La justicia que persigue a los pequeños

La persecución y el castigo de los delitos de corrupción de alto impacto han sido una deuda del Estado salvadoreño desde la década pasada. El examen a las sentencias relativas da como resultado una constante: los castigados son funcionarios de bajo rango, con pocas responsabilidades. Las excepciones se cuentan con los dedos de una mano.

Fotografías de Archivo / Ilustración de Moris Aldana
Excepción. El de Carlos Perla, expresidente de ANDA, es uno de los pocos casos de funcionarios de alto rango que llegó a una condena.

El Salvador es un Estado corrupto. Así lo muestra, por ejemplo, el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional, donde El Salvador, con un puntaje de 33 puntos, se coloca en el puesto 112 de una lista de 180 naciones a escala mundial.

Esta, la opinión de empresarios y analistas, encuentra eco en uno de los últimos informes del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (ICEFI), en el que se sostiene que en El Salvador “la corrupción, además de manifestarse en el gobierno central, pareciera afectar de forma particularmente aguda a los gobiernos locales, a las entidades descentralizadas y a las empresas públicas”.

Eso sin contar la existente en los otros poderes del Estado, sobre todo en el Judicial, que el fiscal general de la República, Douglas Meléndez, se ha encargado de denunciar en cuanta comparecencia pública se le presenta. El mismo estudio de ICEFI, “La corrupción, sus caminos e impacto en la sociedad y una agenda para enfrentarla en el Triángulo Norte Centroamericano”, señala que debido solo a un puñado de casos emblemáticos de esta y la década pasada, el país ha perdido $550.9 millones, el equivalente al 2.1 % del PIB en 2015. O, lo que es lo mismo, lo suficiente para construir más de 10 centros médicos similares al Hospital Nacional de la Mujer.

“La corrupción es un mal doble: el funcionario no utiliza su tiempo y energía en hacer lo que debe hacer, un servicio para el bien común, sino que ocupa ese tiempo en crear y ejecutar planes para saquear los bienes del Estado”, comenta Carlos Ponce, criminólogo salvadoreño y exfuncionario de la Unidad contra el Crimen Organizado de la FGR.

El Código Penal de El Salvador cataloga 11 delitos como específicos de la corrupción. De estos, la Fiscalía General de la República ha ingresado 4,203 casos desde 2003 hasta 2017. Catorce años a un ritmo de 300 cada ejercicio. Un caso de corrupción cada 29 horas.

Uno de los más procesados es el peculado, aquel en el que un funcionario público se apropia para su beneficio (o el de otros) de dinero o cualquier otro bien de cuya administración está encargado. En este mismo período, 1,164 casos han sido ingresados a la Fiscalía solo en referencia a este delito.

Este nombre, “peculado”, ha sido parte de las acusaciones más impresionantes de la Fiscalía General de la República en los últimos años, como aquella en contra de Elías Antonio Saca, el expresidente acusado de apropiarse de más de $300 millones de la partida secreta de la Presidencia.

Los números de casos son altos, pero parecen encontrarse con un embudo en su camino en los tribunales. Esta revista revisó todas las sentencias digitalizadas en el sistema integrado de la Corte Suprema de Justicia hasta junio de 2016 y consultó el sitio web Jurisprudencia.gob.sv para actualizarlo hasta 2017. La búsqueda se realizó en torno de cuatro delitos, los más graves dentro de los catalogados como de corrupción: peculado, malversación, cohecho propio y cohecho impropio.

De estos cuatro delitos se encontró que, desde 2003 hasta 2017, 68 procesos llegaron al menos hasta la fase de sentencia, donde un juez define si un imputado es culpable o no de la acusación que pesa sobre sus hombros.

Las victorias para la Fiscalía tampoco han sido una constante: solo en 30 de esos casos se encontraron culpables a los acusados, muchos de los cuales conmutaron sus penas por servicios sociales. Este último punto se debe a las bajas condenas referentes a los delitos de corrupción que estipula el actual Código Penal.

 

Ilustración de Moris Aldana

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UNA JUSTICIA SELECTIVA

Éver Alexánder no ganaba mal como empleado de la Alcaldía de San Salvador. Los $506 que percibía mensualmente lo colocaban muy por encima del salario mínimo, ese que todavía es un sueño por cumplir para muchos en un país como El Salvador.

Su trabajo consistía en cobrar, para la Administración Municipal de Mercados, el dinero surgido del uso de los sanitarios públicos y de las moras de los puestos fijos de varios sectores de la capital.

