“Este país no es mío, este país es prestado”

Son 200,000 los salvadoreños que residen en Estados Unidos bajo el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés), que fue cancelado en enero de este año. Algunos de los beneficiarios se han organizado en pequeños comités desde los que exigen una solución a su estado legal a través de foros, cabildeos y hasta fiestas con orquesta tropical en directo. Aquí se cuentan -entre cumbias y pupusas- las historias de algunos salvadoreños que podrían enfrentar la deportación después de construir sus vidas, por más de 20 años, en el Área de la Bahía de San Francisco (California).

Fotografías de Dany Barrientos Ramírez
Irma Molina posa en el puerto de Berkeley, California. Lleva veinte años residiendo en la Bay Area, cerca de San Francisco.  Foto de Dany Barrientos Ramírez. 

Son las 10 de la noche y en esta fiesta parece que ya no cabe más gente, pero los asistentes siguen llegando. La oferta es atractiva. Aquí adentro hay pupusas, empanadas, yuca, cerveza y cumbia. Las mujeres bailan en círculo, algunos hombres observan y los niños -morenos y pequeños- corren entre canción y canción. Los asistentes se emocionan bailando y cantando los temas propios de una Navidad centroamericana. Aquí todo es calor. Afuera, esta noche de mayo en Berkeley (California), la temperatura es de 15° y corre un viento fresco.

Esta no es cualquier fiesta. Es una “pachanga pro-inmigrante”, a la que llamaron “Noche quinceañera”, aunque no hay ninguna quinceañera celebrando su cumpleaños. Los organizadores del evento pusieron ese nombre solo para que la gente supiera qué clase de evento esperar. Esto ha sido planificado por el Comité del Norte de California del TPS, un grupo de personas que hace actividades para debatir, unir a la comunidad migrante y tratar de incidir políticamente.

El TPS es un permiso que le fue dado a los salvadoreños tras los terremotos de enero y febrero de 2001 para poder vivir en Estados Unidos sin ser deportados. Esta medida reconoció que El Salvador no tenía las condiciones adecuadas para recibir a sus ciudadanos de manera segura. Permite, entre otras cosas, acceder a un trabajo y hacer procedimientos legales que de forma indocumentada no son posibles. Pero este programa no es un camino hacia la legalización permanente.

La entrada a esta fiesta cuesta $15 en internet y $20 en la puerta del local. La mayoría de quienes han venido es salvadoreña, le siguen los hondureños. La idea es que la gente compre comida y escuche la música que le recuerde a su país a casi 5,000 kilómetros de distancia. El dinero que salga de ganancia se sumará a un fondo designado para actividades como foros informativos y cabildeos.

Durante los últimos 17 años, el TPS se había renovado cada 18 meses. Pero en enero pasado, la administración de Donald Trump lo canceló y dio un período de año y medio para abandonar el país o legalizar la situación migratoria a través de otras alternativas. Estados Unidos gastaría $1.8 millones si deportara a todos los “tepesianos” (como se conoce a los beneficiarios), según un estudio del Centro de Recursos Legales para Inmigrantes.

El período de gracia que el Gobierno estadounidense dio al TPS vence de manera formal dentro de 435 días, el 9 de septiembre de 2019. Durante los días que restan, las organizaciones activistas planean llevar a cabo protestas, reuniones con políticos y hacer presión en el Congreso estadounidense. Hoy por lo menos se puede seguir bailando cumbia.

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Cuando se instala el miedo

Fredy Ochoa no quería venir a esta fiesta. A él no le gusta salir de noche y mucho menos a bailar. Pero este día lo convenció su pareja, Morena Ramírez. Ellos se conocieron en San Francisco, donde ahora viven. En El Salvador, quizá, habría sido más improbable conocerse. Ella es de San Vicente y él es de El Sunzal, en La Libertad. Como Morena no creció en la playa, Fredy bromea con ella. Dice que ella no entiende qué es vivir dentro esos paisajes, que “no sabe de paraísos”. Ella se ríe y él la mira como cómplice.

Fredy tiene TPS, Morena lo perdió hace años por entregar tarde unos papeles, explican. Han salido de la fiesta a platicar un rato. El local de la “Noche quinceañera” es un espacio donde se realizan eventos culturales para la comunidad latina y tiene un mural en su fachada donde se ha pintado a gente morena, músicos y trabajadores, como los que están adentro empezando a mover las caderas. Sobre ese mural se apoya Fredy, y Morena se mantiene a su lado.

