La voz nicaragüense en El Salvador

Dos fechas han marcado la historia reciente de Nicaragua: 18 y 19 de abril de 2018. Significan el punto de partida de protestas, represión, muertes y desapariciones. La Comisión Permanente de Derechos Humanos (CPDH) declaró que 63 personas murieron y 15 han desaparecido. Los nicaragüenses residentes en el extranjero también se han manifestado. El Salvador no ha sido la excepción.

Fotografías de José Cardona, Éricka Chávez, Franklin Zelaya y archivo
Protestas
Protestas

Una manera de entender el presente es echando un vistazo al pasado. Lo sostiene Luis Sepúlveda, escritor y periodista chileno. Lo refuerzan Diana Domínguez y Diego Mendoza, nicaragüenses residentes en El Salvador. La historia se repite 40 años después de la revolución sandinista. El considerado como uno de los países más seguros de la región, con una tasa de homicidios de siete por cada 100,000 habitantes, vive una crisis política que ha cobrado decenas de vidas. Esta vez, los papeles se han invertido. En Managua, Masaya, Granada o León, la población se toma las calles y va en contra del Frente Sandinista para la Liberación Nacional. A más de 400 kilómetros de distancia, en El Salvador, Nicaragua también se vive con angustia.

Hasta el momento, no hay una cifra oficial que aclare cuántos nicaragüenses residen de forma legal en El Salvador. Sin embargo, en la Encuesta de Caracterización de Migrantes Nicaragüenses con Arraigo en el Oriente de El Salvador (2012), elaborada por la Dirección Nacional de Estadística y Censos (DIGESTYC), se determinó, tomando como base el último Censo de Población y Vivienda (2007), que la población nicaragüense en el país ascendía a 6,958 habitantes. De esos, 52.7 % eran hombres y 47.2 % mujeres, con un 75.9 % en el área urbana y un 24.0 % en la zona rural.

Las estadísticas pueden variar. Lo que por ahora uniforma el ánimo de los entrevistados es el sentimiento que mezcla miedo, repudio, indignación, coraje y orgullo de llevar la sangre nica en sus venas. Al menos, eso aseguran. Esta es la historia, voz y testimonio de algunos de ellos, quienes desde lejos ven lo que ocurre en su tierra natal.
La cita con Diana Domínguez es bajo el suave sol de una tarde en Antiguo Cuscatlán, La Libertad. Ella es nicaragüense, tiene 40 años y es originaria de León, ciudad en el oeste de Nicaragua. Se sienta con cuidado en las bancas de un centro comercial, a pocas cuadras de su residencia, a la que describe como una burbuja, apartada de la realidad. Las primeras palabras que salen de su boca son para quejarse de los problemas que tuvo hace unos días en el Aeropuerto Internacional Augusto Sandino al tomar un vuelo con destino hacia El Salvador. De hecho, todavía carga con su pasaporte y residencia. También con el dolor y repudio a lo que denomina el “régimen dictatorial de la pareja Ortega-Murillo”. Reconoce ser sandinista, pero no orteguista.

Domínguez ha vivido 17 años en el extranjero. La mayoría del tiempo en Europa. Vino a El Salvador en agosto de 2017. Forma parte de una generación nica que sufrió los embates de la guerra en los años ochenta. Sus padres, como muchos, trabajaron en el gobierno sandinista que vino tras esta, en donde, según ella, se soñaba con construir un mundo mejor. Dieron la vida para ello. Es una herida que no estaba bien sanada y que se ha reabierto con los últimos sucesos, pero también es para ella un proceso que reivindicó mucho a la mujer. “La mujer nicaragüense es brava, de temple, que lucha al lado del hombre. Si vos te fijás, las líderes de los movimientos estudiantiles son mujeres”, explica.

