La vida es más dura después de la sequía

La sequía que asoló a buena parte del país entre mayo y julio afectó especialmente a agricultores de subsistencia, aquellos que se dedican a cosechar para consumir. A más de dos meses, algunos han comenzado a recuperarse con las resiembras. Para otros eso es imposible. Resienten, sobre todo, el abandono gubernamental y la obligación de cumplir con las deudas adquiridas para sembrar.

Fotografías de Franklin Zelaya
La vida es más dura después de la sequía

Estas mismas tres manzanas de tierra dieron 90 quintales de maíz hace solo un año. En 2017, el invierno fue parejo desde mayo y las mazorcas recibieron el suficiente alimento para crecer. Una promesa cumplida para el duro trabajo bajo el sol de San Ildefonso, el mismo municipio vicentino en el que se emplaza la presa hidroeléctrica 15 de Septiembre, una de las más importantes del país.
El cuadro presente es muy distinto. Douglas Anaya camina en medio de un moritorio. La sequía que afectó a buena parte del país entre mayo y julio malogró su milpa. Aquel verde que hoy debiera llenar los ojos es un tono cobrizo que recuerda al desierto.
—Aquí todo es pérdida. No hay nada –dice mientras toma con la mano las mazorcas marrones que todavía cuelgan de las matas moribundas. Les quita la hoja y muestra lo que hay dentro: en toda la mazorca solo hay cinco granos buenos. Los demás están carbonizados. — Dígame usted, ¿esto para qué puede servir?

De las tres manzanas que se malograron, Douglas decidió chapodar la mitad para volver a sembrar en el mismo terreno. La otra parte la ha dejado a su suerte, esperando que se convierta en el pasto suficiente para que sus vacas se alimenten en verano.

Si no fuera por estos animales, Douglas viviría un momento de mayor desesperación. Al menos estas le proveen de leche en el corral cercano a este terreno. Lo suficiente para comerciar en el pueblo e irla, como se dice, pasando.

—Esta es una calamidad. Nunca habíamos perdido así como hoy, porque yo tengo añísimos de sembrar, más de 50, y no había visto algo parecido –dice Raúl Aguilar, el padre de Douglas y dueño de un terreno ubicado unos cuantos metros hacia el sur, mientras camina con su bien educado perro al lado. —Nunca habíamos perdido igual como hoy. Pero, ¿a quién le reclamamos, a quien le echamos la culpa? –comenta, con el mismo gesto entre dicharachero y tranquilo que marca cada una de sus frases.

Mira a cada mata de su milpa como si de una persona se tratara, la diferencia por su altura, por su color, por el número de mazorcas muertas e inservibles que le cuelgan y la hacen jorobarse. Su duelo es silencioso, pero la tragedia lo ha marcado, incluso más que el binomio 2014-2015, cuando hubo periodos consecutivos de sequía.

 

 

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LA DE DOUGLAS Y RAÚL no es una situación excepcional. En este terreno común hay unas 15 manzanas de tierra cultivable. Ninguna quedó en pie después de la “seca”.

Y en todo San Ildefonso, el problema ha sido generalizado. Eso se puede comprobar dando una ronda en la panadería frente al parque en la que cada tarde se reúnen los hombres del pueblo, la mayor parte de ellos agricultores de subsistencia. Aquí y allá se repiten las historias de terror, como si una sola y enorme garganta las contara. Como si la experiencia le hubiera pasado a una sola persona, no a decenas.

Que el problema ha sido generalizado también se puede comprobar en las estimaciones del Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG), que calcula la pérdida en el municipio en torno al 95 %.

Que la sequía impactara con especial fuerza a San Ildefonso, sin embargo, era un resultado esperable. En su informe de 2012, el Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural lo colocó entre los 10 municipios con mayor Índice de Vulnerabilidad Socioeconómica (IVS) en el país. Es decir, como uno donde un evento climático extremo (como una sequía) ha de provocar que más hogares caigan por debajo de la línea de pobreza en un mayor intervalo. Esto se calcula con base en tres factores: la exposición al riesgo, la sensibilidad a este y la capacidad para adaptarse.

