El arte de resucitar (Galindo)

Historias sin Cuento

David Escobar Galindo

El arte de resucitar

Desde que era muy niño tuvo aquel sueño recurrente, que era el mismo salvo por los colores con los que aparecía: en época lluviosa prevalecía el celeste y en época seca se imponía el rosa. Nunca le contó a nadie sobre aquello, como por temor a que al mencionarlo se rompiera el encanto. Así llegó a la primera juventud, en la que se abren espontáneamente los caminos de la vida. Para él lo que estaba enfrente era un solo camino. Tampoco se lo dijo a nadie, aunque las preguntas no faltaban:

—¿Ya decidiste lo que vas a hacer de aquí en adelante? —quería indagar su madre con su tenue voz natural.

—Estoy pensando –respondía él, mirando hacia otra parte.

—Hijo, el tiempo no espera. ¿Qué es lo que te llama? —le preguntaba el padre, con su seriedad habitual.

—Oigo voces, nada más —se evadía él, sin soltar prenda.

—A mí se me hace que vas a ser maestro de algo. ¿Te capté? —le decía uno de sus contemporáneos del vecindario.

—No sé todavía —era su respuesta más en confianza.

Y así hasta que un día de tantos desapareció como por arte de magia, sin llevarse ninguna de sus pocas pertenencias. Sus familiares dieron parte a la autoridad, y comenzó la búsqueda. Ningún rastro, ningún indicio. Alguien dijo: “Se lo tragó la tierra”.

Pasó el tiempo, y con la ausencia silenciosa llegó el olvido. Entonces, sin previo aviso, comenzaron a aparecer señales, no de él, sino de sucesos que parecían enlazados por el misterio. Presencias sigilosas, voces en busca de eco, evocaciones e invocaciones en clave espiritual. Y todo aquello era cada vez más atrayente para muchos de los habitantes del lugar y de las zonas circunvecinas.

Un domingo entró la caravana inesperada. Al frente aquel hombre vestido de blanco sobre un caballo de lento andar, como en las estampas más antiguas.

La aldea entera cayó de rodillas, sin que nadie diera indicación para ello. Los recién llegados se reunieron en la plaza, que más parecía un predio baldío. El hombre de blanco se colocó en el centro y comenzó a hablar como si se tratara de un encuentro familiar largamente postergado, con su familia biológica en la primera línea:

—Amados hermanos, yo soy aquel muchacho que un día desapareció de este lugar. Sí, me tragó la tierra. Pero dentro de la tierra no me esperaba la muerte, porque mi sueño de siempre me protegió a cada instante. Era el sueño de resucitar, que estaba conmigo según el color de las estaciones. Llegó el momento en que ese sueño me ordenó seguir su ejemplo, y volví al aire, como un resucitado. Era hora de romper el silencio y de predicar el milagro natural. Es lo que he hecho desde entonces, pero me faltaba el homenaje final al sueño que ha sido mi maestro: envolverme en la luz que nos vio nacer a ambos, a mí y a mi sueño…

Alzó los brazos y la pequeña multitud le acompañó clamando:

—¡Gracias, Maestro!

PALABRAS ENTRE EL HUMO

Los terroristas han existido siempre, y lo que cambia son los argumentos y las vestimentas. En aquella zona los atentados eran frecuentes, porque los bandos políticos se habían vuelto cada vez más adictos a disfrazarse de religiosidad extrema. Y en medio de ellos la población sencilla y natural quedaba como víctima inminente o consumada, sin ninguna capacidad de defensa.

Por eso ahí la vida era un sacrificio cotidiano, que comenzaba por la imposibilidad de respirar sin angustia sofocante. Y es que las explosiones y los incendios habían hecho que el aire libre se fuera convirtiendo en humo atribulado. Las calles eran regueros de ceniza; los balcones, bocanadas de angustia; los jardines, ensayos de cementerios…

Y entonces el silencio fue tomando posesión de todos los espacios disponibles, como un capitán que hubiera resultado vencedor de la campaña de conquista. Un silencio que solo les daba permiso de expresarse a las bombas, a las metralletas y a los gritos que enarbolaban consignas.