Ella es una de esas mujeres. Su mirada es profunda y habla con propiedad. Ahora está en tierra ajena, pero tanto el 28 de abril como el 9 de mayo participó en la Marcha por la Justicia y Democratización de Nicaragua. Estando ahí, se dio cuenta de que había en todo ese ambiente un aire de futuro, de esperanza, de unidad.
“El pobre caminó al lado del rico, por primera vez la bota de hule del campesino que carga un machete se unió con el zapato de marca de una persona que tiene mucha plata”, describe.

Y la compara con la entrada de 1979 en Managua. Es decir, cuando los campesinos y guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) confluyeron, en el inicio de la revolución, unidos bajo un solo objetivo: derrocar a Anastasio Somoza. Esta fue una de las primeras impresiones que tuvo Domínguez después de haber presenciado las marchas.

El origen de ellas es la gota que derramó el vaso. En primer lugar están las reformas al Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS). Uno de sus puntos era –según la publicación del Gobierno en La Gaceta, diario oficial– la deducción del 5 % de las pensiones. Decisión anunciada el 16 de abril, publicada dos días después en el diario oficial y revocada el 22. Sin embargo, fue demasiado tarde. El caos ya había iniciado.

“¿Vos te imaginás para un adulto mayor, que recibe una pensión mísera, todavía tener que dejar 5 % más sobre lo que recibe porque el INSS se fue a la quiebra gracias a un mal manejo de fondos?”, expresa Domínguez. De su cartera extrae una serie de papeles con datos. En uno de ellos se menciona que cuando Ortega recibió el INSS en 2007, había un superávit de más de 1,000 millones de córdobas ($31 millones). A partir de 2013, este comenzó a estar en números rojos. De hecho, según publicó el Banco Central de Nicaragua (BCR), de 2013 a 2015, esta entidad tuvo su peor déficit económico en los últimos 16 años.

No obstante, la reforma no fue lo único que exacerbó los ánimos nicas. También el incendio (por supuestas causas naturales) de la Reserva Biológica Indio Maíz, a inicios de abril, que quemó, según informes oficiales del Gobierno, más de 4,500 hectáreas de bosque.

Se trata de una de las reservas tropicales más importantes de Centroamérica, de acuerdo con organizaciones medioambientales. Incluso se habló de la catástrofe ecológica más dramática que Nicaragua haya experimentado. Sin embargo, la ayuda internacional de Costa Rica, país vecino, fue rechazada: 40 bomberos y 10 vehículos. El Gobierno optó por reforzar la zona con soldados del ejército y con un helicóptero cisterna de la Fuerza Aérea Mexicana, según informaron los medios nicaragüenses.

Todos los asesinatos que ocurrieron fueron de jóvenes por balazos certeros en la cabeza, en el cuello y en el pecho, relata Diana Domínguez. “Lo que queremos es que la dictadura de Ortega-Murillo se vaya del país y estamos dispuestos, como nicaragüenses, a que se hagan unas elecciones limpias, porque lo que queremos es un proceso de transición pacífico. Esos hijos no se los devolverá nadie a sus madres. Nadie devolverá esos padres a los niños que quedaron en la orfandad’’.

“Es casi imposible que el incendio se haya generado de forma espontánea, ese fue un incendio creado, de eso estamos seguros”, manifiesta Domínguez.
El 18 de abril comenzaron las protestas. Los estudiantes se atrincheraron en las universidades (UPOLI, UNA, UNI y UCA). El resto es historia. En opinión de Diana Domínguez, la orden que dio el Gobierno a través de la Policía fue matar, no herir ni dispersar. Sesenta y tres muertes han sido, hasta el cierre de esta nota, el resultado a lamentar.
Todos los asesinatos que ocurrieron fueron de jóvenes por balazos certeros en la cabeza, en el cuello y en el pecho, relata Domínguez. “Lo que queremos es que la dictadura de Ortega-Murillo se vaya del país y estamos dispuestos, como nicaragüenses, a que se hagan unas elecciones limpias, porque lo que queremos es un proceso de transición pacífico. Esos hijos no se los devolverá nadie a sus madres. Nadie devolverá esos padres a los niños que quedaron en la orfandad. Nadie va a restituir el dolor que tenemos de que se está repitiendo la misma historia de hace 40 años… cuando había un dictador, Somoza”.