San Ildefonso es un municipio con muchas necesidades. Su escolaridad promedio es de 3.8 años, la mayor parte de sus habitantes se dedica a las labores del campo y el 15 % de su población no tiene acceso a agua potable (ANDA ni siquiera tiene presencia). El agua es un tema especialmente delicado en San Ildefonso. Su suelo es mayormente rocoso y el líquido de sus profundidades es escaso y salobre, no apto para el consumo humano.

Pero San Ildefonso tampoco es excepcional en la zona: nueve de los 10 municipios más vulnerables del país están en las cercanías, en el departamento de San Vicente.
El color de la esperanza es el verde, ha de pensar Douglas Anaya cuando deja el cobrizo terreno que servirá para que pasten sus vacas en verano y se dirige a la manzana y media que logró resembrar. La mira con fruición, como quien prueba la más dulce de las frutas. Pero las matas todavía no dan mazorcas. No es posible aún celebrar el triunfo.

La pérdida. Tomás Soriano observa la milpa devastada de uno de los habitantes de la comunidad Las Piletas, en Apastepeque. El líder comunal pide ayuda de instituciones públicas o privadas.

“Vamos a asistirlos para la resiembra de maíz que ha golpeado la zona oriental y paracentral; solo estamos esperando a que la lluvia vuelva a refrescar la tierra para volver a hacer que la siembra sea importante para mantener nuestro ciclo de producción anual”, aseguró el vicepresidente de la república y secretario técnico y de Planificación de la Presidencia, Óscar Ortiz, a principios de agosto.

Sin embargo, ninguno de las decenas de consultados en San Ildefonso había recibido ningún tipo de ayuda para hacer su resiembra de maíz. Habían escuchado, dijeron, que se repartieron semillas de frijoles en San Vicente. Gente como Douglas Anaya ha logrado hacerlo a base de esfuerzo personal, de rebuscarse por el dinero que le permitiera volver a empezar.

—Aquí, por lo pedregoso, los frijoles no se pegan, quizá por eso no han venido –comenta Douglas para darse una explicación del abandono estatal a los agricultores de San Ildefonso. A Douglas, sin embargo, se le puede considerar un afortunado.

Que la sequía impactara con especial fuerza a San Ildefonso, sin embargo, era un resultado esperable. En su informe de 2012, el Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural lo colocó entre los 10 municipios con mayor Índice de Vulnerabilidad Socioeconómica (IVS) en el país. Es decir, como uno donde un evento climático extremo (como una sequía) ha de provocar que más hogares caigan por debajo de la línea de pobreza en un mayor intervalo. Esto se calcula con base en tres factores: la exposición al riesgo, la sensibilidad a este y la capacidad para adaptarse.

A diferencia de él, otros no han podido resembrar maíz y se han conformado con el maicillo, un poco más barato aunque más vulnerable al pulgón y no tan redituable.

A otros les ha ido peor, como a Santos Arsenio Durán, quien decidió no hacer más labores en la tierra. Como él, muchos optaron por picar la milpa para vendérsela a ganaderos como alimento para animales, a un precio de $50 por manzana. También hay pérdida si se toma en cuenta que la inversión promedio para sembrar una extensión como esta es de $300.

Pero ni siquiera aquellos que lograron resembrar tienen asegurado el recuperar su inversión, como Gerson Flores, quien ha notado que su tunalmil, la milpa que se siembra tarde en la temporada, está dando pocos frutos en la media manzana que ya trabajó dos veces. Calcula que podrá sacar de allí unas 6 bolsas, que podrá vender, quizá, a $180, mucho menos que el dinero invertido.

—Un mes no llovió nada. La milpa así en seco la abonamos con la fe de que de un rato a otro llovía. Ya cuando vino a llover ya se había perdido –comenta Douglas, mirando su sembradío antes de emprender el regreso a casa. —La lluvia fue como la ayuda del gobierno aquí en San Ildefonso: escasa.

Es a campesinos como Douglas a quienes les afecta más la divergencia en los cálculos. Mientras la Cámara de Medianos y Pequeños Productores Agropecuarios (CAMPO) estipuló la pérdida total debido a la sequía en 120,000 manzanas a escala nacional, el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG) colocó esta misma cifra en 38,000. Y ha actuado en consecuencia a esa estimación, dejando en el olvido a cientos de agricultores de subsistencia.

