El estratega de la paz

Es tímido, austero e introvertido, muy poco amigo de hablar de su vida privada. Pero también es un políglota que ha estudiado en universidades de Toronto, Oxford, Cambridge y Heidelberg. Sergio Jaramillo fue el alto comisionado para la paz durante el proceso de paz con las FARC. Se le reconoce como el gran estratega en esta tarea.

Sergio Jaramillo, comisionado para la paz, Colombia

El domingo 6 de agosto de 2017 y la semana siguiente sucedió algo que muy pocas veces ocurre. Varios de los principales columnistas de los grandes diarios y revistas del país, entre ellos Francisco de Roux, Antonio Caballero y Ricardo Silva, hicieron un elogio y un reconocimiento a la labor que desempeñó Sergio Jaramillo como alto comisionado para la paz.

Jaramillo acababa de anunciar que entregaba su cargo, ya que, como él mismo había pactado con el presidente Santos, lo dejaría cuando terminara el proceso de entrega de armas por parte de las FARC. Era paradójico que un funcionario de tan bajo perfil recibiera en tan pocos días semejante despliegue mediático.

Jaramillo, quien nació en 1966, es ante todo un intelectual curtido en la academia. Estudiante del Colegio Anglo Colombiano de Bogotá, terminó su bachillerato en Canadá. En las universidades de Toronto, Oxford, Cambridge y Heidelberg estudió filosofía, filología y griego antiguo. En ese tránsito de 17 años por Canadá y varios países de Europa, perfeccionó el inglés, el francés, el alemán y el italiano. Antes de regresar a Colombia vivió en Moscú, donde aprendió ruso.

Decidió que era el momento de volver a Colombia (o de no regresar nunca), y a su llegada, en tiempos del proceso de paz del Caguán, lo llamaron para que trabajara en la cancillería: un políglota resultaba de gran utilidad para divulgar en el exterior los alcances y desarrollos del proceso.

Desde entonces, Jaramillo no ha parado. Hoy vive rodeado de montañas de libros apilados en varias mesas y además es aficionado a la música: desde Bach hasta Thelonious Monk, Talking Heads y “Chocolate” Armenteros. Es tímido, austero e introvertido, muy poco amigo de hablar de su vida privada. Considera que su casa es un refugio íntimo que no le gusta mostrar en fotografías ni artículos de prensa. Está casado con Ana María Romero y no tiene hijos. Desempeñará en Bruselas el cargo de embajador de Colombia ante Bélgica y la Unión Europea.

¿Por qué estudió en Canadá?
En 1950 mi abuela paterna se iba a ir a vivir a París y estalló la guerra de Corea. Le dijeron que cómo se le ocurría irse a París, que se venía la tercera guerra mundial. Entonces decidió irse a Montreal a escampar. A los seis meses se dio cuenta que no había tal, cogió sus maletas y siguió para París con sus dos hijas. A mi papá lo dejó clavado seis años en un internado jesuita en Montreal. Veinte años después volvió a Canadá y por eso terminé mi bachillerato allá.

¿Estuvo mucho tiempo afuera?
Yo estuve 17 años por fuera de un tirón, desde 1982 hasta 1999. Estuve en la Universidad de Toronto, salté a Inglaterra y me pasé como 14 años entre Inglaterra, Francia y Alemania.

¿Por qué tanto tiempo?
Me fui a la Universidad de Heidelberg, primero por un año en un intercambio con Cambridge, y me quede cinco. Tenía una vida muy austera pero muy buena: trabaja en un café –el Cafe Burkardt– donde primero lavaba platos y hacia ensaladas, y luego de dos años y medio me ascendieron a barman. Con lo que me ganaba podía pagar un buen cuarto, leía todo el día, estudiaba griego –que era lo que me interesaba– caminaba por las montañas… Hasta que un íntimo amigo mío de la Universidad de Oxford que se había ido a vivir a Moscú me invitó a su casa a pasar unas semanas y terminé quedándome casi un año estudiando ruso. Allá me dije: “Qué pereza volver a Europa Occidental, o me quedo acá, que está muy interesante –eran los años de Yeltsin– o me devuelvo a Colombia. Y si no me devuelvo ya, no me devuelvo nunca”.

Era la primera vez que el Gobierno y las FARC se veían las caras en más de 10 años y porque había que construir algo de la nada. Cada cinco minutos se paraba alguien a servirse un café o una botella de agua, simplemente para tener un respiro. Pero, una vez engranó, funcionó supremamente bien. Cubrimos las paredes de tableros blancos donde íbamos construyendo el acuerdo general sobre la base de un único texto.

