La narcoviolencia ha vuelto a asesinar a un periodista en México. Javier Valdez, periodista de Ríodoce, de 50 años, uno de los reporteros que más y mejor han contado la violencia del narcotráfico en Sinaloa, recibió más de 10 disparos el lunes 15 de mayo, a plena luz del día en Culiacán, la capital del estado, después de que unos hombres interceptaron su vehículo. Valdez es el sexto periodista asesinado en lo que va del año en México, más de la mitad que el año pasado, que batió récords con 11 ejecuciones. Desde 2000 han muerto más de 100.

Javier Valdez, un guía en el infierno

Un reportaje de El País

fotografias de Agencias

La imagen habla por sí sola. El sombrero tapa el rostro de la víctima, tendida sobre el asfalto de Culiacán. Cualquier habitante de la capital de Sinaloa reconoce la prenda. Era el sombrero con el que Javier Valdez, uno de los periodistas más valientes del país, se dejaba ver por las calles de la ciudad. El reportero y escritor ha sido asesinado el pasado lunes cerca de Ríodoce, la publicación que fundó en 2003 junto con Ismael Bojórquez y Alejandro Sicairos.

El crimen ha causado un fuerte impacto en el medio periodístico mexicano. “Es muy fuerte, no lo asimilo todavía”, cuenta Diego Enrique Osorno. El periodista afincado en Monterrey, como muchos otros colegas, encontraba en Valdez un referente para entender y moverse entre las pantanosas informaciones del narcotráfico en Sinaloa. “Además de ser un periodista muy comprometido con la verdad, conocía los códigos del mundo de la mafia. Tenía fuentes en todos lados”, cuenta Osorno.

Valdez (Culiacán, 1967) era una aduana fundamental para los periodistas nacionales y extranjeros que visitaban Sinaloa con la finalidad de escribir la enésima información sobre el cartel. El periodista podía ayudar con alguna cita para el reportaje o aportaba información “off the record” cuando las condiciones de seguridad en la entidad inclinaban a los periodistas locales a una necesaria autocensura.

La escritora y periodista Lydia Cacho preparaba una nueva visita a Sinaloa. Hace una semana habló por última vez con Valdez, su amigo. La conversación estuvo marcada por la preocupación del aumento de la violencia contra los periodistas y una dosis de humor negro. “Entre broma y en serio decíamos que cada vez quedamos menos”, relata Cacho.

La legitimidad de Valdez partía de su valentía. No abandonó Sinaloa, ni siquiera con la crisis de violencia que la entidad alcanzó en 2011 con la guerra contra la delincuencia organizada de Felipe Calderón. “Sabía que había que dar la batalla hasta el final”, afirma Cacho.
En una entrevista en 2011, Valdez habló de cómo mantenerse cuerdo en medio de la barbarie. “Me ayuda ir a terapia: lo hice cada semana durante dos años en un período muy crítico y definitorio para mí y lo hago ahora en ciertas coyunturas”, dijo el periodista a Luis Castrillón. Otro tratamiento era, de vez en cuando, “un whisky sin agua mineral ni rocas”. Cuando nada de eso funcionaba, tenía otra cura: escribir.

Reportero y corresponsal del diario La Jornada, Valdez decidió fundar en 2003 su propio medio. En Ríodoce se propuso, junto con otros colegas, contar el narcotráfico como si fuera una fuente. Con crónicas, poniendo rostro a las víctimas, los periodistas relataban y explicaban la cotidianidad del crimen organizado en ese estado del norte de México. “En su columna semanal, Malayerba, Valdez retrataba la fuerza cultural del narcotráfico en esa región. Al narco no lo protege el Gobierno, lo protege la sociedad”, apunta Osorno.
“Fundó una forma diferente de periodismo y fue un maestro para muchos de nosotros. A mí me ayudó a aproximarme a estos temas sin arriesgar a las familias de las víctimas. Era una obsesión de su trabajo”, dice Lydia Cacho.