 

 

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TOMÁS SORIANO, el presidente de la ADESCO de Las Piletas, en Apastepeque, está orgulloso de los proyectos que ha podido capitanear en su caserío desde que llegó al puesto, hace tres años: la colocación de letrinas en cada hogar; la implementación de hornillas ahorradoras de leña; la donación de ropa para familias que viven en la extrema pobreza. También de la relación directa con el alcalde de su municipio, Galileo Hernández, a quien le hablará varias veces durante la tarde.

Ahora, sin embargo, Tomás ocupa el tiempo que toma llegar hasta su comunidad en hacer cálculos. Piensa en cuánto le cuesta a cualquier campesino sembrar una manzana de terreno, que, si el invierno es bueno, puede dar más de 5,000 libras de maíz.

Tres sacos de abono, a un costo de $165. Luego, tres bolsas de sulfato, por $90. Una bolsa de semillas de maíz de 46 libras, a $50. En solo esto, la inversión necesaria es de $305. Y es mayor para aquel que no posee tierras y debe alquilarlas. Muchas veces, el pago es una anega de maíz, es decir, 400 libras. Y todo se complica cuando para sembrar es necesario hacer un préstamo o sacar un crédito con una institución bancaria. Ese es el caso del propio Tomás.

—Y ya con todo eso, ¿de cuánto es la ganancia que les queda?

—Pues aquí quien siembra no va pensando en que pueda ganar dinero con eso, sino en sacar el maíz para las tortillas para el resto del invierno y para el verano –responde Tomás, tocando el ala de su pulcro sombrero blanco.

—Entonces, ¿no hay más ganancia que aquello que se saca para comer?

—Para gente como nosotros, tener algo para comer es suficiente ganancia.

Para un campesino, explica, vender casi nunca significa un buen negocio. Si el clima ha sido propicio, la producción es abundante y, por lo tanto, el precio es bajo. Cuando hay escasez, lo que se puede ganar por quintal se multiplica, pero no hay mucho maíz que vender.

—Es bien fregado. Ahora que ha habido seca mucha gente se ha quedado sin maíz y ha tenido que ir a comprarle aunque sea un medio a los comerciantes de aquí cerca, que se los dan a $5 –dice Tomás al arribar a su hogar, una casa de lámina de 15 metros cuadrados, con piso de tierra, una de las primeras de este caserío. —Lo fregado es que ese mismo maíz que compran es, quizá, el que ellos mismos le vendieron en enero, aunque ellos se lo dieron a $1.50.

Más tarde, Mauricio, uno de los intermediarios de la zona, aceptará que esta situación sucede con regularidad entre comerciantes como él y los agricultores de la localidad. Sin embargo, se atendrá a los conceptos de oferta y demanda para justificar este relato del absurdo, uno que juega con el hambre de cientos. Apastepeque, como San Ildefonso, está entre los 10 primeros municipios con mayor Índice de Vulnerabilidad Socioeconómica en todo el país.

Como líder comunitario, Tomás no tarda mucho tiempo en convocar a media docena de agricultores, quienes, como él, lo perdieron todo en la más reciente sequía. Y quienes no han podido resembrar por falta de apoyo. Algo que el propio Tomás no comprende del todo: en agosto, la Alcaldía de Apastepeque hizo un censo para conocer cuántos campesinos habían sido afectados en la totalidad de sus plantaciones.

Supo, también, que Protección Civil decretó alerta roja por la sequía en este municipio. Pero, hasta el sol de hoy, ninguno en la comunidad Las Piletas ha recibido un paquete completo para volver a comenzar. Lo único que les llegó, dicen los agricultores, fue un quintal de fertilizante, que consiguieron tras cientos de ruegos de su líder comunal. Este fue usado para los pequeños frijolares que todavía subsisten.

