Gabinete Caligari

Los caminantes

La gente está harta. No solo de no encontrar trabajo, de ser extorsionada y asesinada por las pandillas y de sentirse defraudada por las instituciones estatales, sino también por no ser escuchada.

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Escribo esta columna justo el domingo en que una caravana de compatriotas emprende caminata hacia la frontera con Guatemala. Se sumarán al camino que ya emprendieron miles de hondureños en semanas recientes. El viaje al Norte en busca de otra vida, porque la que aquí nos toca no es realmente vida.

Por aquí pasaron los caminantes. A la orilla de la Panamericana. Eran muchos. Cientos. De todas las edades. Con todo tipo de equipaje. Carritos para niños, muñecos, pichingas de agua, toallas, cachuchas, mochilas, bolsas plásticas. Hombres y mujeres, niños y adolescentes, personas mayores, algunos en silla de ruedas, con bastón o con muletas.

Hay que estar muy desesperado para pensar que se va a llegar desde San Salvador hasta Estados Unidos en silla de ruedas o caminando con un bebé de meses o caminar tanta distancia a los setenta y pico de años. Muy desesperado. Quien se acerca a escuchar sus historias, escuchará lo mismo, repetido hasta el cansancio: no hay trabajo, no hay oportunidades, la violencia nos agobia, la extorsión de las maras es impagable, o nos hacemos de la mara o nos matan, nos sacaron de nuestra casa, perdimos la cosecha, no tenemos nada.

Es inevitable ver en ello un gesto de desesperación. Un poderoso grito de protesta y disconformidad contra los gobiernos del Triángulo Norte de Centroamérica. Un grito en contra de un sistema que, a pesar de guerras y gobiernos con retórica conciliatoria pero falaz, no hace nada para lograr que la desigualdad social sea reducida. Un grito contra una sociedad que critica desde su sofá pero que no se moviliza para reclamar sus derechos ni para protestar frente a tanta porquería que vemos ocurrir porque lo único que le preocupa es su propia satisfacción.

Mientras políticos corruptos hicieron fiesta con los fondos públicos, estos caminantes, esos mismos que hoy se van, no tuvieron para comer o para comprar una medicina, vieron sus casas caerse en pedazos con las primeras tormentas, vieron a sus hijas violadas o a sus hijos asesinados por la violencia de las pandillas, vieron perdidas sus cosechas por las sequías. Mientras los corruptos negociaron y lograron una pena mínima y la no devolución de millones de dólares saqueados de nuestro erario, los que robaron una gallina o un canasto de jocotes fueron refundidos en la cárcel con penas máximas y sin derecho a negociación alguna, como si se tratara de criminales altamente peligrosos.

Es contradictorio que los informes y números de gobierno emitan cifras triunfales de creación de empleos y a la baja en violencia, mientras miles de salvadoreños tienen como única expectativa de futuro largarse del país. Pese a los riesgos. Pese a que muchos se endeudan y prácticamente se esclavizan para poder pagar un coyote.

Estas caravanas de migrantes dicen mucho de nuestro fracaso como país, de cómo esta nación es incapaz de garantizarle una vida digna a todos los sectores de la población, en particular a los menos favorecidos; de cómo nuestros gobiernos han sido incapaces de trascender lo estrictamente partidario y trabajar por el bien común; de cómo las instituciones públicas no han sido capaces de ofrecer respuestas ni alternativas concretas, estables o dignas a problemas que, desde hace décadas, solo reciben tratamientos cosméticos pero que no llegan a la raíz, ahí donde deben atacarse, ahí donde deben solucionarse.

Esto debería calar hondo en la clase política salvadoreña. La caravana de migrantes debería hacerlos tomar consciencia de que no basta con tirar migajas, mentiras y placebos a la gente. No es suficiente prometer cientos de empleos cuando los salarios son menores que el mínimo establecido, que, por cierto, no alcanza para cubrir una canasta básica. No basta enfocar todo el esfuerzo del gobierno solamente en la juventud, porque en este país también vivimos personas de diferentes edades que necesitamos trabajar hasta la muerte, venga a la edad que venga, porque no hay un sistema público de salud ni de pensiones que vele por la ciudadanía adulta. Nuestros problemas son económicos y de falta de empleo, sí, pero también están cruzados por múltiples formas de violencia, colectivas o individuales, públicas y privadas, que afectan nuestra calidad de vida y también nuestra salud mental y emocional.

Este flujo incontenible de nuestra gente saliendo del país debe parar. Es natural pensar en quedarse, en hacer vida en su tierra, en dedicarse a sus cosas, en salir adelante. Pero también es natural decidir irse si el entorno es hostil y si pasa el tiempo sin mejoría alguna de su situación o problemas. No hay argumentos para pedir que se queden cuando aquí no encuentran lo que necesitan para continuar con sus vidas.

La gente está harta. No solo de no encontrar trabajo, de ser extorsionada y asesinada por las pandillas y de sentirse defraudada por las instituciones estatales, sino también por no ser escuchada, porque sus dificultades no son reconocidas en su gravedad y porque por más que se haga y se diga, las soluciones nunca llegan.

Cuando estos caminantes ya no contaron con nadie, cuando reconocieron que lo único que podían hacer era buscar soluciones propias, se echaron al camino, como los miles de hondureños que también salieron en caravana, como miles de africanos, como miles de asiáticos, como miles de personas de todas partes que buscan una vida digna y una forma de brindársela a los suyos. ¿Acaso es demasiado pedir? ¿No es lo mínimo que merecemos todos?

El país se desangra en ríos de gente que se va todos los días. En avión o en bus, y ahora hasta en caravanas. Son cientos. Lo que está ocurriendo casi no sorprende. Por algún lado tenía que explotar la insatisfacción pública. Estas personas que marcharon en la caravana hacia el norte no tienen ni la paciencia ni el tiempo ni la ilusión de esperar un nuevo gobierno para ver si les cambia la suerte.

Ya no más. Ya no pueden esperar más. Para muchos es, literalmente, un asunto de vida o muerte.

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