***

EL SENTIMIENTO DETRÁS de las palabras de Domínguez es compartido por Diego Mendoza, nicaragüense de 19 años. Para él, lo ocurrido en su país es un malestar acumulado de muchos años, donde el problema no solo fue la reforma al INSS, sino la reelección de Ortega en 2016 y la decisión de colocar a la primera dama, Rosario Murillo, como vicepresidenta. La misma que llamó “grupos minúsculos, almas pequeñas, tóxicas y llenas de odio” a los manifestantes.

Miedo. Como algunos nicaragüenses, Diego Mendoza prefiere ocultar su rostro. La razón: el temor al régimen.

Diego Mendoza vive en El Salvador desde 2010. Cuando estalló la crisis en Nicaragua, el 18 y 19 de abril, fueron momentos muy difíciles en su hogar. Él se quedó con la sensación de estar con los brazos cruzados. Sus padres, llenos de incertidumbre.
El resto de su familia está distribuida en Managua. Unos viven en la parte norte, otros en el centro. En los días de la efervescencia, fue necesario hacer llamadas telefónicas para saber, con mayor exactitud, lo que pasaba o estaba por ocurrir. Junto a las llamadas se acrecentaba el deseo de estar con los suyos. Aquí o allá.

“Mis primos me decían: ‘Sí, las cosas están feas’. ‘¿Dónde están?’, pregunté yo. ‘Estamos en la marcha’, respondieron. ‘¿Quieren que me preocupe más?’, dije. ¿Es que no nos podíamos quedar con los brazos cruzados. No nos podíamos quedar en la casa’, me contestaron”, comenta.

Mientras en Nicaragua cada muerte encendía más la llama del universitario, en la casa de Mendoza se empezaba a escuchar música de los años ochenta, es decir, de la revolución sandinista. Música que habla sobre una población unificada y llena de esperanza: “Nicaragua, nicaragüita, yo sé que te veré un día libre y por eso te quiero más”.
“Lloré, son cosas que te dan sentimiento, te remarcan que venís de un pueblo luchador, quizá no el más rico de Centroamérica, pero sí uno que ha librado grandes batallas”, menciona Mendoza.

—Hombre, si estuviéramos allá, yo al menos al paro hubiera ido –afirma su madre.
—Hombre, yo quizá ni al paro, sino a las marchas universitarias –responde él.

En una de esas marchas murió Álvaro Conrado, de 15 años. Era estudiante de cuarto año del Instituto Loyola. Según medios internacionales, se trata de la víctima más joven en las protestas. De acuerdo con el acta de defunción emitida por el Hospital Bautista de Managua, un disparo de arma de fuego le provocó lesiones en la tráquea y el esófago. Los daños fueron irreversibles.

“Su pecado fue llevarle agua a los estudiantes en las protestas del 20 de abril”, expresa Mendoza, quien, de igual forma, destaca el papel que han jugado las redes sociales para convocar e informar de lo sucedido en las manifestaciones. Gracias a ello, se ha enterado de todo. No confía en los medios de comunicación porque en su mayoría son controlados por Ortega.

Un reportaje del medio digital Onda Local reveló que ocho de los nueve canales en televisión abierta que existen en Nicaragua son controlados por la familia Ortega-Murillo, así como la dirección del sistema informativo de Canal 2.
“¿Cómo en dos días se pudo arruinar lo que le costó tanto al gobierno de Daniel Ortega?”, se cuestiona Mendoza. Por unos cuantos segundos guarda un profundo silencio. Luego se vuelve a soltar. No cree que la situación en Nicaragua se normalice al 100 %, mucho menos que el Frente Sandinista vuelva a ganar otro período presidencial.
“Después de las muertes y violaciones a los derechos humanos, la comunidad universitaria será un factor clave para que el Frente Sandinista no vuelva a ganar”, vaticina.