Eso, por lo tanto, contraviene al protocolo recomendado para medidas de alerta naranja y roja, donde se dice que los productores, especialmente aquellos que se dedican al maíz, recibirán semillas e insumos para paliar las pérdidas. También se habla de aspectos económicos, en los que deben colaborar el MAG con el Ministerio de Hacienda y el de Gobernación, además de entidades financieras. Esto, sobre todo, se aplica para aquellas deudas adquiridas por los campesinos para sembrar y que, lógicamente, no podrán ser honradas en este periodo de sequía.

A los seis hombres reunidos en la casa de Tomás Soriano la falta de lluvia les quitó todo, hasta la esperanza de darles a sus hijos algo de comer que no fueran tortillas y huevos. O tortillas con algo más. Lo que Rutilio Grande acertó en llamar el “con qué”.

—Fíjese que nosotros siempre tenemos la fe en que nos irá bien con los cultivos, y que en Navidad vamos a poder disfrutar de un pollo entero para comerlo con la familia –dice Tomás con una voz quebradiza y tímida que contrasta con su estampa de campesino recio. —Si queremos comer carne, cada 15 días o cada mes logramos conseguir unos menudos de pollo. Ese es todo el lujo al que podemos aspirar –añade.

Tanto el líder comunitario como Efraín Ayala, uno de los agricultores de esta comunidad, adquirieron préstamos que ascendían a $500 para poder sembrar en esta temporada. El primero lo hizo con el estatal Banco de Fomento Agropecuario. El segundo, con ASEI, una institución financiera privada que recibe cooperación del también público Banco de Desarrollo de El Salvador (BANDESAL).

Supo, también, que Protección Civil decretó alerta roja por la sequía en este municipio. Pero, hasta el sol de hoy, ninguno en la comunidad Las Pilas ha recibido un paquete completo para volver a comenzar. Lo único que les llegó, dicen los agricultores, fue un quintal de fertilizante, que consiguieron tras cientos de ruegos de su líder comunal. Este fue usado para los pequeños frijolares que todavía subsisten.

A pesar de que lo perdieron todo, ambos deben honrar sus deudas. Eso se lo han hecho saber los cobradores, que han visitado sus casas cada semana.

—Ellos los que nos han dicho es que no tienen la culpa de lo que pasa con el clima. Yo he visto a gente como yo que, aunque quiera, no puede pagar lo que le piden. Por eso dicen ‘si quiere, lléveme, hagan lo que quieran conmigo, pero yo no tengo otra forma de pagarle’ –comenta Efraín Ayala, de 31 años, cabello escaso, camisa rota, mientras se apoya en una de las columnas de la casa de su líder comunal. —Lo que estoy viendo es que para el otro año ya no me van a dar otro crédito. Y hoy, ¿cómo voy a hacer para sembrar, qué voy a comer?

Al menos para los deudores del BFA, como en el caso del líder comunitario Tomás Soriano, existe una cobertura de daños llamada Programa de Garantía (Prograra), que funciona con fondos de BANDESAL.

En la práctica, la deuda se traslada al largo plazo, y es esta última institución la que se queda como acreedora. Tomás nunca ha oído hablar de eso. Sí, dice, han llegado a inspeccionar su hoy muerta cosecha, pero no ha habido ni una palabra que le ayude a aligerar su carga: Debe pagar o pagar.

A pocos metros está uno de los sembradíos donde es posible ver el impacto de la sequía, como en San Ildefonso: cientos de matas de color cobrizo que han parido mazorcas con cinco o seis granos.

Tomás Soriano camina en medio del sembradío. Y mientras lo hace, es difícil no pensar que ha de ser toda una odisea sembrar aquí. Grandes rocas dejan muy poco espacio a la tierra muelle. Tomás se detiene a ver el desastre, pero, como si no lo tolerara por mucho tiempo, rápidamente levanta los ojos.

Mira al horizonte, allá donde la vista encuentran montes verdes, azules, violetas. Lo reconforta saber que ha vuelto a llover.

—¿Usted confía en que el otro invierno será mejor?

—Uno ya no sabe qué pensar. Me acuerdo que antes de que comenzara el invierno dijeron que iba a ser mejor que el del año pasado, que fue parejito. Y mire lo que pasó –dice Tomás, la mano dormida sobre una mazorca muerta.

—¿Qué pasa si el otro año pasa algo igual?

