Historias sin Cuento

Aquella mañana de sábado más nublada que lluviosa encontró el cuaderno mientras revisaba los estantes inferiores en busca de algo que leer ya que era día libre y las condiciones climáticas no invitaban a salir.

CUANDO LAS LETRAS HABLAN

“Cultivo una rosa blanca/ en junio como en enero/ para el amigo sincero/ que me da su mano franca.// Y para el cruel que me arranca/ el corazón con que vivo,/ cardo ni ortiga cultivo;/ cultivo una rosa blanca”. El par de breves estrofas estaban escritas de puño y letra, en cuidadosa caligrafía Palmer, en un cuaderno escolar de los lejanos entonces.

Aquella mañana de sábado más nublada que lluviosa encontró el cuaderno mientras revisaba los estantes inferiores en busca de algo que leer ya que era día libre y las condiciones climáticas no invitaban a salir. “Qué lastima que no le puse fecha al momento en que copié las estrofas de José Martí”, pensó, mientras repasaba el texto que se sabía de memoria desde aquellas remotidades de la edad.

Sintió al hacerlo que ir a la búsqueda de las emociones vividas era la tarea más motivadora. ¿De qué? Había que experimentarlo. Volvió a colocar el viejo cuaderno en el lugar donde había estado siempre, y quiso ir al encuentro de algún otro testimonio que le reviviera pistas sobre su memoria en tránsito. Salió a la calle y se dirigió a la cafetería que frecuentaba los sábados, para distenderse entre los conocidos y los desconocidos.

Se acomodó en su rincón acostumbrado, que estaba a la par de una amplia ventana. Desde ahí, todo era paisaje. Pero ese día había algo nuevo e insospechado al fondo. Un volcán del que brotaba una columna de blanquecino humo fosforescente, que por instantes tomaba la forma de una rosa.

De inmediato recordó las estrofas que acababa de encontrar en el cuaderno, y fue instantáneo el impulso de escribir algo al respecto. Lástima que no tuviera el cuaderno a la mano, pero tenía su celular. Lo encendió y se puso a la obra. “Con la rosa de Martí/ me acomodo en mi conciencia,/ y es como estar en presencia/ de todo lo que viví.// Hoy vivo una nueva esencia/ que estaba dentro de mí:/ la que me dan como herencia/ la rosa y el colibrí”.

¡Dios mío, le había salido en verso, por primera vez! Y, como por arte de magia, el cuaderno se hallaba sobre la mesita a la par de su café con piquete, como se lo hacían clandestinamente en el lugar por ser un cliente fiel y puntual.

Abrió el cuaderno en la página donde estaban las dos pequeñas estrofas de Martí, y lo que era tinta apagada por los años se había trasfigurado en una luminosidad semejante a la del humo que brotaba del volcán imaginario.

EL AIRE NUNCA OLVIDA

Hacía mucho tiempo que no se le veía por el lugar ni por sus alrededores, sin que nadie supiera hacia donde se había dirigido y a donde había ido a parar. Su familia inmediata estaba al tanto de su naturaleza anímica, y por consiguiente no había ninguna alarma sobre su destino. La única que albergaba inquietud al respecto era Laura, su novia, o al menos la joven que estaba más cerca de él desde que se conocieron en las aulas de la Escuela de Ciencias del Espíritu, como ellos le llamaban, más por ilusión que por experiencia, a la tradicional Facultad de Humanidades.

¿Y cómo era eso de que fuera ella la única preocupada por la suerte del desaparecido cuando por la comunidad de afanes intelectuales debería saber mejor que nadie cuáles eran los movimientos posibles del ausente? Laura sólo estaba más recogida en su propio sentir, como si quisiera enfatizar el contraste entre la huida y el encierro. Y ese contraste se le iba convirtiendo en obsesión, hasta el punto de ya no resistir el ansia de reencontrarse con Efrén.

Sin dar aviso se puso en ruta hacia el lugar que era sin duda el de destino. Llegó cuando estaba amaneciendo, luego de un trayecto caminado que tenía todos los visos de ser una peregrinación. Cuando estuvo frente al muro de piedra castigada por el tiempo buscó algún punto de acceso. Ahí había una puertecita de hierro. Simplemente la empujó. Adentro se abría otro horizonte en cuyo centro se alzaba algo que tenía todos los visos de ser un albergue.

