Escribiviendo

El libro como identidad

Porque leer también implica educarse en emociones y sensibilidad humana. Todo libro trasciende la historia personal para convertirse en historia común.

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Escritor

Hace poco publiqué en Facebook la portada de mi novela “El valle de las hamacas” (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Argentina, 1970) y me decía un contacto de esa red social que le dijera una razón de “por qué leer esa novela”. Aunque mi intención no era invitar a leer, sino documentar su existencia por los olvidos. Uno de los méritos que le encuentro es que fue publicada tres años después de que Gabriel García Márquez había publicado la primera edición en esa editorial argentina de su monumental “Cien años de soledad” (1967). En la nota de la red dije que considero un honor compartir editorial con la obra más conocida de América Latina, y con un agregado más: en 1970 muy difícilmente los suramericanos conocían la existencia de El Salvador.

Comprobado. Mientras camino para dar una charla en la Universidad de Stanford (1985) acompañado del presidente de la Unión de Escritores de Chile el narrador y periodista Poli Délano, y me decía que en los setenta era muy difícil que alguien conociera un país llamado El Salvador. “Nosotros, por ejemplo, me decía Poli, sabíamos que podía existir ese país porque más de alguna vez una revista chilena publicó un poema de Roque Dalton, y entre paréntesis decía “El Salvador”. No se sabía dónde quedaba en el mapa. Cosa que no debe extrañarnos, pues pese a la tecnología informática actual, conocemos lo cotidiano, lo que nos interesa. Por ejemplo, muchos desconocen la existencia en el mapa de países como Palaos y Eritrea o Macedonia.

Bien; por medio de los libros se sensibiliza la sociedad, se conoce la identidad de nación, modos de vida. Hace poco leí la novela “El cisne” (Tusquets Ediciones, 1997), del islandés Gudbergur Bergsson, que permite saber cómo viven, como son los habitantes de esa lejana isla de fuego y hielo, y aun más se dan ciertas sincronías, pues se trata de una novela “picaresca y autobiográfica sobre la infancia del autor”. Mi novela “Siglo de O(g)ro” (DPI, 2000) también es picaresca sobre mi niñez.

Un libro se lee porque se es lector. Se lee como recreación, para conocimiento, y como ampliación de las capacidades cerebrales, caso de la lectura en primera infancia (de cero a seis años).

Si leo “Historia de la conquista de la Nueva España”, de Bernal Díaz del Castillo, un soldado de Cortés, conozco los detalles de cómo era Tenochtitlán por la descripción de un testigo participante del asalto de esa ciudad por los españoles (1519), sus mercados, sus “servicios sanitarios”, donde se recogían sus excretas como abono, el asesinato de los emperadores aztecas, los combates, en una ciudad mexicana más grande que París y Londres. Increíble.

Esa recreación, motivada por interés o por cultivo familiar, nos permite saber datos, manejar el idioma, expresarse con exactitud ante circunstancias que lo exigen, en la política, por ejemplo. Todo eso que forma parte del conocimiento. Caso de la novela “Guerra y paz”, (1865-1869, publicada en fascículos) de León Tolstói, conozco la derrota de un ejército moderno dirigido por Napoleón Bonaparte, que quiere liberar a la Rusia, atrasada y oprimida en sus pobres. Conozco la lucha de ese pueblo en contra de una invasión extranjera. Fue el primer fracaso de Bonaparte.

En libros están “La guerra del fin del mundo”, de Vargas Llosa, con esa obra conozco la guerra de los Canudos entre el ejército de Brasil y el movimiento popular campesino (1896-1897); o con “El sueño del celta”, novela sobre el origen de la esclavitud, los africanos cazados o mutilados junto con sus familias para traerlos a América y producir riqueza en las plantaciones agrícolas; o “Cinco esquinas”, obra sobre la primera mujer feminista (Flora Tristán, 1803-1844) y su tragedia ante un patriarcado despótico protegido por las leyes.

No se trata porque sean novelas históricas. Cuando estudiaba Educación Media leí casi toda la novela de Víctor Hugo, y así supe a temprana edad cómo era París (por “Los miserables”, obra romántica, de tema social y análisis teórico); o “Crimen y castigo”, del ruso Fedor Dostoieski (1821-1881), novela sicológica que se considera hizo tantos aportes en esta materia como Freud. Además, con esta obra conocí los rincones urbanos de la ciudad de San Petersburgo.

O bien otra novela del mismo Dostoievski, “Los hermanos Karamazov”, obra de la cual Albert Einstein dijo que por ella había conocido las fortalezas y debilidades del ser humano. Aunque el francés y el ruso narran y describen en el siglo XIX, aún subsisten sus palacios, la bella arquitectura, pasiones, amor, odio y violencia. Ninguna de estas obras pierde esencia frente al futuro.

Cuando visité París como estudiante universitario lo primero que quise ver fue la catedral de Notre-Dame, pues había leído “Nuestra Señora de París” (escrita en 1831). Cuyo escenario es dicha catedral. Y “Los miserables” (publicada en 1862), ambas de Víctor Hugo. La última tiene como marco París, sus pobrezas y las luchas revolucionarias de los jóvenes.

O cuando para dar a conocer “Un día en la vida” en idioma bengalí, visité la Universidad de Nueva Delhi, y la casa de Rabindranath Tagore (1861-1941) cuyos poemas había leído en mi infancia. Porque leer también implica educarse en emociones y sensibilidad humana. Todo libro trasciende la historia personal para convertirse en historia común, de todos. Por eso cuando escuché las denuncias que hacían las mujeres salvadoreñas de los años setenta, decidí retomar mi oficio de escritor y evidenciar las atrocidades humanas de un Estado en contra de la población más vulnerable, y la única manera que encontré de resarcir la violencia estructural a la que sobreviven las mujeres en cualquier etapa de su vida es visibilizando en mis obras las Guadalupe, las Beatriz, Adelinas y Romelias que viven en Centroamérica. Es la importancia de la obra literaria como documento de identidad universal que me motiva a insistir con necedad incansable el cultivo de emociones, eso es la lectura, una poderosa estrategia para construir un país. Equitativo, solidario, fuente de saberes, preparación clave para el desarrollo humano sostenible.

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