—Entonces sí vamos a pasar hambre. Hasta las tortillas van a ser un lujo. Dios quiera que eso no llegue a pasar –dice Tomás, con la voz a punto de quebrarse.

Y para el otro año, el panorama no es esperanzador. Hay un 80 % de probabilidades de que el fenómeno de El Niño aparezca a inicios de 2019. Su influencia puede retrasar el inicio de la estación lluviosa y, por lo tanto, desatar una nueva sequía.

 

 

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“EL GOBIERNO NO ha sabido cómo responder a esta nueva crisis, que es parecida a la que ya vivimos en 2014-2015. La ayuda ha sido insuficiente y ha llegado tarde, pues el tiempo para sembrar ya pasó. Miles de campesinos están en riesgo de pasar hambre”, dice Luis Treminio, presidente de la Cámara de Medianos y Pequeños Productores Agropecuarios (CAMPO).

Acá, en el calor de Sal Ildefonso, el carro se barre en el camino de barro que conduce a los sembradíos de Douglas Anaya, a media hora del casco urbano de este municipio vicentino. Se barre y parece querer ceder a lo irregular del suelo.

—¿Y a quién culpamos con la seca, va? –dice Raúl, el padre de Douglas, mientras ríe para hacer tiempo, distraerse y aligerar los golpes del camino. Una nueva piedra parece golpear la carrocería.

—No sé, quizás a Dios –le responden a manera de broma.

—Mire, hay algo que yo no entiendo y que he oído mentar en el diario, eso del cambio climático. ¿Qué es? ¿Cómo nos afecta a nosotros?

Mientras, para sobrevivir, campesinos como Santos, Gerson, Tomás tratarán de ocuparse en lo que caiga: de jornaleros, laborando en la tierra ajena, cortando leña, para obtener, quizá, unos $70 al final del mes. A pesar de que se ganan unos $10 por jornada, no es posible trabajar todos los días en un espacio donde la demanda de trabajo supera por mucho a la oferta. A ellos no les queda más que la certidumbre que este año no podrán tener sus propios cultivos.

Quien conversa con él trata de explicarle este complejo concepto, que Naciones Unidas describe como una serie de factores diferentes, que van desde un conjunto de pautas meteorológicas cambiantes, que amenazan la producción de alimentos, hasta el aumento del nivel del mar, que incrementa el riesgo de inundaciones de grandes proporciones. Para efectos prácticos y para el verdadero interés de Raúl, un fenómeno que provoca que llueva donde no tiene que hacerlo y que el agua escasee donde más se necesita.

“Si todo el panorama se mantiene como tal, se espera que la pérdida (por la sequía) esperada de $2.7 millones se reduzca a $1 millón”, dijo el ministro Orestes Ortez, en una especie de anuncio reconfortador, a inicios de esta semana.

Mientras, para sobrevivir, campesinos como Santos, Gerson, Tomás tratarán de ocuparse en lo que caiga: de jornaleros, laborando en la tierra ajena, cortando leña, para obtener, quizá, unos $70 al final del mes. A pesar de que se ganan unos $10 por jornada, no es posible trabajar todos los días en un espacio donde la demanda de trabajo supera por mucho a la oferta. A ellos no les queda más que la certidumbre que este año no podrán tener sus propios cultivos.

—Yo creí que eso del cambio climático era algo que provocaba el gobierno, fíjese –dice Raúl, mientras el carro vuelve a barrerse y se ríe ante la ocurrencia. —Pero quizá es cosa de uno, ¿verdad? ¿Y que se puede hacer para que eso no se siga saliendo de control? –pregunta, y quien habla con él no sabe qué responderle. —Si eso sigue así, el otro invierno tampoco tendremos agua. No tendremos maíz para comer.

Raúl lanza una mirada última para despedirse este día de sus sembradíos. Piensa en lo que pudo ser. En que si el cielo hubiera cooperado la vida sería, para él y sus paisanos, un poco menos dura.

Impacto. En primer plano, una mazorca perdida es un símbolo de lo ocurrido en estas tierras. Al fondo, Douglas Anaya revisa otra vez las matas, con la esperanza de ver algo para rescatar.
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