Historias sin Cuento

LOS CRISTALES DORMIDOS Los primeros en llegar fueron los hijos llamados naturales de don Adriano, y poco después llegaron los hijos llamados legítimos. Curiosamente, la madre de los hijos tenidos fuera del matrimonio se encontró en la puerta del salón de la funeraria con la esposa del difunto. Solo se cruzaron una mirada y cada […]

LOS CRISTALES DORMIDOS

Los primeros en llegar fueron los hijos llamados naturales de don Adriano, y poco después llegaron los hijos llamados legítimos. Curiosamente, la madre de los hijos tenidos fuera del matrimonio se encontró en la puerta del salón de la funeraria con la esposa del difunto. Solo se cruzaron una mirada y cada una siguió hacia donde estaba su respectivo grupo. En aquel momento, cuando el cadáver acababa de ser llevado en su caja hacia el sitio donde estaría durante la velación, no había nadie más en la sala. El silencio era total, en reproducción póstuma de una vida marcada por el rencor divisorio.

Durante las horas siguientes se acercaron los amigos a dar el pésame, y todo parecía ya normal en el ambiente de la funeraria. Llegaban también las coronas y los ramos de flores, porque el difunto había desempeñado muchos cargos públicos y privados en el curso de su vida, no muy prolongada pero sí muy intensa.

Y en lo tocante a aquella doble vertiente familiar, lo que él nunca hizo fue abrir ningún canal de comunicación entre los descendientes, un varón y una hembra por ambos lados. Así las cosas, en aquella vela se daría la primera oportunidad de verse cara a cara, aunque fuera desde cierta distancia. Y entonces se dio una especie de juego de reflejos totalmente impensable.

Las miradas del varón y de la hembra que estaban en los dos extremos, es decir, en los puestos más distantes, se cruzaron en un hilo de vibraciones. Él era el hijo legítimo y ella era la hija natural. Nadie se dio cuenta, salvo ellos.

Pasó el velorio, pasó el entierro, pasó el novenario. Después, como siempre, el silencio. Solo aquellas miradas cruzadas no cesaron. Hasta que estalló el petardo. Un romance prohibido era ya inocultable. El escándalo familiar no se hizo esperar. Y entonces ellos le echaron más leña al fuego:

—Vamos a hacernos las respectivas pruebas de ADN.

El resultado fue otra bomba:

—Aquí no hay ningún vínculo de sangre.

Todos se quedaron en silencio, con caras de circunstancias. ¿Qué significaba aquella revelación? Algo muy simple: que había ahí un juego de infidelidades. ¿Quién le había sido infiel a quién?
Ellos, los jóvenes, estaban frescos como las pascuas, y querían estar así para siempre.

NOSTALGIA DEL OLEAJE

Se conocieron en un curso de verano en una ciudad del sur de Estados Unidos. Eran muy jóvenes, al comienzo de sus respectivas formaciones universitarias. Él, un muchacho salvadoreño que se había destacado en la PAES y que por su aprovechamiento excelente tenía a la mano oportunidades en el exterior; ella, una muchacha española que también estaba obteniendo frutos de su inteligencia disciplinada.

Cuando el curso concluyó, tuvieron que despedirse ya con los sentimientos enlazados.

—Nos tenemos que reencontrar muy pronto, porque esto no se va a quedar aquí.

—Digo lo mismo. Nuestra vida apenas comienza.

Pero al regresar cada uno a su mundo de origen pareció que una ráfaga se llevaba los respectivos anhelos, como si fueran hojas indefensas.

Tenían sus respectivos e-mails, y así se comunicaban; pero aquel contacto en el aire no era ni por sombra el reflejo de sus experiencias cara a cara.

Así fueron pasando los meses, y las comunicaciones comenzaron a escasear. Pero en algún momento, la llama interna empezó a revivir. No comunicaron nada de aquello, como si hubiera una complicidad implícita.

Algo volvió a pasar, sin embargo, que hizo que los respectivos impulsos se diluyeran en un silencio aún más denso.

Esta vez, los recuerdos ya tenían la opacidad de lo irrecuperable, y tal sensación les produjo, sin pensarlo, una inquietud desconocida.

Aquella tarde, el aeropuerto estaba inusualmente saturado de viajeros. Él había llegado a tomar el vuelo directo que lo llevaría a Madrid.
Se acababa de anunciar que dicho vuelo estaba ligeramente retrasado, porque el avión llegaría un poco más tarde.
Él, que ya se hallaba en la puerta de salida, se fue a caminar por el pasillo comunicante.

Se encontraba frente a la vitrina de una tienda cuando tuvo una sensación visual insospechada. Giró al instante. La figura ya se había alejado unos pasos e iba rápidamente de espaldas.

Él casi corrió para alcanzarla.

—Eres tú, ¿verdad?

Ella se detuvo, evidentemente sorprendida.

—Ángel, ¿qué haces aquí?

—Ángela, ¿y tú que haces?

Se rieron como niños traviesos.

—Yo venía a buscarte porque pensé que era hora de hacerlo.

—Y yo iba a buscarte por la misma razón.

—Vengo en el vuelo de Iberia.

—Voy en el vuelo de Iberia.

Carcajadas, esta vez estentóreas. Los viajeros que pasaban los veían con curiosidad, pero ellos estaban inmersos en lo propio.

—Entonces, ¿qué hacemos? –preguntó ella, dejándole la decisión.

—Tú has llegado primero, y le vamos a hacer honor a tu puntualidad…

Nuevas risas, ya con manos unidas y ojos resplandecientes.

MISIÓN DEL AIRE

Salir del ahogo carcelario, en el que había pasado tantos años después de su condena por varios delitos, se le hacía como ingresar en una atmósfera desconocida que era al mismo tiempo real e irreal.

En términos comunes, él se hallaba hoy en libertad, aunque dicho término le resultara un enigma, quizás porque nunca antes se lo había planteado como experiencia propia, ni siquiera cuando andaba haciendo de las suyas, como cipote loco, por todas las veredas que se le ponían enfrente.

En la prisión tuvo muchas lecciones, que eran luces hirientes y tinieblas desveladas en el día a día. Desde la traumática convivencia con delincuentes de toda índole hasta la sensación de encierro que por momentos se hacía sentir como entierro.

Hoy estaba ahí, puertas afuera, y casi nada le era reconocible. No tenía familia inmediata, porque muchos se habían muerto y los demás habían emigrado. Estaba, pues, más solo que nunca.
Recordó entonces lo que había leído en un librito viejo que sacó de un estante arrinconado en una de las salas del presidio: “Si quieres tener alas, deberás hacerte amigo del aire”

Y lo primero que se planteó no fue hacia dónde ir, sino qué sentir en aquel espacio abierto, que era lo perfectamente desconocido. Giró la mirada. Ahí enfrente estaba un pequeño parque descuidado, que era el único sitio verde de los entornos.
Caminó en esa dirección, y solo se necesitaban unos cuantos pasos.

Al penetrar, sintió una especie de abrazo, como de bienvenida. Una ráfaga de aire fresco circulaba entre los ramajes. Él sintió, de inmediato, que aquel era su primer contacto con la libertad. Y murmuró para sus adentros: “Gracias por invitarme por fin a tener alas”…

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