Usted estudió filosofía y lingüística. Al volver a Colombia ¿por qué entró a trabajar temas de seguridad y al Ministerio de Defensa?
Por decisión de los dioses. Guillermo Fernández de Soto me llamó para trabajar en la cancillería en “la diplomacia por la paz”. En ese momento estaba vivo el proceso del Caguán, y como había vivido tanto tiempo en Europa podía ayudar a explicar algo que nadie entendía. A raíz de una conferencia que organicé en el Instituto de Estudios Latinoamericanos en 2001, Juan Camilo Restrepo, que era el embajador, le pidió a Fernández de Soto que me mandara a París. Yo no quería porque me acababa de regresar, además acababa de comprar un Land Rover 1964 con el que iba para arriba y para abajo por todos lados: me recorrí buena parte de Boyacá y me metí a los llanos en el peor momento de la guerra, cuando los “paras” del Sinú se paseaban por las calles de los pueblos como Pedro por su casa y todo el mundo tenía un familiar secuestrado por las FARC. Un horror, pero aprendí mucho.

Estaba redescubriendo Colombia después de tanto tiempo afuera.
Exacto. Pero todo el mundo me decía que no fuera bruto, que me fuera. Finalmente pensé que podía ayudar más allá y me fui de consejero político. Juan Camilo (Restrepo) se fue y llegó Marta Lucía Ramírez. Cuando ganó Álvaro Uribe en 2002 y le pidió que fuera su ministra, ella me llamó desde Bogotá y me dijo: “Empaque sus maletas que se viene al Ministerio de Defensa”.

Todo fue de carambola.
Sí, claro. Me aburre hacer planes. Prefiero tratar de hacer bien lo que tengo que hacer y que pase lo que tenga que pasar.

¿Usted empezó a trabajar en ese momento el tema de la paz?
No exactamente. Tenía el encargo de escribir la política de seguridad democrática. Queríamos enfocarnos en el control territorial, en desarrollar programas contra las amenazas que más se sentían, como el secuestro y la inseguridad en las carreteras, pero la gente olvida que desde el comienzo siempre estuvo presente la opción de la negociación. Para mí siempre fue obvio que todo debía terminar ahí: el control territorial era necesario para recuperar la autoridad del Estado en medio de esa guerra bárbara entre el Estado, los paramilitares y las FARC. Había que recuperar autoridad y eso sin duda lo hizo Álvaro Uribe, nadie se lo puede quitar. Pero solo por la vía de las armas, nunca íbamos a llegar a la paz.

¿Por qué renunció al ministerio en 2003?
Porque llegó un nuevo ministro y me pareció que lo más correcto era retirarme para que escogiera a su gente.

¿No pensó en volver a sus clásicos griegos?
No, porque al día siguiente me invitaron a ser director de la Fundación Ideas para la Paz. Durante casi tres años hicimos muchas cosas, a pesar de que en ese momento no había proceso de paz. Tuve mucho tiempo para pensar, escribir y hablar con la gente. Todo eso me sirvió después.

¿Cómo fue su regreso al Gobierno?
Cuando a Juan Manuel Santos lo nombraron ministro de Defensa en 2006. Sin conocerme, me llamó a trabajar con él.

El trato siempre fue respetuoso. Sin eso es imposible negociar. Usted no puede avanzar en temas tan delicados si está en plan de acusarse todo el tiempo. La tarea era llegar a un acuerdo. Por eso es tan importante asegurar un espacio dentro del cual se pueda hablar respetuosa, pero francamente.

¿En qué momento pensó que había llegado el momento de la paz?
En 2008, el año en que cayó Raúl Reyes, el año de la Operación Jaque. Yo recuerdo haberle dicho a una amiga periodista que la guerra ya se había acabado y que la pregunta ahora era cómo terminarla. Eso fue lo que vio el presidente Santos siendo ministro, pero lo dijo cuando ya era presidente.

¿Por qué Santos esperaría tanto para decirlo?
La primera virtud de un presidente es saber cuándo hacer las cosas y en eso el presidente tiene un sexto sentido. Sorprendió a todo el mundo cuando anunció la famosa “llave de la paz” en su discurso de posesión. Él ya había identificado que había llegado el momento, pero sabía que debía hacerlo con suprema prudencia, sin crear falsas expectativas.

Una discreción al estilo del Comité Internacional de la Cruz Roja.
Nosotros no podíamos arriesgarnos a un nuevo fracaso, porque después de un cuarto proceso de paz fracasado nadie iba a aguantar otro intento de negociación con las FARC. Con el presidente Santos pusimos en marcha una estrategia que yo llamo “incremental”: ponga primero un ladrillo, y luego otro y luego otro. Eso sienta una base que crea confianza. Es realmente como construir una casa. Primero los cimientos, luego el primer piso, luego el segundo. Sobre todo, deje que los resultados hablen por sí mismos.

