miedo a ser atacados por miembros de bandas.

“El investigador me dijo que si venía aquí, sería como firmar su sentencia de muerte”, dice Farias.
Felipe esperaba unirse al Ejército al cumplir los 18, siguiendo los pasos de sus dos hermanos mayores y su tío.
“Yo solía decirle no te preocupes, tu momento llegará”, recuerda Farias. “Pero su momento nunca llegó”, agrega.

30 de junio: baleado en el vientre materno

Claudineia dos Santos Melo, embarazada de casi nueve meses, había terminado unos recados en un supermercado de una favela en ciudad de Duque de Caxias, en la zona metropolitana de Río, cuando vio un coche de la Policía avanzando en su dirección.

Tuvo la sensación de que en cualquier momento podría estallar un tiroteo. Pero antes de poder ponerse a cubierto, ya había recibido un disparo.

“Pensé en él inmediatamente porque me dolía mucho la barriga”, dijo Melo, refiriéndose a su hijo no nato, durante una entrevista con Globo TV días después.

Melo fue trasladada al hospital, donde le practicaron una cesárea. La bala había alcanzado sus pulmones y la columna vertebral del bebé.
Pudo conocer a su hijo, al que llamó Arthur, una semana después en la unidad de cuidados intensivos. Tras ser operado de la columna, Arthur parecía estar recuperándose. Los doctores lo llamaban “bebé milagro”. Pero murió por una hemorragia el 30 de julio, justo un mes después de la balacera.
En el funeral, lo único que podía oírse eran las cámaras de los periodistas mientras el padre de Arthur cargaba en silencio el diminuto ataúd blanco.

4 de julio: un cateo se vuelve letal

Agentes de la Policía irrumpieron en la casa de Vanessa dos Santos, de 10 años, en la favela de Lins, supuestamente buscando a un sospechoso. Pero la niña era la única persona en el interior.

Desde la vivienda de al lado, la vecina y madrina de Vanessa le gritó para advertirle que saliese de inmediato. Mientras la pequeña se agachó para tomar sus chancletas, una bala de gran calibre alcanzó su cabeza. Murió en el umbral de la casa.

“La primera cosa que dijo (la policía) es que fue una bala perdida”, dijo su padre, Leandro Matos, visiblemente enojado por el tratamiento que estaba recibiendo el caso. “No lo fue. Empezaron a disparar adentro de la residencia”.

A día de hoy, la Policía no ha atribuido oficialmente a nadie la responsabilidad por lo sucedido.
Como los familiares de algunas otras víctimas, la madre y dos hermanos mayores de Vanessa dejaron la vivienda ante la imagen de los agujeros que quedaron en las paredes amarillas de la sala de estar.

“Solía imaginar las cosas malas que podrían pasar, como que un coche atropellara a mis hijos”, dice Matos, que había abandonado la casa familiar años antes tras divorciarse de la madre de Vanessa. “Pero ahora estoy neurótico, todo me asusta”, agrega.

Impunidad. Las investigaciones para determinar de dónde provino la bala asesina de estos cuatro menores de edad es lenta o simplemente está encarpetada.
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