Un grupo de muchachos muy jóvenes estaba ahí, sin embargo, aprovechando el silencio para organizar su resistencia.

De pronto algo totalmente insospechado comenzó a hacerse sentir como una onda expansiva con voluntad de invadirlo todo. Un runrún no identificable, un murmullo que quería valer por su cuenta, un tartamudeo insistente…

Hasta que la voz rompió todas las barreras envueltas en papel de aluminio:

—¡La respiración de Dios es el único antídoto contra el terror, cualquiera que sea el origen de este!

PEREGRINOS DE LA MEMORIA

Ahí, muy cerca, se iniciaban los cordones de colinas que se extendían hasta la cordillera del fondo. Detrás de seguro se hallaba el mar oceánico, al que ninguno de los habitantes de los alrededores había tenido acceso nunca, y no porque estuviera demasiado distante, sino porque las gentes del lugar eran obsesivamente montañeses. Ni siquiera los cielos abiertos eran objeto de contemplación, aunque sus colores tunantes parecían la giratoria fantasía de un pintor impresionista.

Aquella actitud y aquella sensación se venían sucediendo con puntualidad impecable generación tras generación, pero algo novedoso estaba empezando a tomar forma en la conciencia de los que eran aún niños aunque ya al borde de la adolescencia. Los mayores no acababan de advertirlo, porque no tenían experiencia al respecto, aunque quizás, sobre todo, por temor a cualquier novedad que les alterara los moldes perfectamente introyectados.

Un día, sin embargo, se produjo un acontecimiento que nadie esperaba: uno de aquellos niños emergentes reunió a todos sus contemporáneos en el único espacio abierto dentro del poblado. Al principio era un encuentro silencioso, como si todos estuvieran esperando alguna señal desconocida.

De repente, y como si brotara de las entrañas del aire, se dejó ver un pájaro que venía agitando sus grandes alas que parecían bordadas con finura magistral. Hizo varios giros sobre las cabezas de los presentes y fue luego a posarse en la rama más cercana, que era la de un árbol que había estado ahí desde siempre, como heraldo impenitente.

Entre los niños se desató un murmullo. Y uno de ellos tomó la palabra sin más, con la precisión de un hombre perfectamente consciente de su destino:

—¿Qué estamos haciendo aquí? Ya es tiempo de que salgamos a cumplir con nuestro trabajo... Hay que ir a rescatar todos los tiempos perdido... Esas vidas que nuestros ascendientes no han vivido y que nos están esperando...

Hubo un estremecimiento entre todos los que recibían el mensaje. Nadie comentó nada, pero era notorio que lo dicho se tomaba como un mandato.

De inmediato la reunión comenzó a disolverse. Se formaron espontáneamente tres columnas que fueron avanzando hacia las afueras de la población, y que se perdieron de inmediato en los entornos.

Los mayores del pueblo parecían recluidos o escondidos en sus rincones habituales. Aquel era ahora un pueblo fantasma y así de seguro se quedaría para siempre.

RESUMEN PARA INICIADOS

El próximo velero llegaría en el siguiente amanecer y había que tenerlo todo listo para el desembarque. Aquella tarde y noche los lugareños de la ensenada hicieron todo lo necesario para que, como siempre, el arribo tuviera el rango de un acontecimiento. Estaba todo listo. El lugar se quedó en silencio, mientras los habitantes se habían ido a descansar por algunos minutos.

` Por algunos minutos... El aire circundante pareció suspirar. Y en ese preciso momento la luz solar lanzó sus primeros dardos entusiastas. Y al hacerlo se hizo evidente que todo el entorno estaba irreconocible. Altas torres, calles asfaltadas y jardines de catálogo. Y ahí, desde el horizonte próximo, venía acercándose el velero... Aquel velero, el que debió haber llegado hacía tres siglos… Y cuando atracó, la transfiguración fue perfecta. Los habitantes salieron de sus escondrijos, como escarabajos atávicos. El Tiempo sonreía desde cualquier azotea.

 


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