¿Cómo hacerlo en un país ávido de “chivas” y adicto a los rumores?
Esa fue la lección del Caguán: no anuncie nada hasta que no tenga algo que anunciar. En eso fuimos extraordinariamente rigurosos, sobre todo en la fase secreta, que comenzó en febrero de 2012, cuando fuimos Enrique Santos, Frank Pearl y los demás a hablar por primera vez con las FARC. Nos pasamos casi seis meses en La Habana, ronda tras ronda, hasta que firmamos el acuerdo general el 26 de agosto. El presidente sorprendió a todos una semana más tarde con el anuncio de un proceso de paz. Una negociación por los micrófonos es imposible, por ahí no se llega a ninguna parte.

Pero la opinión pública quiere saber qué sucede y más en un tema tan álgido.
Una cosa es la obligación que tiene uno en democracia de informarle al país cuáles son los avances. Pero si cada posición y cada detalle se vuelven tema de un tuit o de controversia pública, usted se queda inmediatamente sin oxígeno, sin margen, y no hay posibilidad de llegar a un acuerdo. Esa es parte de la tragedia de Venezuela hoy: no han podido armar un espacio para hablar en serio fuera de cámaras. Cuando todo es público, ganan los radicales.

Poco se habló de eso. ¿Cómo lograron evadir el cerco de los micrófonos y las cámaras?
Tomamos medidas extremas. Volábamos en un pequeño avión de la Policía por encima del Caribe, aterrizábamos en un islote de las Islas Caimán a tanquear sin que nadie lo supiera. Nos echábamos seis horas de ida y seis horas de vuelta, con las mujeres sufriendo porque no había baño en el avión, y todo porque era esencial mantener la confidencialidad. El propósito de la fase secreta era asegurar de parte y parte que había una voluntad y, sobre todo, que estuvieran claros los términos de la negociación. Eso fue el Acuerdo General de agosto de 2012.

Sergio Jaramillo

Que fue, por decirlo así, el primer destape.
Sí. El 4 de septiembre de 2012 el presidente Santos, con un acuerdo en la mano, anunció que se abría un proceso de paz con las FARC.

¿Cómo era negociar en esos momentos tan inciertos?
Eran unas reuniones de una inmensa tensión. Estábamos encerrados en una casa en La Habana, en una estrecha mesa de comedor viéndonos las caras, cuatro o cinco de cada lado.

¿Por qué el ambiente era tan tenso? ¿No había una esperanza o un propósito que llamara al optimismo, al entusiasmo?
Porque era la primera vez que Gobierno y las FARC se veían las caras en más de 10 años y porque había que construir algo de la nada. Cada cinco minutos se paraba alguien a servirse un café o una botella de agua, simplemente para tener un respiro. Pero, una vez engranó, funcionó supremamente bien. Cubrimos las paredes de tableros blancos donde íbamos construyendo el acuerdo general sobre la base de un único texto.

¿Cuál fue el papel de Enrique Santos?
Importantísimo. Era el hermano del presidente, una prueba física de seriedad. Pero, sobre todo, era una persona con una enorme experiencia –conocía a las FARC desde los tiempos de La Uribe– y de mucha claridad sobre lo que había que hacer.

¿Cómo era la metodología?
Alguien se paraba a corregir una palabra en el tablero, discutíamos y seguíamos. El acuerdo general era una hoja de ruta. Yo lo llamo un contrato. Los términos estaban claros para el Gobierno, para las FARC y para los colombianos: esto es lo que vamos a hacer –los 5 puntos– y, por deducción, esto otro no lo vamos a hacer.

No debe ser fácil negociar con una contraparte como las FARC.
El trato siempre fue respetuoso. Sin eso es imposible negociar. Usted no puede avanzar en temas tan delicados si está en plan de acusarse todo el tiempo. La tarea era llegar a un acuerdo. Por eso es tan importante asegurar un espacio dentro del cual se pueda hablar respetuosa, pero francamente. Luego se fortalecieron las delegaciones con la llegada de Humberto de la Calle como jefe de la delegación del Gobierno en La Habana y de Iván Márquez, de las FARC.

¿Eso significó algún cambio?
Por supuesto, porque el proceso entró en una nueva dimensión. Había que tener muy en cuenta a la opinión pública. Recuerde la extraordinaria reacción de De la Calle en Oslo. Y había que seguir construyendo acuerdos sobre la base de la metodología que ya nos había funcionado. Eso tomó tiempo con los nuevos de las FARC.