Fueron más de $5,000 los que el acusado sustrajo para sí en un período de dos años, entre 2012 y 2013. Una cifra parecida al sueldo ganado por un diputado de la Asamblea Legislativa, teniendo en cuenta los gastos de representación.

El modus operandi de Éver no era para nada sofisticado. Según explicó una testigo identificada como Bertilla F. de R., ella compartía con él la administración del baño del Edificio 9 del mercado Central. De todo lo que se recolectaba en 15 días, ella debía pagarle el sueldo a dos empleados y entregarle $309 a Éver. Este, dijo Bertilla, a veces le entregaba un recibo como comprobante, a veces no. Por ello, un día de tantos recibió un llamado de atención desde el Departamento de Zonas del mercado Central de San Salvador. Era la jefa, que en el texto de la sentencia aparece solo como Marta Inés.

Esta le advirtió que se encontraba en mora con la comuna, que adeudaba lo correspondiente a siete meses. La cabeza se le llenó de confusión: religiosamente ella había entregado a Éver la cuota asignada. Bertilla explicó lo que había pasado, esperando que le creyeran. Contra todo pronóstico, así fue: a la jefa ya le habían llegado varias denuncias de que Éver no estaba entregando los comprobantes. Por ello decidieron hacerle una auditoría a su trabajo.

 

Se asume que la persona que comete el acto de corrupción es la que firma un documento, excluyendo a sus superiores de cualquier responsabilidad. Óscar Campos, del ISD, aporta un ejemplo para ilustrar el punto, el caso Correos, en el que se desviaron fondos estatales a través de la fundación Comité Pro Mejoramiento del Empleado Postal, pero solo se procesaron a los directivos en mandos medios. Eso, dice López, de FUNDE, contraviene a un principio reflejado en la Ley de la Corte de Cuentas.

 

Como Bertilla, otras seis personas habían sido engañadas, aunque con montos inferiores a los de ella. Con todo sumado, el personal de la alcaldía advirtió que una sola persona le había robado a la comuna $5,147.67.

En el juicio, ocurrido el 11 de junio de 2014, la declaración de 10 personas, múltiples pruebas documentales y una pericia contable hicieron que el juez sentenciara al acusado por peculado a seis años de prisión, que actualmente cumple en el centro penal La Esperanza.

Este es uno de los casos por delitos relacionados con la corrupción en los que la Fiscalía General de la República ha logrado que un juez condene a un imputado. Se trata de un funcionario de bajo rango, con pocas responsabilidades en sus manos. El monto, como se dijo más arriba, no supera el sueldo recibido por un diputado cada mes.

Y este caso en particular es un ejemplo para mostrar qué tipo de funcionarios son los que se condenan en este país por delitos ligados a la corrupción. Ahí está también el proceso de Gilma Cristina G. de L., quien trabajaba como colectora del sitio arqueológico El Tazumal. Fue condenada en 2015 a dos años de prisión por apropiarse de $322 en entradas al parque.
O el de cuatro empleados del Ministerio de Obras Públicas, quienes fueron sorprendidos por dos policías mientras sustraían 40 barriles de diésel de la planta asfáltica de la institución en San Miguel, a quienes se les dieron entre tres y medio y cinco años de cárcel.

 

Presiones. El fiscal general, Douglas Meléndez, ya ha denunciado amenazas en su contra por sus investigaciones. Ese es otro factor que evita que hayan más indagaciones de alto perfil en corrupción.

 

“En casos en los que los implicados son servidores públicos de menor valía, la justicia llega hasta el final. Tiene que ver con el tema de la impunidad, que de manera general se ha apropiado de las instituciones públicas”, comenta Óscar Campos, de la Iniciativa Social para la Democracia (ISD).

Algo parecido señala Jaime López, de FUNDE, basado en los incipientes hallazgos que ha arrojado un recién iniciado proyecto de la ONG para estudiar la corrupción en el país. Uno de ellos tiene que ver con la cadena de mando: se asume que la persona que comete el acto de corrupción es la que firma un documento, excluyendo a sus superiores de cualquier responsabilidad.
Óscar Campos, del ISD, aporta un ejemplo para ilustrar el punto, el caso Correos, en el que se desviaron fondos estatales a través de la fundación Comité Pro Mejoramiento del Empleado Postal, pero solo se procesaron a los directivos en mandos medios.

