A Valle Nuevo se lo tragó el silencio

Seis vecinos del cantón Valle Nuevo, Olocuilta, murieron a balazos minutos después de dar abrazos de Año Nuevo. Las autoridades dijeron que el hecho violento se registró en el marco de un enfrentamiento con la delincuencia. No hubo heridos. Y los muertos los puso solo uno de los bandos.

Por: Glenda Girón


«¿Usted cree que si hubiera andado armado, yo no le hubiera sentido algo cuando le di el abrazo?», pregunta esta mujer, madre de uno de los seis jóvenes que fueron masacrados en el cantón Valle Nuevo, de Olocuilta, el 1.º de enero de 2016. «Si cuando eso pasó, nos acabábamos de dar el abrazo, esto que ve acá estaba lleno de gente, habían salido las vecinas con los niños, si estábamos celebrando, es que no sé cómo no nos mataron a más», reflexiona en voz muy baja mientras con la mirada señala la calle polvosa, la principal.

Valle Nuevo pertenece a Olocuilta, pero está lejos, de forma física y social, de esa calle saturada de ventas de pupusas, la comida típica por excelencia,  sobre la que se sostiene la fama del municipio. Para llegar a este cantón hay que salir y recorrer carretera y luego dejarla  para entrar en una calle en la que falta el pavimento, pero sobran los grafitis de pandillas que han sido mal cubiertos con pintura. «Puede ir, ahí ya está limpio», anuncia un agente en un tono que abarca lo físico y lo social.

La mujer que peina sus cabellos largos, oscuros y recién lavados se va de frente en contra de la versión que sobre el hecho se difundió como oficial. Dice que esa noche fue la última vez en la que en este cantón se pudo hablar de estar feliz. «Bien alegres estábamos reunidos todos cuando ellos, que eran amigos de toda la vida, se dieron los abrazos, saludaron y dijeron de irse más arriba a estar en la casa de otro muchacho, pero andaban tranquilos, aquí nadie se estaba quejando porque todos, hasta los chiquitos, estábamos en el festejo. En eso, pasaditas las 12, fue que vimos negrear todo desde allá abajo».

«Abajo» es la parte en donde se deja la carretera y comienzan los hoyos y la exclusión que forman parte de vivir aquí. Ahí, empieza el silencio. Esa vez, fue la ruta por la que ella vio llegar a un comando de miembros de cuerpos de seguridad con gorros que les cubrían la cabeza y el rostro y con las armas largas en la mano, listas. Ella y los de la fiesta apenas estaban preguntándose por qué esos policías estaban ahí en un día festivo cuando sonaron los disparos.

La versión oficial se consignó en medios así: «Un grupo de pandilleros estaban ingiriendo alcohol ayer aproximadamente a las 12:10 de la madrugada y al percatarse de que la patrulla se acercaba sacaron sus armas y los atacaron a tiros, por lo que los policías respondieron al fuego. Durante el intercambio los cinco pandilleros fallecieron sobre una de las calles del cantón y otro más fue hallado muerto después unos metros más allá, ningún policía fue herido de bala. Los presuntos pandilleros fueron identificados como David Alexander Cornejo, de 21 años; Marvin Ernesto Carranza, de 25; Luis Alfredo Menjívar; Luis Miguel Ramos, de 20; y dos no identificados. A ellos las autoridades les incautaron un fusil con municiones, aunque no detallaron de qué calibre».

«A mí que me digan cualquier cosa, porque uno de madre no puede responder por lo que hacen los hijos, pero de que eso no fue un enfrentamiento, no fue. Si hubiera sido así como dicen, nos matan, a nosotras y a los niños, porque aquí estábamos, por donde acababan de pasar los encapuchados», dice la madre de Jesús Alberto, una de las dos víctimas que, en aquel primer momento, se quedaron sin identificar.

***

Pasó a las 12:08 de la madrugada. La prima de uno de los jóvenes asesinados esa noche está segura de que escuchó los disparos a esa hora exacta. En ese primer momento vio alrededor de esta casa de barro y corredor con horcones y pensó en él. Luis acababa de salir de la casa en medio de los abrazos y la algarabía del Año Nuevo porque quería comprar una tarjeta de teléfono para llamarle a su tía, esa que le mandaba de Estados Unidos un dinero que era apenas suficiente para comer.

«Mi primo no andaba en cosas», lo dice hoy, como lo ha dicho en otras ocasiones en las que con vecinos o con personal de la Fiscalía General de la República le ha tocado recordar la masacre del cantón Valle Nuevo que ocurrió cuando solo habían pasado 8 minutos de 2016, un año en el que en este municipio se registraron seis masacres en las que, como Luis, murieron otras 25 personas.

Esta joven apenas mayor de edad defiende que su primo era tranquilo como si de eso dependiera el carácter de injusticia de esta muerte violenta. Y se entiende. En ese año, Olocuilta fue marcada por los enfrentamientos. El 4 de marzo, murieron tres pandilleros que, según versión oficial, se enfrentaron a cuerpos de seguridad en el Barrio Nuevo. Solo cinco días más tarde, pandilleros mataron a un soldado y a tres de sus familiares en el cantón La Esperanza. El 16 de abril, otro tiroteo  se cobró la vida de tres pandilleros y un soldado en el cantón Agua Zarca. La Esperanza se volvió a bañar de sangre el 14 de junio y el 24 de octubre, cuando ocurrieron otros dos enfrentamientos con tres y seis víctimas, todos los muertos estaban perfilados como pandilleros.