Según recuerdo, no era nada fácil.
No, no fue fácil porque no podíamos haber sido personas más distintas. El presidente Santos tuvo un cabezazo cuando puso al frente de la delegación a Humberto de la Calle, con su enorme prestigio y enorme capacidad, y añadió a los generales Mora y Naranjo. En ese experimento me parece que también está la base del éxito.

¿Cómo hacían para avanzar en la construcción de un acuerdo tan complejo?
Todo lo discutíamos primero los miembros del equipo de negociación del Gobierno. Cada quien daba su punto de vista y lo debatíamos hasta el final, sin contemplaciones. Pero una vez llegábamos a la mesa teníamos una sola posición, a la que habíamos llegado después de pasar las propuestas por el filtro de esa intensa discusión.

¿Y cómo eran las relaciones entre ustedes?
Recuerdo que muy al comienzo de la fase secreta Frank Pearl trajo a un profesor de Harvard que nos dijo: “Ojo, porque en una negociación como esta los negociadores por la presión externa que siente cada quien tienden a canibalizarse entre sí”. Sin duda hubo mordiscos en las discusiones internas, pero De la Calle siempre supo mantener la calma y al final sacamos el mejor resultado, que es lo que importa. Lo demás es anecdótico. A mí lo que más me impresiona, por el contrario, es la entrega y la generosidad del equipo en La Habana y de la gente que nos apoyó. Por ejemplo, nadie sabe en Colombia quién es Elena Ambrosi, y, sin embargo, escasamente hubo alguien más importante para la construcción del acuerdo. O personas como Rodrigo Uprimny, o el padre Francisco de Roux, o el padre Darío Echeverri… Sin ser necesariamente amigos del Gobierno bastaba una llamada y en dos horas estaban en mi casa, listos para ayudar.

¿Cuáles otros elementos exitosos destacaría?
Yo le hago un reconocimiento a las FARC por su gran capacidad para enfrentar esa negociación. El Gobierno, al fin y al cabo, tenía todas las ventajas. Incluso Santrich, que tiene ese gusto por la controversia pública, fue un gran rival. Un hombre de enorme inteligencia y capacidad de comprensión. Una de las mentes más rápidas que he conocido.

Estábamos convencidos de que habíamos cumplido con la tarea, pero nada era suficiente para los del no. Lo único que no pudimos cambiar fue lo que habría hecho imposible el acuerdo: que hubiera cárcel y que no hubiera participación política. Eso las FARC nunca lo iban a aceptar, porque es la negación del proceso de paz. Ninguna guerrilla deja las armas para no participar en política.

¿Cómo fue la participación internacional?
Fue una negociación directa, no queríamos mediadores, algo que es muy inusual. Los textos los construimos conjuntamente con las FARC sobre temas muy complejos. Yo digo que eso fue un milagro. Fíjese que con el ELN no se ha podido escribir un solo párrafo.

Pero varios países participaron en el proceso de manera directa.
La estrategia del Gobierno era una estrategia minimalista. O, mejor, de espiral. Invitamos a los países que eran estrictamente necesarios. En la fase secreta solo necesitábamos dos garantes, que fueron Cuba, nuestro anfitrión, y Noruega, que le dio un marco de seriedad y un apoyo crítico al proceso. En la fase pública se invitó a Chile y a Venezuela. En su debido momento involucramos a Estados Unidos y, más adelante, a la Unión Europea. Ya firmado el acuerdo, el presidente invitó a todos los que quisieran apoyarnos.

¿Por qué adoptaron esa estrategia?
No queríamos repetir el Caguán. Usted termina reuniéndose con un grupo de veintipico países y cree que porque unos embajadores viajan algo está pasando, pero resulta que ahí no hay nada porque no se ha llegado a ningún acuerdo. No queríamos distraernos con la discusión internacional.

¿Por qué refrendar? Muchas voces señalaron que ese era un riesgo innecesario.
En el acuerdo general siempre estuvo claro que debía haber una refrendación.

¿Y por qué?
A mi juicio hay dos razones principales. La primera, un respeto básico al principio democrático. Estábamos haciendo un acuerdo no solamente para silenciar los fusiles, sino para cerrar el conflicto histórico; y ese acuerdo tenía efectos sobre terceros: estaban en juego los temas de desarrollo rural, de participación política, de drogas y en particular de víctimas, que eran tan sensibles. Entonces usted tenía que darles a todos una oportunidad de opinar. Segundo, teníamos un problema con la participación. A pesar de los foros y todo lo que hicimos para recoger opiniones, la gente veía la negociación de La Habana como algo distante. El plebiscito le permitía enterarse, meterse y hacerse partícipe de esa decisión.

