Meridiano 89 Oeste

Mientras leo “Moronga” de Horacio Castellanos Moya…

En un libro como “Moronga” no hay un compromiso de Moya para contar “la verdad” sobre la vida y muerte de Roque Dalton, pero es claro que la literatura tiene un papel importante en la constitución de la memoria.

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Investigadora y escritora radicada entre Madison, Wisconsin, y San Salvador

He esperado con ansias “Moronga” (Random House, 2018), el nuevo libro de Horacio Castellanos Moya. Aprovecho para compartir unas primeras impresiones del texto y otras reflexiones generales que tengo en mente mientras leo.

Primero que todo, “Moronga” es un texto de ficción que interviene en el debate sobre la reciente historia salvadoreña y específicamente trata el caso del poeta revolucionario Roque Dalton. El protagonista es José Zeledón, un salvadoreño que vive atormentado por sus recuerdos de la guerra más reciente en El Salvador. José Zeledón nos transmite la perspectiva de una diáspora ya más permanente con 10 años más de distancia a la que había construido Horacio Castellanos Moya con el protagonista infame Edgardo Vega en “El asco” (Tusquets, 2007). José Zeledón es más gringo, es decir que se mueve ya con más facilidad en la cultura estadounidense, pasa por comedores y nos comunica sus olores y matices, mira la serie de drama “Breaking Bad” y frecuenta los Walmart, Walgreens y Chipotle. Su vida en El Salvador es una memoria fragmentada esquizofrénica con poco que ver con la vida que lleva en Estados Unidos. José trabaja de conductor de un autobús escolar, de taxista y en una universidad en Estados Unidos gracias al estatus de protección temporal (TPS). En las primeras páginas del libro José deja atrás Texas y traza una ruta de mapa desde Dallas hacia Wisconsin por la autopista 30 y luego por la autopista 55, que lo lleva por ciudades como Dallas, Mt. Pleasant, Little Rock, Texarkana y Saint Louis. Llega al estado de Wisconsin, donde la acción de la novela se concentra en Merlow City, un pueblo ficticio a 45 minutos de la capital de Wisconsin. Ahí Zeledón conoce a un profesor que investiga en los archivos de la CIA para esclarecer los detalles de la muerte de Roque Dalton.

Este texto se suma al creciente cuerpo de literatura que trata la memoria de la guerra más reciente en el país, como son “El perro en la niebla” (2007) de Róger Lindo; “La casa de Moravia” (Alfaguara, 2017) y “Camino de hormigas” (Alfaguara, 2014) de Miguel Huezo Mixco; y “Noviembre” (Planeta México, 2015), la novela de Jorge Galán. Antes de eso lo que había más que nada en cuanto a textos sobre la memoria eran testimonios como “Nunca estuve sola” (UCA, 1988), el testimonio de Nidia Díaz, y “Las cárceles clandestinas” de Ana Guadalupe Martínez (UCA, 1992). El crítico John Beverley propone una definición del testimonio como un texto del tamaño de una novela sobre una experiencia vivida contada en la primera persona por una persona que enuncia desde los márgenes de la literatura; una mujer, una persona indígena, un loco, un pobre, etc. Es un texto subjetivo pero que casi siempre se le ha otorgado el peso y la autoridad de “contar la verdad”. El testimonio se convierte en un género en 1960 y se relaciona con los movimientos de liberación nacional y con la izquierda como una literatura de resistencia. En El Salvador quizás el testimonio más destacado es “Miguel Mármol” (1972) por Roque Dalton sobre los acontecimientos de 1932. Ahí se representa “la verdad” de los grupos que montaron la insurgencia; “Miguel Mármol” evoca una polifonía de voces ausentes. Sin embargo, el testimonio siempre ha sido un género altamente subjetivo; en el mismo prólogo del testimonio de “Miguel Mármol”, Roque Dalton aclara que este proyecto no tiene un compromiso con representar la realidad, sino con transformarla. De modo que el punto clave que diferencia el testimonio de la ficción es la posición privilegiada del testimonio para establecer “la verdad” sin abrirse a mayor reflexión crítica.
En un libro como “Moronga” no hay un compromiso de Moya para contar “la verdad” sobre la vida y muerte de Roque Dalton, pero es claro que la literatura tiene un papel importante en la constitución de la memoria. En cierto sentido, la ficción puede ser una manera más honesta y ética de tratar al pasado porque no pretende ser más que una versión subjetiva de lo que pasó. Este creciente cuerpo de literatura nacional nos abre vías para imaginar el pasado, sus acontecimientos, conflictos y traumas sin el cargo de representar “la verdad”. El propósito del lector al leer no es saber lo que pasó, pero quizá sí poder imaginar y entenderlo mejor.

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