Historias sin Cuento

Había caído la tarde y las nubes espumosas ambulaban a través de los tenues velos del colorido crepuscular.

LOS OTROS PEREGRINOS

Había caído la tarde y las nubes espumosas ambulaban a través de los tenues velos del colorido crepuscular. Todo parecía inmerso en una serenidad que mostraba más elocuencia de la usual. Apenas algún transeúnte iba recorriendo el camino, que se deslizaba entre las colinas despobladas de vegetación. Había un hálito desértico en el ambiente, y esa era una característica muy propia de la zona. A lo lejos, algunas luces parpadeantes evidenciaban la presencia de hogueras; y algunos destellos voladores hacían saber que aquella era tierra de espejismos vesperales y nocturnos.
Ya cuando la impulsiva penumbra le ganaba cada vez más espacios a la atribulada claridad, el paisaje entró en una especie de éxtasis, como si fuera un ser contemplativo. Los rebaños que menudeaban en los alrededores se iban difuminando como si quisieran volver a sus orígenes más ingenuos. Y allí, en la lejanía del vacío celeste, la primera estrella tomaba posesión de su sitio reservado desde el día primero.
Todo lo que se sucedía en los entornos era perfectamente común, y ninguno de los que habitaban o circulaban por ahí hubiera detectado nada raro o imprevisto. Pero sí había algo que podía despertar la atención del observador inquisitivo, que tampoco andaba por ahí. Era aquel pequeño grupo de caminantes envueltos en túnicas que por momentos eran oscuras al máximo y de repente adquirían fosforescencias deslumbrantes.
La noche, recién llegada, les seguía los pasos a una distancia casi inexistente.
Tras subir un leve promontorio del camino, el grupo se detuvo, a la expectativa. Del grupo surgió una voz:
—¿Es este el sitio, entonces?
Otra voz de los presentes le respondió:
—Solo necesitamos una señal para saberlo.
Se concentró el silencio, más profundo que antes.
Y mientras el silencio lo iba envolviendo y llenando todo, los oídos expectantes se sentían convocados a recibir el mensaje esperado.
¿Cuánto tiempo estuvieron así, aguardando que algo se hiciera presente con voluntad de respuesta? Afortunadamente, en aquellas condiciones el tiempo era libre para ordenar a su gusto las horas, los días, los años y los siglos…
Y entonces se hizo presente el testimonio doble, que tenía todas las características de un armonioso efluvio en el que coincidían la voluntad del infinito y la emoción del aire. La estrella estaba ahora exactamente sobre las coronillas de los peregrinos y desde algún rincón muy cercano venía aquel llanto de recién nacido.
Los peregrinos se abrazaron y saltaron de alegría:
—¡Este es el lugar y Él está aquí! ¡Aleluya, aleluya, aleluya!
Y en ese justo instante los peregrinos desaparecieron porque tenían que cumplir con su misión de repartir la buena nueva en las redes sociales de la eternidad.

ENTRE EL AGUA Y EL AIRE

El marinero se hallaba recostado en cubierta oteando el horizonte, que como siempre en alta mar semejaba una inmensa piscina sin fin. Recién había pasado el mediodía y la luz del sol brillaba en su momento estelar. Como si se hallaran prendidas de alambres invisibles, algunas nubes se balanceaban haciendo flotar sus sombras sobre las aguas tranquilas. El marinero permanecía absorto en su contemplación habitual de aquella hora, cuando sus compañeros reposaban antes de asumir las responsabilidades vespertinas, y entonces el sosiego era total.
Estaba a punto de quedarse dormido en estado casi fetal cuando el golpe de una ola inesperada lo sacó de su inmersión interior. Se incorporó al instante, como ante el llamado de la fuerza suprema, y comenzó a caminar en círculos, acercándose cada vez más a las barandas laterales, cual si el agua que parecía despertar de su propio letargo fuera de pronto un imán de espuma viva que le hablara al oído.
En verdad, anímicamente venía de otras profundidades, porque su vida en tierra había sido una cadena de adversidades hasta que no halló más salida que buscar las rutas del agua; y hoy la profundidad externa, que se le hacía tan inmediata, lejos de producirle angustia o ansiedad lo ponía en estado de gracia. Escaló el barandal y se mantuvo erguido ahí, sin sostenerse en nada, como si fuera una forma ilusoria del mascarón de proa que no faltaba nunca en los buques antiguos.
De pronto, una ráfaga llegó a envolverlo en un abrazo que tenía todas las características de la bienvenida largamente esperada. Él dejó hacer al aire, con una mezcla espontánea de entrega y de inspiración. En un segundo se encontraba suspendido sobre el piélago líquido, como si ambos, él piélago y él, fueran una sola presencia sobrenatural. Era la sublimación de la libertad perfecta.
Otro de los marineros se asomó cuando eso ocurría y el grito no se hizo esperar:
—¡Milagro, milagro, uno de los nuestros también camina sobre las aguas!

PARÁBOLA DEL PÉNDULO

Estuvo activo en las lides clandestinas desde que aparecieron los primeros grupos de la guerrilla en el país. Pasó ahí toda la guerra, haciendo labores de reclutamiento y de organización. Al llegar el fin de la contienda bélica, pasó a la vida política ya en la legalidad, y cuando el Frente guerrillero arribó al poder dispuso colarse en el área internacional, y así cogió rumbo hacia un puesto en la diplomacia activa. Le dieron a escoger y él escogió Europa. Francia, para ser más precisos. De las barrancas pobladas de malezas en los montes del pasado a las callejuelas clásicas cerca del Arco del Triunfo en el presente el salto no podía ser más espectacular, y él lo tomaba con la naturalidad propia de su naturaleza imaginativa.
Poco tiempo después de su llegada conoció en una recepción de las muchas a las que acudía a una dama de procedencia evidentemente aristocrática. A todas luces era mayor que él y mostraba la elegancia siempre puesta al día de las féminas acostumbradas a lucirse al máximo sin perder el buen gusto en ningún instante. Madame lo miraba de pronto hasta el fondo de los ojos, como si quisiera descubrir en él imágenes anheladas.
Unos pocos días después se juntaron en un café cerca del Louvre. Ellos dos, solos, ahora ya en el espacio fragante de la confianza.
—¿Cómo me dijiste que te llamas? –le preguntó ella mientras sorbía con exquisito gesto su café nostálgico.
—Adán.
—¡Qué feliz coincidencia: así se llamaba mi padre, Adam! Fue mi cariño más profundo. Lo llevo siempre aquí –y se tocaba el corazón y la frente.
—¿Y tú?
—Alice.
—Como ella: la mujer del personaje que más admiro, Claude Monet, el impresionista. Sus nenúfares flotantes son mi ejemplo. Desde que visité su casa y su jardín en Giverny, ahí nomás en Normandía, he soñado con tener un refugio en los alrededores…
—Pues mira lo que son las cosas: yo tengo una pequeña quinta justamente en ese entorno, también con un estanque poblado de nenúfares… Pero mi sueño está al otro lado del mar: tener una casita muy sencilla en alguna aldea del trópico.
—Ah, pues mi antigua vivienda, que aún conservo en un pueblito del interior del país, rodeado de arboledas y colinas, sería perfecta.
De inmediato juntaron intensamente las manos en un impulso que lo decía todo. Como por obra mágica de un juego existencial, acababan de descubrir que eran el uno para el otro. Así de simple, así de intrépido.
—Vamos a vivir en un péndulo, entonces, entre la Ruta de las Flores y los estanques de Giverny. El destino es el que conduce.
Ambos se rieron con dulzura saboreable para sellar el pacto.

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