La versión de los vecinos del cantón es que a Luis lo siguieron. Cuando el batallón llegó, Luis estaba en la tienda y no con el resto de los jóvenes que fueron víctimas esa noche. El cuerpo de Luis quedó atrás de la tienda, en medio de un inclinado terreno que aún hoy está atiborrado de matas de plátano. Quedó a varios metros de la calle.

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Pasó a las 12:08 de la madrugada. La prima de uno de los jóvenes asesinados esa noche está segura de que escuchó los disparos a esa hora exacta. En ese primer momento vio alrededor de esta casa de barro y corredor con horcones y pensó en él. Luis acababa de salir de la casa en medio de los abrazos y la algarabía del Año Nuevo porque quería comprar una tarjeta de teléfono para llamarle a su tía, esa que le mandaba de Estados Unidos un dinero que era apenas suficiente para comer.

«Mi primo no andaba en cosas», lo dice hoy, como lo ha dicho en otras ocasiones en las que con vecinos o con personal de la Fiscalía General de la República le ha tocado recordar la masacre del cantón Valle Nuevo que ocurrió cuando solo habían pasado 8 minutos de 2016, un año en el que en este municipio se registraron seis masacres en las que, como Luis, murieron otras 25 personas.

Esta joven apenas mayor de edad defiende que su primo era tranquilo como si de eso dependiera el carácter de injusticia de esta muerte violenta. Y se entiende. En ese año, Olocuilta fue marcada por los enfrentamientos. El 4 de marzo, murieron tres pandilleros que, según versión oficial, se enfrentaron a cuerpos de seguridad en el Barrio Nuevo. Solo cinco días más tarde, pandilleros mataron a un soldado y a tres de sus familiares en el cantón La Esperanza. El 16 de abril, otro tiroteo  se cobró la vida de tres pandilleros y un soldado en el cantón Agua Zarca. La Esperanza se volvió a bañar de sangre el 14 de junio y el 24 de octubre, cuando ocurrieron otros dos enfrentamientos con tres y seis víctimas, todos los muertos estaban perfilados como pandilleros.

La versión de los vecinos del cantón es que a Luis lo siguieron. Cuando el batallón llegó, Luis estaba en la tienda y no con el resto de los jóvenes que fueron víctimas esa noche. El cuerpo de Luis quedó atrás de la tienda, en medio de un inclinado terreno que aún hoy está atiborrado de matas de plátano. Quedó a varios metros de la calle.

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«Hubiera visto, esto fue triste. Todo silencio, nadie hizo nada porque de aquí para abajo, en todas las casas estábamos pensando más en que hace un año se nos había muerto alguien, que nos habían matado a alguien». Esta mujer habla del fin de 2016 y el inicio de 2017. Un año después de que como ella, otras madres vecinas perdieran a sus hijos, en el cantón no hubo quien se prestara al festejo.

Esta señora de cabellos claros se aproxima y pide, confiada, entrar a la casa, porque no es «sano» platicar en el portón de alambre, bajo el sol. La casa es como varias aquí: con corredor y horcones. Mientras camina  por el patio frontal va señalando los lugares en donde quedaron los cadáveres.  Acá es en donde cinco de las víctimas se encontraban aquella noche vieja. Aquí quedaron cuatro, porque Luis murió en el platanar y a uno más, testifican los vecinos, se lo llevaron a matar a un sector conocido como Aldeas.

La casa es reflejo de un fenómeno que abarca el cantón. Hacen vida entre recordatorios de muerte y violencia. En el lugar en donde quedó uno de los cuerpos ahora hay un árbol y flores. Afuera, a un lado de la calle, hay una cruz pintada de blanco a la par de donde quedaron los agujeros de siete impactos de bala que nadie ha querido tapar. Ahí, quedó otro cuerpo.

—¿Cómo se vive aquí después de esa masacre?

—Con miedo.

—¿A quién?

—No le voy a mentir, a la policía.

***

Dice que recibió los primeros rayos de sol de 2016 en un estado de shock. Entre la bulla el miedo la confusión, no se habían dado cuenta de cómo habían quedado los cuerpos. Ese amanecer silencioso y con sabor a resaca a ella le reveló la imagen del cadáver de su hijo tirado en la calle, rodeado de policías con rostros cubiertos y armados.

«No dejaron que les pusiéramos encima ni una colcha ni nada porque dijeron que les botábamos la evidencia, ¿cuál?, si aquí varios vimos cuando les pusieron las armas. Los dejaron ahí, que se asolearan como que fueran a saber qué». Asegura que el personal de Medicina Legal llegó hasta después del mediodía. «Él era un poco gordito, me lo entregaron ya como a las 5 de la tarde, bien maltratado», dice y baja la mirada.

Gente de la Fiscalía la ha entrevistado. Y asegura que ha sido firme en negar el enfrentamiento. Pero no tiene ninguna fe en que las investigaciones vayan por ese rumbo. Ni ella, ni el resto de familiares de las víctimas de esa masacre que se han quedado a habitar este lugar lleno de agujeros de bala, cruces y grafitis mal cubiertos.