 

Directora. Gladis Marina Mazariego Sosa, exdirectora del centro escolar Wálter Thilo Deininger, fue condenada en 2017 a 12 años de cárcel por apropiarse de más de $60,000.

Eso, dice López, de FUNDE, contraviene a un principio reflejado en la Ley de la Corte de Cuentas, que expresa que la responsabilidad final siempre es del titular de la institución.
“Eso, que se deje fuera a los titulares y solo se procese a funcionarios de rango bajo, lo ves en todos lados, no solo en el ámbito penal, sino también en la misma Corte de Cuentas, o en el Tribunal de Ética Gubernamental”, comenta López.

Es posible contar con los dedos de la mano a aquellos empleados públicos que estaban en puestos altos en alguna institución del país cuando cometieron los delitos y fueron procesados. Y el que más acude a la memoria es el de Carlos Perla, presidente de la Administración Nacional de Acueductos y Alcantarillados (ANDA) entre 1994 y 2002. Él fue condenado a 15 años de prisión luego de que se comprobó, entre otras cosas, que había utilizado recursos y personal de ANDA para construir su mansión. Sin embargo, nunca se le procesó por al menos otros dos proyectos henchidos de incógnitas: Río Lempa 2 y el Reservorio de Nejapa, en los que estaban involucrados más de $30 millones. Después de cumplir dos terceras partes de su condena, fue liberado en 2015.

El caso inició cuando Belisario Artiga era fiscal general de la República. Hablar del caso lo llena de alegría todavía hoy, mientras viste de traje impecable en esta cafetería de San Salvador y luce mucho menos cabello que cuando aparecía dando declaraciones en los periódicos. El de ANDA es esa excepción que tiene toda la regla: un funcionario importante del partido de Gobierno fue investigado mientras todavía se encontraba en el cargo. Algo “inexplicable e insólito”, en palabras de Jaime López, de FUNDE, pues, además de la condena, se lograron recuperar activos a favor del Estado.

Pero ese es el único caso que puede llenar de orgullo a Belisario Artiga en el combate a la corrupción. Muchos otros que se judicializaron durante su gestión, como el del Banco de Fomento Agropecuario (que contó con Enrique Rais como uno de sus imputa dos), terminaron con varios de sus acusados sobreseidos apenas en la fase de instrucción.

“Para ello hay que entender que estrenábamos todo un sistema, pasamos de una época en que la investigación estaba a cargo de los jueces y pasó a ser responsabilidad de los fiscales. Tampoco contábamos con un montón de herramientas como las que se tienen ahora, como las escuchas telefónicas”, comenta Belisario en esta cafetería de San Salvador. En su época, la prioridad fue parar los secuestros, que tenían entre sus víctimas predilectas a ciudadanos de altos ingresos.

Para Martín Rogel Zepeda, magistrado suplente de la Corte Suprema de Justicia, otro elemento que ha evitado que haya más casos de alto perfil en delitos de corrupción es la complejidad misma de los casos. Primero, porque son procesos que exigen múltiples habilidades de los fiscales y, en ocasiones, colaboraciones transnacionales, que llevan mucho tiempo.

“Los términos de las prescripciones se vuelven, en la práctica, más cortos, pues son mucho más complejos que los de la delincuencia común”, comenta Rogel. Segundo, porque a mayores recursos, mejores probabilidades hay de defenderse: los abogados defensores tienen un alto nivel técnico, los procesados son capaces de pagar por pruebas periciales como evidencia de descargo. “Eso le mete a los casos un mayor nivel de discusión”, dice Rogel.

La Fiscalía salvadoreña ha sido criticada por sus fracasos en sus casos más mediáticos. Los golpes han sido tan fuertes que incluso Douglas Meléndez decidió prescindir de los servicios de su jefe de la Unidad Anticorrupción, Andrés Amaya. Al día de hoy, según el jefe de Comunicaciones de la FGR, Salvador Martínez, no se ha nombrado uno nuevo. Al frente continúa un director interino. Por ello no fue posible obtener apreciaciones desde la Fiscalía para este trabajo. Douglas Meléndez ha achacado los traspiés a las decisiones de los jueces. Los juzgadores le han recriminado un deficiente trabajo de sus hombres.