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Dividida. Tamara nació en El Salvador, pero se siente más identificada con Nicaragua. Su madre siempre le dijo que lleva la sangre caliente de un nica y el ser político de un salvadoreño.

TAMARA GARCÍA, de 23 años, tiene doble nacionalidad. Es estudiante universitaria. Nació en El Salvador. Pero los mejores años de su vida están a más de 400 kilómetros: en Monte Tabor, un barrio a las afueras de Managua. Lo visita en cada vacación. Allá dejó clavada su niñez.
Su papá es nica. Su mamá, salvadoreña. Ella vivió 15 años en Nicaragua, es decir, un pedazo de guerra y posguerra. Ahora, cada quien está por su lado. La familia de García, en su mayoría, emigró hacia Estados Unidos en pleno conflicto armado. Sin embargo, una parte se quedó en Monte Tabor. Como su padre, quien vive allá desde 2015. Es comerciante, se dedica a vender automóviles. O, al menos, eso hacía antes de que estallara la crisis política. Desde entonces, apenas y ha podido salir de su casa. Tampoco ha recibido muchas llamadas de personas interesadas por algún coche.

El contacto de García con su familia ha sido diario. Su tía abuela de 83 años incluso ha dicho que la situación está peor que en el conflicto armado. Su padre, quien ha estado en las marchas, comparte todo tipo de información. Entre más visible se haga, mejor, consideran. Primos, tíos, tías o conocidos. Siempre han sido de esas familias grandes que se crecen en un barrio y todo el mundo los conoce. Allá, dice, el apellido García pasa desapercibido. Son reconocidos como los Siqueira. No solo en Monte Tabor, también en Masaya y en Estelí.
“Ahora da miedo salir a la calle, da miedo quedarte atrapado en una manifestación, da miedo que de repente los agarren a balazos”, declara Tamara.

El día del enfrentamiento en la UCA, el padre de García estaba en los alrededores del campus. “Mi papá llevó a mi abuela –quien desde hace 20 años vive en EUA y llegó de visita– a comer pupusas. Pero después no se podían regresar. Estuvieron ahí como 20 minutos antes del enfrentamiento. Pasó una turba de jóvenes de la Juventud Sandinista y le llevaron el teléfono. Lo tenía en la mesa y se lo llevaron. Es bien feo, se les olvida que lastiman a sus propios hermanos”, opina.

“Nicaragua, te quiero libre”, decía el cartel que García llevó hace unas semanas a la embajada de Nicaragua en El Salvador. Una bandera y tres personas más le acompañaban. Considera que el nicaragüense es “muy sangre caliente y rápido para cooperar”, que hace lo que dice y no se deja pisotear. En cambio, para ella, el salvadoreño se queja, se indigna, pero no hace nada. Es más individualista.

Tamara García lo tiene claro: en un futuro no tan lejano, le gustaría vivir en Nicaragua. Carretera a Masaya, ahí está la casa de sus sueños. De acuerdo con ella, es más probable que el flujo migratorio se genere desde El Salvador hacia Nicaragua que viceversa.

“La misma inseguridad del Estado hace que la gente no se quiera ir, porque quieren ver un cambio, porque quieren colaborar y estar metidos. El nicaragüense es muy unido, huir no se les dará”, afirma.
Esta revista solicitó a la embajada de Nicaragua en El Salvador una entrevista para saber, entre otras cuestiones, si se ha tomado alguna medida especial por la crisis.

“La embajada de Nicaragua en El Salvador se excusa de responder a la entrevista, pues la embajadora Gilda Bolt va a salir del país”, fue la respuesta.

Según la Encuesta de Caracterización de Migrantes Nicaragüenses con Arraigo en el Oriente de El Salvador (2012), elaborada por la Dirección Nacional de Estadística y Censos (DIGESTYC), La Unión, con un 45.1 %, es el departamento con mayor cantidad de hogares de migrantes nicaragüenses, seguido de San Miguel con el 39.8 %, Morazán con el 9.7 % y Usulután con el 4.9 %. El mismo estudio también señala que los municipios donde se concentra la mayor cantidad de familias nicaragüenses en el departamento de La Unión son Pasaquina, Santa Rosa de Lima, Bolívar, Anamorós, La Unión, El Carmen, Lislique, Conchagua, San Alejo y Polorós.

