Álbum de Libélulas 169 (Galindo)
David Escobar Galindo
Desde que en el colegio comenzó a pensar en lo que sería de grande lo que le brilló en la mente fue el propósito de ser maestra. Cuando se lo dijo a sus padres, ellos reaccionaron con cautela. De seguro querían que fuera profesional de otro nivel. Pero el ansia de enseñar nunca se le apartó de la mente. Lo más curioso fue que al sacar su bachillerato no ingresó en la carrera de Educación. Se quedó como flotando, quizá a la espera de algo promisorio. Lo que los demás imaginaron fue que estaba al acecho de su “príncipe azul”. Ella sonreía para sus adentros sin dar ninguna pista. Un día de tantos decidió irse hacia el extranjero. Y así lo hizo. Se fue a la India, a descubrir otras luces. Volvió y puso un centro de meditación para iluminar vidas.
Lo que sabía de su nombre era que estaba en un péndulo entre Israel y Egipto. En hebreo significaba “amada” y en árabe egipcio “divina belleza”. Pero la verdad era que todo aquello no pasaba de ser anécdota, pues se llamaba Davinia porque su padre se llamaba David, y como él soñó con tener un hijo varón y ponerle su nombre al tener niña optó por la versión femenina del nombre. La vida, sin embargo, movió sus piezas para que aquel nombre se hiciera real. A los 15 años, en su fiesta celebratoria en un club social, conoció a Abraham, que solo era tres años mayor que ella. Ella, que era una adolescente con alma vieja, lo miró a los ojos. Él, que venía de otro tiempo sin saberlo, le devolvió la mirada. Desde entonces están ahí, en su aldea inventada, con rebaños y caravanas en el entorno…
Ella se empeñó en ponerle aquel nombre que ya casi nadie usaba a su hija primogénita, sin ofrecer explicación al respecto. La niña fue, desde el principio, un dechado de vitalidad sonriente, y desde luego todos sus allegados la llamaban Doty, al estilo de esta época. Creció sin contratiempos como si una fuerza viva la acompañara desde algún rincón desconocido de la conciencia; y así llegó a su primera madurez en la que desplegó habilidades empresariales y emprendió familia propia. Cuando el primer embarazo iba bien avanzado, abordó un día a su madre: “Mom, ya sabemos que va a ser niña, y te quiero hacer una pregunta para que me la respondás con toda sinceridad: ¿Por qué me pusiste Dorotea?” La madre sonrió: “Leí en alguna parte que ese nombre significaba “regalo de Dios”, y mirá qué bien nos fue…”
Siempre supo que llevaba aquel nombre por haber nacido un 15 de septiembre, Día de Nuestra Señora de los Dolores. Pero, por venturoso contraste, desde que nació pareció envuelta en un constante soplo de alegría, que se le manifestaba al menor estímulo. Lo que parecía más curioso era que nadie le dijo nunca Lola ni Loly, como hoy se estila: siempre todos la llamaron Dolores. Ella tomaba aquello con desparpajo risueño: “Y es que como todos me dicen Dolores, los dolores se van para otra parte donde no puedan ser reconocidos”. En la medida que iba envejeciendo la salud se le volvía cada vez más ajena a los tropiezos y a los quebrantos. Cualquiera hubiera creído que estaba preparándose para ser eterna. No lo fue, desde luego, pero el día que le tocó partir se llevó una maleta cargada de sonrisas…
Fue una excentricidad con dedicatoria. Se llamaba Dalila porque su madre quería inmunizarla contra el abuso machista que ella había sufrido durante toda la vida. Dalila tomó siempre todo aquello como una especie de broma sin consecuencias, aunque muchos de sus compañeros de generación la veían con cierta suspicacia. Llegó el momento de entrar en relaciones amorosas más formales y algunos andaban a su alrededor, de seguro atraídos por su belleza física y por su personalidad desinhibida. Venían y se alejaban, hasta que aquel muchacho bien aplicado y con vastas lecturas se animó de veras. Noviazgo y compromiso. Llegó el día de la boda. Sorpresa: el novio apareció enteramente rapado. Sonrió para explicarse: “Más vale prevenir que lamentar”.
“¡Qué niña más dulce!” dijeron sus cuatro abuelos cuando fueron a conocerla a la sala de hospital donde su madre había dado a luz unos momentos antes. Y fue decisión unánime que se llamaría así: Dulce. Aquella impresión pareció impregnársele en el subconsciente, como una especie de mandato insoslayable. Pero allá al fondo, muy al fondo, una pequeña llama se mantenía viva, quizás aguardando el momento de hacerse sentir. En esa condición anímica cruzó la adolescencia y la primera juventud. Y ya cuando estaba en el límite de los cuarenta una mirada masculina le desató el incendio. Erupción radiante. “¿Qué se hizo tu dulzura?”, le preguntó una prima sarcástica. “Está floreciendo de veras, porque el amor es la conflagración más dulce que existe…”
Estaba por concluir su educación media y era hora de decidir la ruta del futuro. Se le abría el abanico de las opciones, pero cada vez que iba a escoger alguna, la posibilidad elegible se le escapaba como una mariposilla traviesa. Así pasaban los meses y todo seguía en suspenso. Para tomar un respiro se quedó encerrada unos días en su cuarto, con el pretexto de que estudiaba para la PAES que estaba por llegar. En realidad levitaba en las insistentes indecisiones, como si su voluntad estuviera esperando algún impulso sorpresivo hacia alguna parte. Entonces se dio el suceso. Entró por la ventana una paloma mensajera con un papel en el pico. El mensaje: “¿Querés escaparte conmigo?” Firmado: “Tu vecino de enfrente”. Se asomó a la ventana y gritó: “¡Sí quiero!”
Se vio en el espejo y la imagen que tenía enfrente se fue difuminando como si no resistiera el contacto del aire. Le dio temor aquel efecto y eso la movió a entrar en relación más seria con su novio, que era un deportista de alto riesgo. Se casaron, y lo que descubrieron de inmediato en la vida en común fue su contraste afortunadamente armonioso de temperamentos y de actitudes. Ella suave como su nombre y él aguerrido como su vocación. Ella le ordenaba con serenidad: “Cuidado con mis pétalos”. Y él se explicaba con dulzura: “Soy una máquina feliz”.
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