Algo en lo que está de acuerdo el magistrado suplente Martín Rogel Zepeda, quien señala que en los grandes casos es común la presentación de grandes volúmenes de evidencia: “Pero se trata de prueba dispersa, que no termina de demostrar los delitos de los acusados”. Se teme que ese pueda ser el caso del que, hasta ahora, es el buque insignia de la institución, la acusación contra Antonio Saca y una red de colaboradores. Si bien se reconoce que la existencia misma del proceso es un paso adelante, habrá que esperar su recorrido en los tribunales para evaluar si, en efecto, se trata de un parteaguas.

 

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COHECHO PROPIO, ¿UN DELITO DE POLICÍAS?

Cuando Jorge apenas había ingresado a El Salvador desde su país, Guatemala, fue detenido por un retén policial en la carretera que de la frontera Las Chinamas conduce a Ahuachapán, la cabecera departamental. Era el 13 de septiembre de 2012. Los agentes revisaron su vehículo. Descubrieron que en la parte de atrás del carro, el empresario traía una bolsa azul, de esas que se le entregan al cliente en una famosa tienda de ropa. En esta, Jorge traía dinero, $20,000, para ser más exactos, que iba a depositar a un banco de la ciudad.

Jorge no opuso ninguna resistencia, pues el paquete podía verse a simple vista. Además, ya había declarado el origen del efectivo en su entrada por Las Chinamas y el objetivo de su viaje: depositarlo en la cuenta de banco de una empresa salvadoreña con la que tenía años de hacer negocios. El policía no quedó satisfecho con la respuesta y amenazó con apresarlo. Para evitarlo, le pidió un pago. Jorge ofreció $80. No era suficiente.

“No soy solo yo, somos otros tres… Mejor voy a llamar a mi jefe”, comentó el agente. El oficial a cargo llegó hasta el vehículo. Jorge, entonces, fijó el monto en $500, temiendo que lo llevaran a una bartolina. “Otra vez vino uno que solo traía $13,000 y nos dio $1,500”, dijo el jefe para justificar su demanda. Los $1,500 salieron de la bolsa, para satisfacción de los uniformados.
Jorge pudo llegar hasta la agencia bancaria para depositar el resto del dinero. Pero no se quedó ahí. Días después, puso una denuncia en la Policía Nacional Civil.

Los meses pasaron y la Fiscalía inició un proceso contra el agente que hizo la inspección y contra su superior. Estos tuvieron en su contra el comprobante de origen del dinero y el testimonio de una persona que presenció directamente la extorsión.
Por eso, el Tribunal de Sentencia de Ahuachapán los condenó a tres años de prisión, que fueron condonados, dado el corto período de la pena, por actividades de servicio social. Eso sí, se les inhabilitó para ejercer cualquier cargo público durante la pena.

El delito por el que los dos policías fueron sentenciados se conoce como cohecho propio, definido por el Código Penal como aquella acción en que un empleado público recibe una dádiva o pago para realizar un acto contrario a sus deberes. Se puede definir como cohecho propio, por tanto, a la recepción de cualquier soborno.

 

El investigador de FUNDE habla de otro de los hallazgos de sus primeros estudios: la certeza de que el encubrimiento al más alto nivel es algo “sistemático”. Y ocupa la figura de círculos concéntricos para analizar las redes de corrupción: existe uno, el que está en el centro, que puede ser el de la Presidencia de la República y su partida secreta, que es intocable. Luego, hacia afuera, hay otros círculos que van haciéndose cada vez más vulnerables, como el de los policías.

 

Y los policías parecen los más expuestos a cometer este tipo de delitos o, por lo menos, a ser procesados por ellos: En las 34 sentencias que pudo revisar esta revista, solo tres funcionarios acusados no eran policías. En ese universo, solo siete fallos fueron condenatorios. Los sentenciados eran, como no, miembros de la PNC.

Para Jaime López, miembro de la Fundación Nacional para el Desarrollo (FUNDE), este hallazgo es esperable teniendo en cuenta la naturaleza del trabajo de los agentes policiales, donde existe mucha discrecionalidad: “trabajan en la frontera del delito”.

Para Rodrigo Ávila, exdirector de la Policía Nacional Civil, que haya tantos policías condenados y procesados puede ser un buen síntoma: señala que los mecanismos de control son efectivos.

Eso mismo lo apoya Jaime López, pero viéndolo desde una óptica distinta: es señal de que en el resto de instituciones no existen vías suficientemente rápidas para detectar actos de corrupción. Para él, es casi imposible que en otras instituciones no existan funcionarios que acepten sobornos.

