Historias sin Cuento

Acababa de sonar la campana que parecía un vivero de ecos y los habitantes de los alrededores se fueron dirigiendo hacia aquella pequeña edificación antigua en la que a diario se celebraba el rito.

MISTERIOS DE CAPILLA

Acababa de sonar la campana que parecía un vivero de ecos y los habitantes de los alrededores se fueron dirigiendo hacia aquella pequeña edificación antigua en la que a diario se celebraba el rito. Como la población había venido creciendo, el espacio era cada vez menos capaz de recibirlos a todos, y por eso el oficiante se colocaba en el atrio con la gente enfrente.
Cuando todos estaban ahí, en silencio impecable, apareció por la puertecita de acceso el monje encargado de la ceremonia. Iba, como siempre, totalmente envuelto en un manto aleteante que lo cubría por completo. Se detuvo en su sitio y alzó las manos, en señal de saludo. Los presentes se arrodillaron al instante, solo por unos segundos, y luego todos se incorporaron como si aquel gesto les hubiera inyectado una energía súbita.
El oficiante inició su oración, que no tenía las características usuales de tal:
“Compañeros de estadía y de viaje, estamos aquí de nuevo con la ilusión vivificante de que el día que acaba de iniciar sea lo que sabemos que es: un nuevo regalo de los dioses. Anoche todos nos dormimos con la fatiga natural después de una jornada de labores diversas; y hoy hemos despertado dispuestos a continuar con las mismas tareas pero de seguro con una leve diferencia: el horizonte está un poco más cerca que ayer, lo cual debería hacernos sentir que los dioses se acercan a nosotros aunque no nos sea posible medir humanamente las distancias. Si el Sol está aquí es porque los dioses nos avisan una vez más que hay un horario disponible, y el hecho de que lo haya es una invitación a ir reconociendo los minutos como piezas del rompecabezas zodiacal que es cada uno de nosotros…”
Tomó un respiro, tal si estuviera conectándose con alguna otra fuente de energía, y luego siguió, con entonación más anhelante:
“Cada uno de nosotros es un universo encarnado, que nunca ha perdido la noción profunda y expansiva de sí mismo. Y el heraldo de ese universo personalizado es el Sol que nos acompaña cada día, como representante directo de los dioses. Tenemos, pues, que seguir el ejemplo del Sol, no como discípulos sumisos, sino como destinatarios entusiastas. Pongámonos en actitud de revelación consciente, que es el mejor homenaje que podemos rendirles a los dioses inspiradores…”
En aquel preciso segundo volvió a sonar la campana, y la construcción a cuya vera se hallaban pareció expandirse como si fuera un torso conmocionado por un suspiro trascendental, que se hubiera instalado ahí para cumplir su misión.
El oficiante extendió los brazos. Todos los presentes hicieron lo mismo, con sincronía perfecta.
—¡El Sol nos llama, para llevarnos a saludar a los dioses!
Al instante, los brazos extendidos se fueron transformando en alas, y de inmediato la bandada completa se alzó en el aire.
Más allá de los entornos, algunos pobladores observaban esa nube de alas que se dirigían hacia el horizonte donde el Sol había aparecido no hacía mucho, y el comentario más común era:
—Los mismos pájaros a la misma hora… Como si fuera una excursión planificada.

