La ciudad de la furia

La voz del santo

Yo conocí en profundidad a monseñor desde el periodismo, hace un tiempo. En sus palabras hallé, también, fuerza, guía, significación.

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Investigador asociado del Centro de Estudios Latinoamericanos de American University en Washington, D. C.

“Comprendo que es duro y conflictivo hablar de cambios de estructura con quienes se están beneficiando de estas estructuras caducas”, escribió monseñor Óscar Arnulfo Romero en su cuarta carta pastoral del 6 de agosto de 1979. La exigencia de cambios fue una constante en la palabra de Romero. Sus demandas están dirigidas, sobre todo, a las élites económicas y políticas de El Salvador, pero también a su grey, los cristianos. Él mismo, de acuerdo con biógrafos y algunos de sus amigos cercanos, era un hombre que se cuestionaba constantemente sobre su rol, su interpretación de la religión, sobre la fuerza de su propia voz.

“La realidad, distinta a la del pasado, y la ubicación en una responsabilidad diferente, exigía otra clase de respuesta: una visible y fuerte señal pública… en contra de las formas violentas de resolver los conflictos sociales, un rechazo a la cultura de la muerte”, dice Héctor Dada Hirezi según lo cita Robert Morozzo Della Rocca, el biógrafo de Romero más consultado por el Vaticano.
Los cambios en Romero, en su discurso público, dice Dada Hirezi, venían dados por la realidad que le circundaba a diario y por las decisiones que el arzobispo tomaba sobre sus acciones públicas para abordar esa realidad, que fue una de violencia, pobreza y mezquindad, pero también de la fuerza vital que, a pesar de todo, encontraba en el estoicismo de los más necesitados.

Dice Morozzo Della Rocca: “Romero no tenía una idea victimista y quejumbrosa de El Salvador, como si fuera un pequeño país marginado y explotado. Llamaba a los salvadoreños a la ‘conciencia de nuestra significación universal’”.

Hoy monseñor Romero debería de ser nuestra significación más universal. Su nombramiento como santo de la Iglesia católica debería de servir para dar vigencia definitiva a su mensaje, al que nos obliga a pensar en los cambios, dolorosos y necesarios, que la realidad nos impone.

El Salvador sigue siendo un lugar donde la cultura de la muerte de la que habla Héctor Dada amanece saludable todos los días. El Salvador sigue siendo un lugar lleno de pobres, regentado por élites económica y políticas mezquinas a las que el cambio no se les da nada bien.

Ya con los Acuerdos de Paz de 1992 probamos nuestra capacidad para revolucionar la realidad. Cambiamos, entonces, nuestra inclinación a matarnos por un deseo de reconstruirnos. Esa es acaso nuestra significación universal: entendernos capaces de cambiar y cambiar a nuestro país.

La mezquindad y la cultura de la muerte nunca nos dejaron después del 92; nuestra vocación revolucionaria se apagó poco a poco. Nos acomodamos y seguimos, indolentes, presenciando cómo la muerte se ha llevado a nuestros jóvenes más pobres.

Esta realidad de El Salvador, la que encuentra Romero cuando llega a los altares católicos, requiere de cambios muy profundos que no pueden empezar sino en nosotros mismos y trasladarse a nuestros entornos inmediatos. A quienes tenemos el lujo del pan nos toca una responsabilidad mayor.

Monseñor Romero, su palabra, debería de servirnos para iniciar nuestras propias búsquedas y, de ahí, partir a la obligación que tenemos con El Salvador. Sé, por experiencia familiar, de la influencia benévola que el arzobispo tuvo en aquellos a los que conoció, y de la guía que sus palabras dieron a quienes los conocieron menos pero siguieron sus mensajes. Sé de la impronta que monseñor dejó, por ejemplo, en mi abuelo, Héctor Silva Romero, y en mi padre, Héctor Silva Argüello, ambos hombres buenos, dedicados a los otros y a buscar la significación universal de El Salvador.

Yo conocí en profundidad a monseñor desde el periodismo, hace un tiempo. En sus palabras hallé, también, fuerza, guía, significación.

*La primera versión de esta columna fue publicada en marzo de este año.

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