“Nadie va a cuestionar un fallo de un juez o una ley emitida por la Asamblea Legislativa, aunque haya existido pagos a diputados para que voten por esa ley”, opina Jaime.

El investigador de FUNDE habla de otro de los hallazgos de sus primeros estudios: la certeza de que el encubrimiento al más alto nivel es algo “sistemático”. Y ocupa la figura de círculos concéntricos para analizar las redes de corrupción: existe uno, el que está en el centro, que puede ser el de la Presidencia de la República y su partida secreta, que es intocable. Luego, hacia afuera, hay otros círculos que van haciéndose cada vez más vulnerables, como el de los policías.

“A estos sí es más fácil agarrarlos, porque no tienen el nivel de protección, ni las conexiones, ni nada. Y no le afectan al sistema. A nadie le afecta que un policía de calle sea procesado, pero sí afecta que un presidente lo sea”, comenta López.

 

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INVESTIGAR EL PRESENTE

En países de institucionalidad débil, como El Salvador, la necesidad de un ente externo de investigación, como la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), siempre se antoja como un tema, al menos, de discusión. Para el criminólogo y exfiscal Mario Ponce, una entidad como esta sería de mucha utilidad en el país, pues le quitaría parte de la presión a la Fiscalía General de la República. Pero si se aplica, opina, esta debe enfocarse en delitos del presente.

“De nada sirviera que se empezara a investigar a gente (por delitos del pasado) mientras las estructuras que actualmente están delinquiendo dentro del Estado lo siguen haciendo a sus anchas”, comenta. Ese fue, dice, el camino tomado, tras varios años de prueba y error, por la misma CICIG, que ahora cuenta por decenas a los procesados por delitos de corrupción.

Pero ese derrotero, el de enfocarse en las estructuras aún activas, ¿podría aplicársele a la Fiscalía General de la República y a su relativamente reciente Grupo Contra la Impunidad?

Desde el patio de la organización para la que trabaja, FUNDE, Jaime López conserva su sonrisa de siempre y habla de forma pausada mientras acaricia los dedos de su mano derecha. Pero no tarda mucho en ensayar una respuesta: en una institución con recursos limitados, esa podría ser una respuesta para maximizarlos. Eso y enfocarse en la investigación ya no de casos, sino de estructuras, como lo indican los nuevos enfoques de la macrocriminalidad: a los peces gordos se les caza en redes. El camino llevaría, por otra parte, a establecer las conexiones existentes entre las diferentes redes de corrupción.

“Si investigas el presente, vas a llegar al pasado, porque estas redes hacen negocios en todos los gobiernos. La venta de medicamentos fraudulenta, eso es un esquema que viene de varios gobiernos. O las modalidades de contratación en la obra pública, son muy parecidas, y son carteles los que dominan cada sector. No importa si investigas pasado o presente, vas a llegar a la conclusión de que los actores activos de la corrupción son los mismos”, comenta Manfredo Marroquín, director de la guatemalteca Acción Ciudadana, quien ha tenido la oportunidad de ver de cerca, y de fiscalizar, el trabajo hecho por CICIG desde sus inicios.

Pero en la ecuación guatemalteca hay otro elemento que va más allá de sus instituciones: el trabajo de su sociedad civil, que se ha manifestado, sobre todo, volviéndose una sola garganta en las plazas públicas de la nación centroamericana. Otra cosa en la que se diferencia de El Salvador: la indignación dura solo días después de que se conoce un nuevo escándalo. Para Jaime López, de FUNDE, ese es el nuevo reto de organizaciones como aquella a la que él pertenece: mantener en la discusión los casos, más allá de lo que aparezca en los medios de comunicación. Hacer presión desde una organizada sociedad.

“Yo creo que las organizaciones civiles, el caso nuestro, hemos estado enfocados en ‘más transparencia, más transparencia’. Ha sido un error. Una gran lección es que más transparencia no significa menos corrupción. Porque los casos llegan a la opinión pública, pero no pasa nada”, comenta Jaime, lanzando una sonrisa y un gesto de mea culpa en el frescor de la media mañana.

 

Señales. El proceso contra Antonio Saca puede convertirse en el parteaguas en la lucha contra la corrupción, que demuestre que el Estado no solo castiga a funcionarios de bajo rango, como Reynaldo Lara Chávez, acusado de robarse cupones de gasolina en el Ministerio de Obras Públicas.
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