Historias sin Cuento

Ah, qué bien. Ya lo sé, porque yo soy de huesos azules. Vamos adentro y te lo demuestro.

MISTERIOS DE AZOTEA

–Qué hermoso nombre tienes, Ifigenia. Te lo he dicho muchas veces, pero en este instante me suena como si lo oyera por primera vez…

–Solo yo me llamo así.

–Es nombre clásico.

–Me lo puso mi abuelo, que era un lector empedernido.

–De esos que ya casi no existen.

–Es que ahora la tecla es la que manda.

El señor que estaba frente a ella se rió. Bien hubiera podido ser su abuelo, o su bisabuelo; pero entre ellos, que vivían en el mismo vecindario suburbano, se había establecido una relación que más que eso era un vínculo que cualquier analista sigiloso hubiera podido decir que tenía origen sobrenatural.

–Pero tú, para ser tan joven, tienes, según lo que se adivina con solo mirarte a los ojos, una larga experiencia de vida.

–No sé qué quiere decir con eso, don Segismundo; pero usted bien sabe que su nombre es como una invitación a soñar…

–Y eso, ¿por qué?

–Porque la vida es sueño…

–¡No me digas!

–Don Pedro Calderón de la Barca me lo susurró al oído.

–¡Ifigenia, voy a proponerte algo!

Ella, entonces, se puso a la defensiva.

–Recuerde, don Segismundo, que los años cuentan.

–¿Para qué?

–Para entender lo que uno anhela.

–Ah, pues ahí está la clave: en lo que tú anhelas y en lo que yo anhelo.

–Una azotea que dé al follaje.

–Una azotea que dé a la espuma.

–La montaña.

–El mar.

–¿Cuál es la diferencia?

–La única diferencia es la tiempo.

–No me salga usted también con el tema de los años.

–¿Los años? ¿Qué tienen que ver con soñar?

–Y entonces, don Segismundo, ¿de qué estamos hablando?

–De que los dos queremos ver hacia lo más bello que nos rodea.

–Silencio envuelto en hojas.

–Oleaje convertido en copos.

–Lo triste es que tanto usted como yo vivimos en casitas sin azotea.

–Pero eso tiene remedio.

–¿Cómo?

–Buscando una vivienda que sí la tenga.

–¡Don Segismundo!, ¿qué me está proponiendo?

–Nada, solo conseguir azotea. Y si no se puede de otro modo, por lo menos construyámosla en la mente.

Ambos se rieron, tomados de las manos por primera vez.

Y desde entonces esas manos no volvieron a separarse.
El tiempo las acompaña, sonriente.

AL HAZ DEL HORIZONTE

Los peregrinos se detuvieron como hacían siempre que había que comer algo o descansar un rato. Pero en esa oportunidad, aunque apremiaba el hambre y el cansancio agobiaba, no había en los alrededores nada que les ofreciera auxilio.

–¿Nos quedamos aquí o seguimos caminando? –preguntó el que llevaba la iniciativa.

Todos se miraron a los ojos.

Y el que había preguntado interpretó aquel silencio dubitativo como una señal de seguir. Así lo hicieron.

No muy lejos de ahí encontraron una posada para descansar por algunos momentos y para tomar algunos bocados. Pronto se hallaban de nuevo en ruta.

Pasaron las horas, muy rápido por dentro y muy lentamente por fuera. Y cuando el cansancio y la necesidad ya hacían de las suyas, la voz anterior volvió a sonar:

–¿Nos detenemos o continuamos?

Lo que respondió fue un murmullo de origen desconocido. Todos volvieron a mirarse entre sí. Y alguien se animó a explicar:

–¡Sigamos, porque el horizonte nos avisa que está muy cerca, aguardándonos!

NUBES EN CAMINO

Aquel lugar habitado ni siquiera llegaba a la condición de aldea, y eso hacía que ellos tuvieran tan viva la ilusión de recogerse para entrar en directo contacto con sus experiencias más entrañables. Ahora podían darse el lujo de tal reencuentro emocional, porque un impulso compartido les había llevado a dejar sus ocupaciones normales en función de una aventura de ingenuidad perfecta.

Se instalaron donde pudieron, y no en un sitio de alquiler sino en una habitación casi inexistente que unos moradores dadivosos les ofrecieron por ser los primeros visitantes del lugar en mucho tiempo.

Solo hubo una pregunta dirigida evidentemente a hacer contacto humano:

–Ustedes vienen del trópico, ¿verdad? ¿Y qué los ha guiado hacia estas tierras heladas donde la luz solar parece tan diferente a lo que ustedes conocen en su clima de siempre?

–Las nubes aventureras…

–¿Cómo?

–Las nubes aventureras, que nunca se cansan de inventar cielos alternativos…

Menudearon las sonrisas. Y sin que ninguno de ellos se diera cuenta, las nubes agradecidas estaban ahí, asomadas a las ventanas, reconfirmando su misión de inspiradoras perpetuas.

HUESOS AZULES

La dama vestida con el esmero imaginativo de los personajes que van a lucirse a la alfombra roja en la ceremonia de la entrega del Óscar se detuvo en el vestíbulo de aquel pequeño hotel donde de seguro alguien la aguardaba.

Le preguntó al primer empleado que pasó junto a ella:

–¿Sabe usted por casualidad dónde está el vizconde de Bragelonne?

El aludido puso cara de sorpresa aturdida:

–Disculpe, señora, yo soy del servicio de mantenimiento y no tengo ese dato…

–¿De mantenimiento? Qué emoción, porque yo he sido la eterna mantenida.

En ese instante pasaba alguien que evidentemente era de mayor rango.

–Oiga, ¿tiene usted idea de dónde puede estar el marqués de Casa Molina?

–Le ruego que me acompañe a la recepción.

Ella sonrió con inocultada ironía:

–¡Ah, pero hay una recepción! ¿Y qué celebramos?

–No sé a qué se refiere, señora. ¿Quiere información sobre alguna persona hospedada o sobre alguien a quien hayan invitado a algún evento?

–Ay, no, ¡qué aburrido! Gracias.

A su alrededor siguieron pasando personas del más variado estilo, porque sin duda era un anochecer con buena vibra. Ella lo observaba todo, como si quisiera descubrir algún detalle que fuera verdaderamente de su interés. Y de repente giraron los papeles. Un hombre joven se detuvo junto a ella, vibrando:

–¡Dios mío, estás aquí! ¿Quién me iba a decir que iba a encontrarme con la Reina de Corazones?

–¡Eres tú, Juan del Diablo!

–Perdón: yo soy de sangre azul –dijo él, fingiendo seriedad.

–Ah, qué bien. Ya lo sé, porque yo soy de huesos azules. Vamos adentro y te lo demuestro.

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