—El barrio Monte Tabor: ahí crecimos, nacimos y ahí vamos a morir, creo yo –dice Tamara García. Su tía es la dueña de la tiendita del barrio.
“Ahí, todo el mundo te conoce desde que estás en la panza”, asegura. A Monte Tabor, un pedacito de Nicaragua, lo lleva en el corazón. “Las puertas siempre están abiertas de par en par. Cuando mi abuela y mi tía están, se ponen las mecedoras afuera”.
Tamara García está aquí, pero sigue viviendo allá: “Preguntame cómo llegar a mi casa acá, en El Salvador, y no sé, pero preguntame cómo llegar a Monte Tabor, es ver la iglesia, pasar del túmulo y sentirme en casa”.

Mientras en Nicaragua cada muerte encendía más la llama del universitario, en la casa de Diego Mendoza se empezaba a escuchar música de los años ochenta, es decir, de la revolución sandinista. Música que habla sobre una población unificada y llena de esperanza.

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Juventud. Felipe Gutiérrez lleva un año viviendo fuera de Nicaragua. Su punto de vista sobre la crisis política parece ser neutro. Eso no quita su indignación.

FELIPE GUTIÉRREZ tiene 24 años y es originario de Managua. Reside en El Salvador desde agosto de 2017. Es director nacional de Marketing en una ONG. El 23 de abril viajó a Nicaragua, cuando el caos comenzaba a predominar. Se encontró, dice, con gente peleadora, que cuando se quieren unir, se unen.
“Si ya lo hicieron en el pasado, lo pueden volver a hacer”, manifiesta.

A diferencia de los demás entrevistados, Gutiérrez define la situación vivida con una sola palabra: circo. Un circo por parte de las autoridades, donde no hay transparencia ni respeto a los derechos humanos. “Lo que me afectó fue saber que mi familia estaba allá. No quería que les pasara nada malo”, puntualiza.

Los entrevistados coinciden en sentimientos como miedo, orgullo, indignación e incertidumbre hacia el futuro. Piden, además de que se restituya la paz, la salida del denominado régimen Ortega-Murillo.
De la misma forma lo pidió Lesther Alemán, uno de los jóvenes que lideran y representan a los grupos universitarios en Nicaragua. Tiene 20 años y estudia en la Universidad Centroamericana (UCA). Frente al presidente Daniel Ortega y la vicepresidenta, exigió el cese inmediato de la represión.

“Esta no es una mesa de diálogo, es una mesa para negociar su salida. Ríndase ante todo este pueblo. Lo que se ha cometido en este país ha sido un genocidio”, dijo en la primera sesión instaurada en la sede del Seminario Nuestra Señora de Fátima, en Managua.

Nicaragua vive hoy las horas más oscuras y violentas de su historia reciente. Así son las primeras líneas de una carta abierta de escritores, artistas, intelectuales, periodistas y académicos ante los acontecimientos de violencia que iniciaron el 18 de abril de 2018: “Condenamos cada uno de los asesinatos de los jóvenes estudiantes, repudiamos todos los actos de violencia cometidos por las fuerzas especiales del Gobierno, y hacemos un llamado contundente a las autoridades nicaragüenses para que cesen de inmediato sus actos de violencia en contra de la sociedad. Exigimos que todos los crímenes sean investigados y los responsables llevados a juicio para que Nicaragua vuelva a ser en su presente un país con futuro”.

Repudio. “¿Cómo va a ser posible que el Gobierno te mate a tu propio hijo, en quienes se supone que te tienen que proteger?” se cuestiona Tamara García. Sesenta y tres fallecidos ha causado la crisis.
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