MISTERIOS DE SOFÁ

El matrimonio había sido una constante anulación de momentos, unos pocos felices, algunos apacibles y muchos irrelevantes. Y de pronto se hizo presente el vacío sin alternativa del que había que escapar para sobrevivir. El divorcio resultó así el único pasadizo disponible hacia afuera.
Inmediatamente antes de que la ruptura tomara cuerpo en el ámbito legal, los cónyuges se reunieron en la salita de estar de la casa, porque ya no querían hacerlo en el dormitorio, que era hoy un espacio donde lo único permitido era el silencio.
El mobiliario estaba constituido por un sofá adosado a la pared lateral y dos sillas con aire de poltronas. Aquel juego de sala había sido regalo de los abuelos de ambos, que se concertaron para escogerlo en común.
—Para que descansen juntos, muchachos, después de la jornada… –fue la consigna a cuatro voces.
Pero en esta oportunidad la atmósfera era muy distinta. Cada uno se sentó en una poltrona. El sofá vacío parecía observarlos.
—¿Qué nos pasó?
—Nada, y eso es lo peor que puede pasar, sobre todo en pareja.
Se miraron a los ojos, por primera vez en mucho tiempo. Y de pronto les pareció al unísono que las respectivas respiraciones se les enlazaban en un solo suspiro que olía a nuevos desvelos. Fue una sensación dulcemente invitadora, que nunca habían experimentado.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? –le preguntó él, acercándosele.
—Esas cosas no se piensan –respondió ella, con su expresión más dulce.
Unos segundos después habían convertido el mullido sofá en su segundo lecho, que en realidad se disponía a ser el primero. Si hubieran podido tener la imagen de lo que el sofá sentía en aquel instante, de seguro la sonrisa compartida habría sido la más inspiradora sábana…
Santo remedio.

MISTERIOS DE BALCÓN

Vivían ahora en un edificio antiguo, ubicado frente a la Basílica de Jesús de Medinaceli, a las puertas del viejo Madrid. Cuando él se retiró de sus actividades empresariales en ultramar estuvo listo para replantearse opciones de vida, y como su mujer era española por línea familiar, no fue difícil tomar la decisión: se trasladarían al sitio madrileño que les fuera más propicio. Tampoco fue difícil la decisión: cerca de la Plaza de Neptuno, del Museo del Prado y de la Basílica. Afortunadamente hallaron un piso disponible.
Se instalaron durante lo que antes se llamaba Semana de Lázaro, que era la inmediatamente anterior a la Semana de Dolores, antesala de la Semana Santa. Como era abril, la primavera estaba ahí, con la energía propia de los ambientes en los que se mezclan fervorosamente la memoria y la ilusión. El espacio disponible era reducido, en comparación con los que ellos estaban acostumbrados a habitar, pero en cuanto tomaron posesión del mismo sintieron que el balcón principal era un imán irresistible.
La vida fue transcurriendo con normalidad. Una noche cenaban en La Ancha, en la calle trasera del Congreso de los Diputados, también muy cerca de Medinaceli, cuando uno de los vecinos de mesa, desconocido para ellos, les saludó con espontánea confianza:
—Recuerden que mañana tienen que estar atentos a su balcón…
Agradecieron con un gesto, sin captar el sentido de la frase. Entonces recordaron que el siguiente día iba a ser Viernes Santo, y por consiguiente no tenían plan de salir a ninguna parte. Era su primera Semana Santa en Madrid, y ellos no estaban entre los fervorosos tradicionales.
Aquella noche se fueron a vagar por los alrededores de la Plaza Mayor, y en una pequeña taberna entraron a tomar un bajativo, Orujo de hierbas, por ejemplo. En esas estaban cuando desde la barra inmediata alguien les dijo:
—Por favor no lo olviden: mañana, balcón…
Volvieron a agradecer con una sonrisa, y ella le dijo a él:
—Ya van dos, y dicen que la tercera es la vencida.
Caminaban de regreso por la calle silenciosa, y de pronto, desde una callejuela que hacía cruce con la que ellos llevaban surgió aquella pareja de ancianos que se movían como adolescentes. Cuando se encontraron, el señor les habló:
—Hasta luego. Nos vemos mañana. Nosotros en la calle y vosotros en el balcón.
Ellos se fueron a dormir con una inquietud que no tenía nada de ansiedad. Y durmieron con imágenes compartidas, en el centro de las cuales estaba aquel rostro que los contemplaba alternativamente, como queriendo hacerles una invitación muy particular.
A la mañana siguiente lo primero que hicieron fue pasar a la Basílica, en la que no habían entrado ni una sola vez. Ahí supieron que en aquella atardecida saldría la Procesión de Jesús Nazareno de Medinaceli, del sitio en la calle que estaba justamente debajo de su balcón. Empezaban a hallarles sentido a las tres voces que les habían salido al paso.

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Séptimo Sentido

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