Escribiviendo

Como niños de un planeta extraño

Es menos evidente la rebeldía en la pintura y la música, el teatro y la danza, aunque transforma por igual la realidad objetiva. Ocurre que en el escritor es más fácil que se confundan sus visiones con alucinaciones que parecieran poner en riesgo las realidades subjetivas de la tradición.

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En un gran cuento de Salarrué, “Semos malos”, padre e hijo emigran a Honduras para ganar dinero en las bananeras, meca de los trabajadores salvadoreños de aquellas épocas, años treinta del siglo XX. El viejo y el joven emigran para ganar dinero poniendo canciones en su fonógrafo. Van a pie, y en el camino les salen al encuentro cuatro criminales que los matan para robarles.
Los bandidos se ponen a escudriñar el fonógrafo y logran escuchar los discos. La idea de Salarrué es mostrar que quien tiene poder puede mostrar arrepentimiento, a solo un paso para pedir perdón. No importa si ese poder es perverso, como el caso de los ladrones. Este, el mejor de sus “Cuentos de barro”, estuvo cumpliendo 119 años el 22 de octubre.
Salarrué trata el tema trágico con una gran delicadeza poética, tanto en el manejo de padre e hijo asesinados como el arrepentimiento de los delincuentes.
“Dicen quen Honduras abunda la plata. —Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen…”
Como decía el poeta Roberto Armijo cuando veía una injusticia: “Es que los humanos somos ingratos”. Ese criterio de verdad, sostenido por Armijo, nos causaba expresiones irónicas por parecernos inocentes juegos que se dan entre hermanos de letras.
Alguien que comete un crimen solo se diferencia en grado de quien maneja su poder con soberbia y vacíos de conocimiento e información.
Pero no solo entre los excluidos suceden ingratitudes. Lo conocemos desde el Renacimiento, cuando Miguel Ángel Buonarroti fue sometido por un papa que encadenaba al genio en los andamios para que pintara la Capilla Sixtina.
“¿Cuándo vas a terminar la Capilla Sixtina?”, le decía el sacerdote. Miguel Ángel respondía: “Cuando pueda”.
Y el santo papa Julio II, hombre al fin, le dio un par de bastonazos. El universal maestro del Renacimiento reaccionó abandonando el Vaticano para huir a Florencia; sin embargo, su intuición genial lo hizo retornar sin recibir presiones, porque estaba claro que debía dar fin a una obra que sería destinada a la eternidad artística. Regresó a terminar su obra.
¿Y Mozart? Castigaron al genio que nunca dejó de ser niño no por desconocer sus dotes, sino por antisolemne, poco lisonjero con los príncipes que no entendieron su humor, ni en su libertad para expresarse como era. Fue inhumado en una fosa común como desconocido. Nunca se supo de sus restos.
¿Y el gran poeta peruano César Vallejo? Muerto de tuberculosis y abandonado en París. ¿Y García Lorca, poeta transparente y femenino, fusilado por los militares fascistas? ¿Y Fiódor Dostoyevski en su celda de muerto en vida? Aunque su prisión valió para que nos dejara su obra “El sepulcro de los vivos”. El maestro del idioma ruso no tuvo perdón del representante de Dios en la tierra: el zar. La herencia de Dostoyevski equivale en idioma ruso a Cervantes, quien nos dio la Biblia del idioma castellano, El Quijote.
¿Y Van Gogh? Sus cuadros pudieron terminar en un basurero de no ser porque el hermano Theo los conservó en el closet de su casa. El genial pintor optó por el suicidio a los 37 años. Su valor fue reconocido poco después de muerto. Tanto él como el hermano.
La historia de Van Gogh me emociona porque muchas veces pasé por Antwerpen (Amberes) para hacer conecte en los trenes europeos hacia la cuna del genio pintor medieval Gerónimo Bosch, en Hertogenbosh, una ciudad de entrada a Holanda.
Y en otro milagro visité más de una vez la Universidad Católica de Tilburg, nada menos el municipio donde nació Van Gogh. Todo esto sucedió cuando desde el idioma holandés comenzó a proyectarse a otros idiomas mi novela “Un día en la vida”. La traducción surgió de manera casual cuando conocí en Costa Rica a dos mujeres holandesas, Adelina e Ineke, ingeniera y médica, respectivamente.
Se emocionaron al leer la obra en español, por el hecho de que se refería a una mujer campesina. Decidieron saltarse los vacíos en lingüística para emprender la traducción. Por supuesto que les di apoyo para desentrañar los modismos idiomáticos salvadoreños.
Pienso que los escritores escogimos el oficio más original, aunque marginal. Marginalidad que significa reto, necesidad de enfrentar con ideas visibilizadas por medio de la palabra reconstruida, que bien manejada constituye un poder, aunque no siempre uno sea consciente de ello, a diferencia de otra clase de poderes que, por su intensidad, pueden volverse prepotencia y amenaza para la vida humana.
Es menos evidente la rebeldía en la pintura y la música, el teatro y la danza, aunque transforma por igual la realidad objetiva. Ocurre que en el escritor es más fácil que se confundan sus visiones con alucinaciones que parecieran poner en riesgo las realidades subjetivas de la tradición.
En fin, repito algunas expresadas en mis comparecencias ante jóvenes:
“Hay que escribir para neutralizar las condenas previas, hay que pintar, hay que hacer música, hay que darse con la piedra de los muros. Nada de ingerir la cicuta como el sabio Séneca o hacerse el harakiri a lo Mishima, ni aspirar el gas como la desesperada poeta Silvia Platz”.
“…Hay que escribir poemarios como lluvia torrencial, el arcoíris surgirá después de la tormenta. Trabajar como la tenaz gota de agua. Lo importante es hacer el milagro de horadar la roca, vencer el irrespeto por estos oficios que, por sagrados, también son sacrílegos. Ser poetas de planetas extraños”.

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