Meridiano 89 oeste

La hortensia, la araña y el hombre

Vi la nueva hortensia con sus medallones azules y recordé el tráfico de la tarde. Pensé en lo insidioso de estas formas inconscientes de enfrentarnos con la vida y la muerte. Son maneras establecidas de ordenar nuestros días sin ser plenamente conscientes de lo que estamos haciendo.

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INVESTIGADORA Y ESCRITORA RADICADA ENTRE MADISON, WISCONSIN, Y SAN SALVADOR

Antes, por la ventana de la cocina alcanzaba a ver el patio de la vecina y, allí, su hortensia que no daba flores. La planta era sana y verde como el jade, pero se resistía a florecer. La dueña me comentó acerca de eso hoy, sobre todas las artimañas que había intentado para forzarla a dar flores.

La última vez que había florecido fue en el propio invernadero de Walmart, donde la compró hace tres años. Hasta que, hace poco, alguien le comentó que el problema era la variación de planta: no era apta para el clima de Wisconsin. Había comprado una hortensia mala entre tantas más resistentes. Esa se autorregulaba en los inviernos para conservar energía vital. Al fin, la vecina terminó extrayéndola de la tierra y consiguiendo otra hortensia más servicial que, hasta hoy, da flores turquesas atractivas.

En la ventana de la cocina, a mediodía, no sé ni quien se fijó primero que había una araña que había atrapado una mosca en un rincón. La mosca era, quizá, ocho veces más grande que la araña. La vi con mis hijos unos minutos, mientras pinzaba y jalaba a la mosca. La mosca movía las patitas al principio, pero, al rato, se le quedaron tiesas. La araña solo aceleraba el ritmo de su labor jalando al insecto a través de la telaraña, amarrándola.

Cuando se aburrieron de observar la escena, me tuve que poner entre mis hijos y la araña, porque vi que estaban ansiosos por matarla. Mi hijo me dijo que solo la iba a sacar de la casa. Yo me opuse, explicándole que, si la molestábamos, íbamos a arruinar todo el sistema y el trabajo que acabábamos de estar, maravillados, viendo.

Pensando haber apaciguado a mis hijos lo suficiente, salí hacia la casa de Beto, un amigo de la tercera edad que estaba ingresando a un centro de hospicio. Tiene una enfermedad terminal de los pulmones que no le permite respirar bien, “por fumar demasiado en la juventud y por los genes”, me había contado alguna vez.

Monté todo un equipo de tanques de oxígeno, aparatos y la andadera de Beto al carro. Al final se subió también él, agradeciendo el clima fresco. Me dijo que, cuando el tiempo está caluroso y húmedo, le entra una sensación de voracidad de aire. Nos tocó el tráfico de las 5 de la tarde. En algún momento me pitaron por manejar con más cuidado de lo normal, con más lentitud, y me sentí atrapada por la agresividad de los otros carros, las carreras y la agitación humana. Mientras tanto, Beto invertía toda su energía vital en respirar y en no morir. Y, sin embargo, a medio camino recordó que era mi cumpleaños y me cantó “Cumpleaños feliz”, con su voz rasposa y a pesar de la falta de aire.

Cuando regresé a la ventana de la cocina vi que tanto la mosca como la araña y la telaraña ya no estaban. Ni estaban mis hijos para preguntarles por ella. Vi la nueva hortensia con sus medallones azules y recordé el tráfico de la tarde. Pensé en lo insidioso de estas formas inconscientes de enfrentarnos con la vida y la muerte. Son maneras establecidas de ordenar nuestros días sin ser plenamente conscientes de lo que estamos haciendo. La alternativa cuesta más; implica atención, reflexión, tolerancia y empatía, pero, quizás con más conciencia, percibiríamos más lo que es real y esencial de la vida.

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