Comienzan a contar que tienen dos hijos juntos. Uno de ocho y otro de 11 años. Y que no es justo ver a dos niños de esa edad con miedo a perder a sus papás. “Cuando dijeron que había ganado el señor Donald Trump, mis hijos lloraron. Mi hijo más grande todo el tiempo está preocupado. Siempre pregunta: ‘¿Quién de ustedes no tiene papeles?’”, relata Morena Ramírez. Como los de ella, hay otros 192,700 hijos de tepesianos nacidos como ciudadanos americanos que podrían enfrentarse a la separación familiar pronto.

Fredy se fue de El Salvador tras el conflicto armado a los 18 años, en 1994. “La guerra había hecho estragos y ya había dejado todo despelucado. Entonces no hallaba qué hacer y decidí venirme”, dice. Nunca ha vuelto a El Salvador.

Morena, en más de dos décadas, tampoco ha vuelto a Guadalupe, su pueblo en San Vicente. No puede hacerlo si quiere seguir junto a sus hijos. No pudo volver incluso cuando murieron los abuelos que la criaron. Entonces, la distancia y el sueño de tener una mejor vida se interpuso entre ella y el luto familiar. “Fue bien duro cuando uno solo por teléfono le pudo contar que mis abuelos ya habían fallecido”, dice en San Salvador su primo Carlos Montoya.

Morena creció con la guerra civil. La casa de sus abuelos era de bahareque y durante el conflicto armado era común que se quedaran sin energía eléctrica. Carlos recuerda que ante la ausencia de corriente, juntos inventaron sus propios juegos. A la hora de comer, se sentaban frente al televisor apagado y empezaban a comentar las imágenes que, según su imaginación, iban saliendo en la tele.

Morena y Carlos crecieron juntos imaginando, corriendo y jugando chibolas. Cuando ella cumplió los 18 años y ya era madre de una niña de seis meses, optó por irse indocumentada a Estados Unidos. Su decisión fue la natural en su contexto. Su madre y dos hermanos ya habían hecho lo mismo y ella había quedado, de alguna manera, sola. Y “la vida aquí para ella era bien dura porque le tocaba andar trabajando en las fincas. Jalaba el abono, hacía hoyos para sembrar café y, cuando sobraban los palos de sombra, ella picaba la leña”, ejemplifica su primo.

Ahora Carlos y Morena se escriben cotidianamente. Pero a él todavía le duele que no pudieron despedirse. “Más cuando uno de chiquito ha crecido en la misma casa… no me dijo nada porque lo hizo a escondidas, en secreto. Ni nos despedimos. Ni un abrazo ni nada”.

Han transcurrido 20 años desde que Fredy y Morena dejaron sus casas, hartos de las secuelas de la guerra civil y la pobreza. Pero en estas dos décadas no ha sucedido mucho que sirva para evitar que los niños y jóvenes de este país quieran –o necesiten– irse. Entre enero de 2016 y mayo de 2018, la organización Cristosal atendió a 675 niños y jóvenes entre los cero y 25 años que fueron desplazados de sus hogares. Los principales motivos son las amenazas directas, el asesinato de un familiar o sobrevivir a intento de homicidio.

Mientras esta pareja cuenta su historia de migración, la fiesta con ritmos tropicales comienza a ponerse más alegre. Por un momento el buen ánimo de Morena cae y contrasta con lo que sucede en la pista de baile. Ella lanza una pregunta para la que no tiene, ni quiere, respuesta: “Siempre pasamos pensando qué va a pasar si nos agarran, porque Migración llega a las casas por uno y se lleva a todo el que no tenga papeles. ¿Y qué va a pasar en el día que nuestros hijos estén en la escuela y nosotros caigamos?”

Padres migrantes. Fredy Ochoa y Morena Ramírez posan afuera del Centro Cultural La Peña, en Berkeley, California. Fredy está amparado bajo el TPS. Sus dos hijos en común son ciudadanos americanos. Foto de Dany Barrientos Ramírez. 

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La llegada

Las puertas de esta fiesta se abrieron a las 8:30 de la noche. Y lo primero en abarrotarse fueron las mesas donde se vendía comida. Otro de los atractivos es la presencia del grupo Fuego Latino, que interpreta salsa, merengue y cumbia. Sobre el escenario y antes de que la banda saque a bailar a todo el mundo, una chica joven da la bienvenida a los asistentes.

“Que esta noche sea inolvidable para ustedes. Que la pasemos bien en familia, como tepesianos, como amigos, entre salvadoreños y hondureños”, pronuncia a través de un micrófono. Luego da otro anuncio:

“Tenemos a una persona de El Salvador que se llama Blanca Flor Bonilla. Ella es secretaria de Relaciones Internacionales del grupo FMLN y es congresista del Parlamento Centroamericano”.