Laura se detuvo. Aguardó sin moverse. Por algún portillo invisible apareció Efrén. Cuando estuvieron uno frente al otro ambos hicieron al unísono la misma pregunta:

–¿Tú quién eres?

Ambos se quedaron expectantes, sin saber qué responder. Era como si estar en aquel ambiente y en aquel sitio les hubiera borrado de pronto todas las señales de identidad y todos los datos que al respecto tenían en la memoria. En torno a ellos empezaron a circular las ráfagas de una ventisca inesperada, que inexplicablemente no les producían ningún cambio, ni en la sensación ni en la apariencia.

–Yo soy el desconocido que siempre quise ser –dijo él.

–Yo soy la que siempre estuvo a tu lado –dijo ella.

Entonces sonrieron al unísono, mientras el aire parecía abrazarlos con la suavidad amorosa que sólo se vive en familia.

–Tuve que huir hacia el encierro feliz –explicó él–, que es el que tú viviste siempre. ¡Gracias por la lección! De seguro todos creyeron que yo era un ser extraño, que desapareció por motivos inconfesables. Pero tú eres como el aire, que nunca olvida. En este encierro todos los horizontes florecen…

Laura le tomó las manos y se las besó con efusión.

–Gracias a ti, espíritu superior. Y sí, eres un ser extraño al que me unen todas las fibras del conocimiento pleno y con el que voy a compartir la eternidad anhelada…

Entonces él le tomó las manos y se las besó con ilusión. Los horizontes, en torno, tomaban las manos de ambos para continuar de inmediato la peregrinación sin desplazamiento.

EL ESPEJO PENSANTE

Como siempre que se hallaban estacionados en algún lugar, la cena en común era una ocasión compartida. Esta vez, el momento hacía sentir que se trataba de un encuentro de características irrepetibles. La habitación no tenía accesos al exterior, y por consiguiente había más presencia de candiles encendidos. Y las llamas de esos candiles ardían con una especie de emoción que cualquier observador atrevido hubiera podido decir que soltaba destellos sobrehumanos.

Fueron llegando unos tras otros, como en fila preconcebida. Cada uno fue a ubicarse en el orden acostumbrado, independientemente del sitio en que estuvieran. Frente a cada puesto en la mesa, que era un rectángulo irregular, un plato que parecía una hoja verde a punto de iniciar la marchitez. El silencio imperante hacía que las respectivas respiraciones fueran perfectamente identificables en sus ritmos propios.

Esperaban a alguien, sin duda, y era una espera a la vez anhelante y tranquila, porque el vínculo armonioso daba para todo, y eso se había ido perfeccionando en el transcurso de aquella alianza que pareció surgir de la nada.

De pronto, el asistente esperado se hizo visible. Llegaba envuelto en un manto que ninguno de los presentes le había visto antes. Sin hacer gesto especial, como si el saludo fuera ese efluvio que lo envolvía, fue a ubicarse en el puesto de la cabecera. En ese instante aparecieron dos meseros que, por alguna razón inexplicable, tenían aire extraterrestre. Llevaban las botellas de vino y las copas correspondientes, y una canasta llena de bollos de pan aún humeantes. Sirvieron las copas de vino tinto frente a cada uno de los comensales, y pusieron un bollo en cada plato.

Cuando los meseros se retiraron, el que presidía se levantó de su asiento sin moverse del sitio. Tomó su copa y el bollo respectivo.

–Este vino y este pan son los signos de nuestro mensaje. Bébanlo y cómanlo para que en nuestro interior ese mensaje se vuelva vida que pueda ser compartible.

–¿Qué quieres decirnos?— preguntaron todos en un murmullo unánime, que era una mezcla de angustia y de ilusión.

–Que de aquí en adelante nuestras existencias serán diferentes, porque todos estaremos encendidos de eternidad, como ante un espejo que nos comunicará a cada momento su inspiración pensante…

Y la voz se oyó entonces como un eco inefable:

–Esta no es la última, sino la primera cena. ¡Bienvenidos!

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