Gabinete Caligari

El diablo violador de derechos humanos

El diablo anda suelto, es cierto, pero habita en los corazones de todos esos padres, tíos, hermanos, amigos, vecinos y maestros que atormentan a nuestras niñas.

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El 3 de mayo de 1972, un grupo de personas encabezado por la folclorista María de Baratta; el párroco de Los Planes de Renderos, Bonicio Morín; y el alcalde de Panchimalco, Nolberto Benítez, ejecutaron una ceremonia para renombrar el lugar que conocemos como la Puerta del Diablo. El párroco Morín colocó allí una cruz de madera, la roció con agua bendita y ordenó al diablo a abandonar el lugar, que fue bautizado como “la Puerta de los Ángeles”.
La ceremonia se realizó luego de que Morena Celarié, reconocida bailarina folclórica, apareció muerta en el lugar. Aunque siempre se habló de un suicidio provocado por sus intensas depresiones, la familia se negó a aceptarlo; pero ninguna de las otras versiones sobre su muerte pudo ser confirmada.

La señora de Baratta, consternada por la muerte de su amiga Celarié, pensó que un cambio de nombre evitaría que hubiera más muertes en el lugar. Los vecinos de Los Planes de Renderos se opusieron a ello y tildaron de loca a doña María. Los diputados de la Asamblea Legislativa también se opusieron porque el cambio no tenía fundamentos legales. De hecho, los diputados del entonces gobernante Partido de Conciliación Nacional (PCN) aducían que el nombre debía mantenerse. El Gobierno impulsaba por entonces una fuerte campaña para aumentar el turismo en el país y el cambio de nombre haría evidente el incremento de la violencia, algo que podría espantar a los potenciales turistas.

El año pasado surgió el Movimiento Cambio de Nombre que intenta, de nuevo, hacer lo mismo. Dicho movimiento está conformado por miembros de varias denominaciones religiosas. Según sus responsables, el lugar es “un altar de adoración a Satanás” y cambiar la palabra “diablo” por “Jesús” serviría para frenar la violencia del país.

De esto nos enteramos los ciudadanos cuando hace pocas semanas, los miembros del mencionado movimiento acudieron a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) a solicitar su intervención en el asunto. La sorpresiva respuesta de la PDDH fue que la petición sería analizada por su Consejo Consultivo de Pastores. La noticia provocó interminable cantidad de críticas y preguntas, al punto que la PDDH borró de sus redes sociales la nota en que hizo pública dicha reunión.

Para comenzar, el nombre histórico de una formación natural no constituye una violación ni amenaza a los derechos humanos de los salvadoreños. Por lo tanto, esto no es tarea que incumbe a la PDDH. Por otro lado, ¿por qué una institución que se supone autónoma e independiente tanto de partidos políticos como de instituciones religiosas, tiene un Consejo Consultivo de Pastores?

Cambiar el nombre de la Puerta del Diablo implica descartar e ignorar las leyendas relacionadas con el origen de la formación pétrea, leyendas que forman parte de nuestro acervo cultural. Como planeña que se crió y vivió en Los Planes durante casi 25 años, conozco cuatro variantes de esas leyendas que se transmitían por vía oral entre los que habitamos aquel cantón.

Fue el historiador Jorge Lardé y Larín quien documentó una copiosa tormenta registrada en octubre de 1762, cuyos caudales portentosos socavaron la base del cerro, causando un derrumbe de magnitudes descomunales. Las leyendas surgieron a partir del estruendo y los retumbos de aquel derrumbe pétreo. Esto detonó las especulaciones de los lugareños.
Cuando el poeta Raúl Contreras comenzó a llamarlo “la Puerta del Diablo”, lo que hizo fue expresar en voz alta el nombre que ya los habitantes de los alrededores habían asumido como propio y que desplazó su nombre original, cerro El Chulo, que según su toponimia significa “el lugar del desertor” o “el lugar del fugitivo”. Lo de desertor o fugitivo terminó incorporado en esas leyendas, que en todas sus versiones culminan con alguien, incluso el diablo, huyendo hacia el cerro, donde la gente desaparece o muere.

Todos quisiéramos poder encontrar una solución a las múltiples manifestaciones de violencia que nos agobian. Pero es ingenuo pensar que el cambio de nombre de un lugar lo logrará. La supuesta expulsión del diablo realizada en 1972 no impidió que la gente siguiera suicidándose allí, que las fuerzas de seguridad lo ocuparan como botadero de cadáveres de los enemigos políticos del Gobierno y que se desatara la guerra de los ochenta, con las consecuencias que ya todos conocemos.

El diablo anda suelto, es cierto, pero habita en los corazones de todos esos padres, tíos, hermanos, amigos, vecinos y maestros que atormentan a nuestras niñas, violándolas y obligándolas a parir cuando ni sus cuerpos ni sus mentes están preparados para la inmensa responsabilidad que implica la maternidad. El demonio también habita en esos sacerdotes y párrocos pedófilos que, abusando de su posición de autoridad, violan a niños, fenómeno del cual se habla aún menos, porque el machismo imperante nos impide hablar en voz alta de la violación a los varones, ejecutada también por otros miembros masculinos y hasta femeninos dentro de las familias salvadoreñas.

Nadie ni siquiera menciona la afectación a la salud mental, no solo de nuestra infancia violada, sino también de los bebés resultados de la violación, que la mayoría de las veces crecen en condiciones atroces de rechazo, agresión y pobreza, sin derecho humano alguno que les sea respetado. Después nos extraña que nuestra sociedad esté tan enferma y de que existan grupos e individuos que manifiestan su rabia y dolor ante la sociedad mediante el asesinato, el descuartizamiento, la violación y la implantación del miedo para todos.
Cambiar los nombres profanos por sacros no es la solución a la violencia imperante. Si fuera así de sencillo, el país viviría feliz desde 1972. Bajo esa lógica, al país tampoco le ha servido de mucho llevar el nombre del Divino Salvador del Mundo.

El verdadero cambio que necesitamos comienza por dejarnos de mojigaterías, hipocresía social e intereses mezquinos para emprender acciones concretas de cambio en la ciudadanía y las estructuras sociales. No en hacer cambios cosméticos a leyes e instituciones y mucho menos en cambiar el nombre de un cerro.

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