La diputada sube al escenario y comienza a pronunciar un discurso que dura minuto y medio. Dice que el Gobierno de El Salvador está haciendo esfuerzos de incidencia por el TPS y que va a dejar un número de contacto por si alguien quiere invitar a más diputados a eventos de migrantes.

“Gracias, señora Blanca”, dice la maestra de ceremonia al tomar el micrófono de vuelta. La diputada baja a sentarse en una silla frente a la pista de baile y al lado de otras personas que comen pupusas. Luego otro mensaje emociona a la gente: “Anuncios antes de la pachanga: ¡Tenemos algunos premios!”

Esta noche, a 6 kilómetros de acá está otra tepesiana: Irma Molina. Ella no está organizada en ningún grupo de migrantes. Una semana antes de esta fiesta dijo, entre risas y un poco tímida, que ella no sabe mucho de cómo se organiza la comunidad salvadoreña en estos lugares. Desde que llegó solo ha trabajado.

Irma Molina es la supervisora de limpieza de un hotel elegante de Emeryville, California, y en su tiempo libre es conductora de Uber. El hotel en el que trabaja está a solo 20 minutos del centro de San Francisco. Nació en 1980 en Santa Isabel Ishuatán, al occidente del país. Aprendió a caminar y a hablar conforme la guerra civil avanzó. “Crecí con esa mentalidad de que el país era violento. A mis papás les daba miedo sacarme del pueblo porque pensaban que me podían quitar de las manos de ellos. Crecimos con ese temor”, dice desde un cuarto del hotel en el que trabaja.

Convencida de que la vida tenía que ser algo más que el miedo, decidió migrar sola a los 18 años. Para llegar a Estados Unidos viajó escondida, junto a un centenar de personas, en los contenedores de grandes camiones. Han pasado 20 años desde esos viajes en tráiler, pero aún recuerda los detalles de ese camino. Todavía se acuerda de cómo se colaba la luz entre las redes de repollos bajo las cuales viajó en un camión.

“Sufrí el hambre, sufrí la sed”, asegura Irma. Después de los viajes dentro de camiones, vinieron otros días caminando en el desierto. Dice que junto a otros migrantes, se perdió por una semana en el desierto. No se detiene mucho a hablar de ello. Prefiere hablar de cómo, al llegar a San Francisco, comenzó a trabajar en un restaurante.

En 2001 obtuvo el TPS. Eso significó también la posibilidad de abrir una cuenta de ahorros en el banco. Contar con un permiso de residencia, aunque sea temporal, permite acceder a mejores trabajos, a diferencia de las personas indocumentadas. Eso se traduce, también, en más dinero enviado a los familiares en El Salvador. Solo durante mayo de 2018 se recibieron $493.7 millones en remesas, el 93 % provenía de Estados Unidos.

Irma dice que su familia siempre creyó en Dios, pero que recientemente se volvió más religiosa. Antes de que se conociera de la cancelación del TPS, pidió a su Dios que, al menos, la administración actual le diera otros 18 meses de protección.

Está enfocada en ganar tiempo. Los hijos nacidos en Estados Unidos, al cumplir 21 años, pueden solicitar el cambio de estatus migratorio para sus padres. Su hija mayor está por cumplir los 18 años. Su esperanza es que los próximos tres años pasen pronto.

Con el Estatus de Protección Temporal, los tepesianos pueden declarar sus impuestos y ser vecinos responsables, aunque sea en un país que no es propio. “Este país no es mío, este país es prestado. El mío se quedó allá, aunque sea violento”, explica Irma. A pesar de la nostalgia por El Salvador, volver a su patria no es una meta.

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Activismo para quedarse

Según lo planeado, la fiesta quinceañera terminará a la medianoche y se rifará un televisor. Por ahora, el premio mayor de la rifa ya está colocado con una chonga roja sobre el escenario. Detrás de esta logística está José Mejía, el coordinador del Comité del Norte de California del TPS. Este viernes está encargado de hacer que la pachanga inmigrante termine bien.

La fiesta lleva buen ritmo. Las parejas bailan y son tantas que chocan entre sí al dar giros. A las 11 de la noche, la cerveza ya se ha acabado y la gente comienza a beber vino en vasos plásticos. Le dan un sorbo al vaso y siguen moviendo las caderas. Y eso ya es un problema porque, entre vueltas del baile, el vino cae al suelo y el piso se vuelve resbaloso para los que bailan, emocionados, una cumbia que dice “el humo del cigarrillo me hace llorar”.