¿Pero sí fue así?
Esa era la teoría, la realidad muestra que ocurrió lo contrario. Eso tampoco fue una sorpresa porque si uno estudia un poco la literatura sobre referendos y plebiscitos encuentra que en otros lugares ha ocurrido lo mismo: que el resultado final, lejos de crear un consenso, consolida las fracturas de la sociedad. La gente votó por el no por 20 razones distintas y, al final, terminó pareciendo que todos eran parte de un mismo bando. Igual puede haber sucedido con el sí. Terminamos divididos en dos bandos bastante artificiales.

¿Para ustedes el resultado fue un fracaso?
Perder siempre es un fracaso.

Cómo fueron esos meses entre el triunfo del no, la revisión de los acuerdos y la entrega de armas.
Fueron muy difíciles. Todo eso podría haber salido muy mal para Colombia y finalmente salió muy bien.

¿Cómo así?
Las FARC perfectamente podrían haber dicho: “Nosotros firmamos el acuerdo en Cartagena y no los vamos a cambiar, el plebiscito es problema de ustedes”. Pero cuando el presidente Santos, luego de reconocer como buen demócrata la derrota ante el país, nos mandó al día siguiente a La Habana a Humberto de la Calle y a mí, encontramos mucha sensatez. Les dijimos: “Señores, aquí hay que reconocer el resultado del plebiscito, hacerle cambios al acuerdo y mantener el cese al fuego”. Las FARC aceptaron inmediatamente. Luego volvimos a Colombia a oír a los del no.

¿Qué tanto opinaron los del no?
Mucho. Primero hubo unas reuniones que lideró Luis Carlos Villegas y después nos encerramos una semana en el Ministerio del Interior con los principales representantes del no. De ahí salió un documento con 70 puntos con el que nos fuimos a La Habana a una renegociación que parecía imposible desde todo punto de vista.

Era casi como empezar de cero…
Además todo el mundo estaba agotado, nadie podía creer que teníamos que volver a esto. Al final la gente estaba tirada en los sofás, dormida del cansancio. Logramos negociar con las FARC la inmensa mayoría de los cambios que pidió el no. Un 98 por ciento, diría yo. Estábamos convencidos de que habíamos cumplido con la tarea, pero nada era suficiente para los del no. Lo único que no pudimos cambiar fue lo que habría hecho imposible el acuerdo: que hubiera cárcel y que no hubiera participación política. Eso las FARC nunca lo iban a aceptar, porque es la negación del proceso de paz. Ninguna guerrilla deja las armas para no participar en política. Eso fue lo que le dije al expresidente Uribe.

Pero la oposición dice que ustedes le regalaron el país a las FARC.
Logramos acordar puntos que para las FARC significaban unas concesiones muy duras. Es una tragedia que no hayamos llegado a un acuerdo con los representantes del no. Todos los elementos estaban sobre la mesa y, como dije el otro día, estuvimos a centímetros.

¿Por qué faltó ese centavo para llegar al peso?
La lógica política derrotó el interés por la paz. Piense que todos los presentes eran precandidatos: los tres del expresidente Uribe, Marta Lucía, Ordóñez…, hasta Rafael Nieto resultó ser precandidato. Los cristianos fueron más directos y sinceros, y de una vez nos dijeron: “Nos vemos en 2018”.

También les pasó algo similar a los británicos con el “brexit”.
Sí y no. Los referendos y los plebiscitos son muy distintos a las elecciones. Las elecciones tienen unos referentes conocidos, la gente sabe quiénes son los candidatos, se sabe orientar. En un referendo usted se puede inventar cualquier cosa para confundir al electorado, que es lo que pasó en el “brexit” y pasó acá. Piense en lo que hicieron con la “ideología de género”. Pero hay una diferencia grande, porque, según el no, el plebiscito no era una decisión de blanco o negro, siempre dijeron que no estaban en contra de la paz, ni siquiera del acuerdo, sino que exigían “modificaciones”. Eso es lo que Uribe pedía y eso fue lo que hicimos.

Volver trizas el proceso de paz será un grito de batalla en las elecciones de 2018. ¿Qué tan factible lo ve?
Ahí no nos podemos equivocar. Claramente las FARC no se van a rearmar, pero nosotros tenemos la obligación de cumplir con nuestra parte del acuerdo, que además es lo que nos garantiza que este conflicto se cierre de verdad y no caigamos en los reciclajes de siempre. Si al próximo gobierno no le da la gana cumplir, no cumple. Por eso no me puedo imaginar una elección más importante que la de 2018.

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