La Universidad de Columbia, en Nueva York, reconoció el trabajo “heroico” de los periodistas de Ríodoce en 2011. La misma organización que entrega el Premio Pulitzer les otorgó el premio María Moors Cabot por su excelencia en la cobertura en América Latina.

Valdez es asesinado en un momento de plenitud en su trayectoria periodística. Sin dejar la redacción del diario, había encontrado también éxito como escritor. La editorial Penguin Random House le había publicado cinco libros y preparaba un sexto. Su obra –“Miss Narco”, “Los morros del narco”, “Levantones: historias reales”, “Con una granada en la boca”, “Huérfanos del narco” y “Narcoperiodismo”– deja testimonio del mismo horror que hoy le ha quitado la vida.

“En sus crónicas había un genuino dolor para tratar de entender la dimensión humana de la catástrofe”, asegura su editor, Ricardo Cayuela. “Por eso es brutalmente inaceptable su crimen. Se han llevado al más atento al dolor de los otros”.

Miedo
Pasadas las 9:30 de la mañana, los peldaños de la entrada a la catedral presentaban un mural de gritos, lamentos y quejidos. Se juntaron alrededor de 200 periodistas. Uno de los más veteranos, Jorge Guillermo Cano, responsable de la revista Vértice, tomó la palabra: “Esta es una profesión que debería ser digna y respetada, pero no lo es por los que gobiernan”. Era difícil saber si se refería al Gobierno legítimo; el que dirige el estado de Sinaloa, en México; o al de las sombras y los cuernos de chivo, el Gobierno del narco.
En Culiacán, la capital, la lluvia cae desde la madrugada. Son gotas muy finas, extrañas en esta época del año. Se siente el calor de la costa, alejada apenas unos kilómetros de la ciudad. Humedad por todos lados.

La marcha acaba de concluir y es casi mediodía. Los 200 reporteros han alcanzado el Palacio de Gobierno hace un rato, han subido las escaleras, como en la catedral, y han accedido al patio. Muchos llevaban carteles, algunos con la efigie de Javier Valdez. Otros pedían justicia, otros culpaban al gobernador legítimo, Quirino Ordaz, del PRI. Había uno que cargaba incluso un libro del compañero asesinado.

“Tengo que escribir lo que veo y lo que escucho. Tengo que alzar la voz para que sepan que el narco es una plaga”, escribió Valdez. Uno de sus compañeros ha recordado esas palabras durante el recorrido al Palacio de Gobierno. Las ha leído en el mismo punto donde lo mataron, junto a un taller de carros y una escuela infantil; a la vuelta de Ríodoce, en medio de la calle, junto a un ramo de flores. El mismo lugar en el que le dispararon, al menos, 12 veces.

Javier Valdez era una institución en México. Autor de varios libros de crónica sobre el narcotráfico en Sinaloa, hace unos meses presentó el último, “Narcoperiodismo” (Aguilar, 2016). Es un texto triste, a veces ligero y otras denso, un compendio de las fatigas y miserias de la profesión en México: la colaboración obligada con el narco en algunos estados, la represión silenciosa en otros, lo mal pagado que está en todos... En el epílogo habla de la guerra en el estado tras la primera ruptura del cartel de Sinaloa, en 2008. En los años siguientes, cuenta, la violencia alcanzó niveles desconocidos por la batalla entre las facciones que buscaban el liderazgo. En 2010 se registraron 2,250 asesinatos, a razón de casi 200 al mes.

Este año, tras la segunda ruptura, la tendencia es parecida. Si 2016 terminó con 1,161 ejecuciones, en los primeros tres meses de este año ya se han registrado casi la mitad.

“Es un mensaje muy cabrón”, decía el pasado lunes un reconocido periodista de Culiacán. ¿Un mensaje de qué? “De miedo”, aclaraba. Colegas de Javier Valdez se preguntan el motivo de su asesinato. ¿Fue algo que escribió? ¿Algo que no le gustó a alguien? Hace apenas dos semanas, cuando detuvieron a Dámaso López, “el Licenciado”, uno de los sucesores del “Chapo”, una reportera de ese diario preguntó a Valdez por su opinión sobre cómo quedaba la estructura del cartel, pero este pidió no responder. “Disculpa, agradezco tu interés, pero por razones de seguridad, no puedo dar declaraciones, se puso cabrona la situación”, escribió en un mensaje.