El comité que coordina este evento está formado por 13 personas que, a su vez, son parte de la Alianza Nacional por el TPS, un grupo de más de 40 organizaciones en todo Estados Unidos. José Mejía está convencido de que existe un camino para que los “tepesianos” alcancen la residencia permanente. Lo sabe porque él mismo ya pasó por ese proceso.

Él sostiene que llegó a Estados Unidos en 1989 y, dos años más tarde, obtuvo el TPS. En ese momento, la medida fue otorgada por la inestabilidad que experimentaba el país producto de la guerra civil. Más de un lustro luego, en 1997, se amparó en la Ley de Ajuste para Nicaragüenses y Alivio para Centroamérica (NACARA). Esa ley brindó beneficios migratorios a personas que pisaron territorio estadounidense antes de 1990. Así, José pudo obtener su residencia.

La migración es un tema que divide radicalmente a la sociedad estadounidense en la actualidad. Y por lo tanto, es un tema para el cual, a pesar del cabildeo y de las actividades que realizan los migrantes, no hay respuesta política fácil.

No hay una salida sencilla en términos legales. Pero, en la práctica, a Estados Unidos le conviene que las personas con TPS se mantengan trabajando en ese país. Al menos desde el punto de vista económico. “La tasa de participación en la fuerza de trabajo de la población con TPS oscila entre el 81 % y 88 %, muy por encima de la tasa de la población total de Estados Unidos, 63 %”, de acuerdo con el Centro de Estudios Migratorios de Nueva York.

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Incertidumbre aun en los “santuarios”

Conforme la medianoche se acerca, la fiesta se empieza a vaciar y las conversaciones se trasladan hacia la calle. Las familias con niños en brazos salen a buscar un poco de silencio. Aquí están tranquilos. Aquí nadie puede preguntarles sobre su estatus migratorio.

En Estados Unidos hay cerca de 200 ciudades denominadas “santuarios”. Estas se presentan como espacios en los que las fuerzas locales no colaboran brindado información de estatus migratorio a las autoridades federales, que son quienes se encargan de los procesos de deportación. California es el estado con más migrantes salvadoreños, haitianos y hondureños con TPS. Se calcula que al menos en California viven 55,000 beneficiarios.

El 1.º de enero de este año California se convirtió en un estado “santuario” en totalidad. Eso significa que tampoco se pueden realizar redadas en escuelas o lugares de trabajo sin una orden judicial.

Pero que una ciudad sea santuario no implica la protección automática de la deportación. La noche del 24 de febrero de 2018, Libby Schaaf, la alcaldesa de Oakland, una ciudad a 5 minutos de esta calle, anunció algo que puso nerviosos a muchos: dijo que tenía conocimiento de que agentes de Migración llegarían a la ciudad a realizar redadas el día siguiente.

La acción de avisar a una comunidad que “la migra” se acercaba fue criticada luego por Trump, quien se ha encargado de no hacer diferenciación entre migrantes y criminales. En marzo no fue tímido al expresar su molestia con Schaaf. “En Oakland, la alcaldesa le dijo a la gente que iba a suceder una redada. No puedes hacer eso, no puedes”, dijo alterado.
“Las jurisdicciones de ‘santuario’ son el mejor amigo de contrabandistas, pandilleros, narcotraficantes, traficantes de personas, asesinos y otros delincuentes violentos”, dijo el presidente. Él ya exigió al Congreso que deje de brindarle dinero federal a estas ciudades: “Pido al Congreso que deje de financiar ciudades ‘santuario’ para que podamos salvar vidas estadounidenses. Queremos que nuestras ciudades sean santuarios para los estadounidenses, no refugios seguros para delincuentes”.

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Ramas que se extienden

A pesar de que la fiesta estaba prevista que terminara a las 12 en punto, pasada la medianoche aún se pueden escuchar algunas canciones y los asistentes más jóvenes siguen bailando sobre la pista de baile. La rifa del televisor ya pasó y el ganador no apareció.

Freddy y Morena parten hacia su casa en San Francisco. “El TPS dice que es un estatus temporal, pero, realmente, los hondureños tienen 20 años ya. Nosotros, los salvadoreños, ya vamos para eso. Ya no es algo temporal. Es una vida completa, y decirnos ‘okay, vamos a sacarlos ahorita’, es como que deje crecer un árbol, echar raíces y hasta que dé frutos. Es ilógico decir ‘vamos a arrancarte ahora’”, ha comentado antes de irse Fredy, el padre de dos niños que se siente como ese árbol, con el riesgo de ser cortado.

Familias separadas. Se calcula que hay 192,700 hijos de tepesianos nacidos como ciudadanos americanos que podrían quedar sin sus padres si estos son deportados.
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