Hace un mes, cuando el narco arrojó desde una avioneta un cadáver en Sinaloa, Javier Valdez analizaba el aumento de la sinrazón del crimen organizado. El periodista consideraba que la escalada de violencia ha alcanzado niveles similares a los de 2008, cuando los Beltrán Leyva, la familia de Guzmán y “el Mayo” Zambada se disputaban el poder. “Tenemos una generación más violenta de narcos. Ya no basta con matar, hay que mostrar el cuerpo”, aseguraba Valdez, que lamentaba también cómo la atmósfera en Sinaloa era diferente: “Todo es confuso, la paranoia, el no salir de casa, la ausencia de autoridad por complicidad u omisión… La única diferencia es que ahora la violencia se ha desplazado a las zonas rurales de Culiacán, no a la propia ciudad, como entonces, cuando se convirtió en una morgue”, aseguraba.

En “Narcoperiodismo”, Valdez recuerda los ataques con granadas de fragmentación a su propio semanario, Ríodoce, y al diario El Debate en 2008. Tiempos de la primera ruptura. En 2010, unos pistoleros rafaguearon la sede del diario Noroeste en Mazatlán, al sur del estado: 57 balazos.

En el caso de Noroeste, quizá el diario más importante de la entidad, fue una represalia por publicar una nota que no gustó a uno de los grupos en pugna. Adrián López, su director, cuenta que el diario informó de una balacera en una taquería, dos muertos y un herido. El herido, decían, era un cliente normal, inocente. A los atacantes no les gustó aquello de inocente. Llamaron al diario y dijeron que se trataba de uno de los jefes del bando contrario: de inocente nada. Que tenían tres horas para rectificar. Los reporteros del periódico trataron de confirmar el dato con la Policía. Si era uno de los malos, que la Policía lo dijera. Pero no lo dijo. Y a medianoche les cayeron a plomo, con cuerno de chivo. “Las balas agujerearon hasta el acero de las vigas”, dice Adrián.

Pero ¿qué escribió Javier? ¿De verdad fue algo que escribió? ¿Algo que publicó su semanario?

No es ningún secreto que los hijos de Joaquín Guzmán luchan a muerte en Sinaloa con la facción de Dámaso López, detenido hace un par de semanas en la Ciudad de México. Apodado “el Licenciado”, López, su hijo y el resto de su gente batallan por la hegemonía en la organización, tras la detención y posterior extradición de Guzmán a Estados Unidos. La cuestión es, ¿qué significa la hegemonía? ¿El control de la plaza, Culiacán, Mazatlán? ¿El control de las rutas de heroína, metanfetamina y mariguana al norte? ¿O acaso es una cuestión de imagen, una pelea por la percepción, una forma de mostrarse fuertes ante las autoridades, una medida de presión para negociar?

Lo cierto es que uno y otro bando han cruzado acusaciones a través de los medios de comunicación. Acusaciones que han llegado incluso a la prensa nacional. Y podría ser algo que alguien dijo que no gustó a otro alguien. Enrevesado, mortal.

La batalla de los narcos ha agarrado en medio a Javier, el sexto periodista asesinado en México este año. Por estos atentados, no ha habido ningún detenido. El presidente, Enrique Peña Nieto, condenó el atentado contra Valdez. La reacción a las cinco muertes previas a la de Valdez había sido hasta ahora la designación de un fiscal de Delitos contra la Libertad de Expresión, una medida cuando menos irrisoria si se tiene en cuenta la magnitud de la tragedia.

Rosa María Ríos, compañera de Cano en Vértice, no cree que su muerte implique la ruptura de ningún código, ni siquiera un cambio de tono. “Los códigos están rotos desde hace años. Aquí el ciudadano común está siendo afectado y no sabemos si hemos tocado fondo o no”. Cano añade: “La anormalidad se ha normalizado”.

 


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