Ciudadanía Fantasmal (14)

Después de un peregrinaje en el que casi siempre tuvo que pernoctar a la intemperie, hubiera lluvia, viento o frío, aquel forastero llegó un buen día al lugar con toda la facha de ser turista peregrinante.

EL BUEN SAMARITANO

Después de un peregrinaje en el que casi siempre tuvo que pernoctar a la intemperie, hubiera lluvia, viento o frío, aquel forastero llegó un buen día al lugar con toda la facha de ser turista peregrinante. Aunque se trataba de un hombre a todas luces en la primera madurez, por algún motivo no evidente despertaba la sensación de ser un recién llegado al plano de la aventura. Se hospedó en una sencillísima posada donde todo era casi simbólico, desde la comida hasta el mobiliario, pasando por los utensilios de alcoba, y concluyendo en el costo diario de la habitación. Pero en esta había algo que mostraba de inmediato una condición protectora inesperada: el mosquitero que pendía del techo sobre la tijera de lona.
Y cuando el forastero percibió aquel detalle, todas sus energías interiores se activaron de inmediato. Unió las palmas de las manos en un gesto de gratitud y el susurro fue como el leve canto ceremonial de un pájaro sagrado:
—¡Gracias, gracias, gracias…, tú eres para mí un benefactor providencial, que viene a recordarme que la bondad espontánea todavía existe sobre la tierra!

ETERNO RETORNO

Eran gemelos idénticos, y la identidad era tal que casi siempre los confundían, y eso les pasaba aun a sus padres. A la hora de bautizarlos, los nombres surgieron como si estuvieran esperando turno: Pedro y Pablo. Y es que, además, habían nacido el 29 de junio, Día de San Pedro y San Pablo. Fueron al mismo colegio, y por supuesto se graduaron en la misma fecha. Sus temperamentos eran muy semejantes. Tenían las mismas aficiones y les gustaban los mismos juegos. Aquello parecía un designio superior, y eso se puso de manifiesto cuando les comunicaron a sus padres lo que habían decidido como función de vida:
—Quiero ser monje y me voy a ir a un seminario.
—Yo también quiero ser monje, y voy a ingresar en el seminario.
—¿El mismo para los dos? –preguntó el padre, seguro de la respuesta.
Pero entonces llegó lo inesperado:
—No, vamos a lugares diferentes: Pablo va a un seminario en la ciudad y yo voy a un seminario en la montaña.
—¿Qué les pasa? –indagó el padre, sin poder contenerse, inquieto y sobrecogido por aquel primer desencuentro.
Ambos sonrieron, sin dar explicaciones, y así se mantuvieron hasta el día de la partida, cuando Pedro se fue durante la mañana y Pablo salió por la tarde.
Y desde aquel momento no volvieron a saber de ellos. Indagaron en los respectivos seminarios, y las respuestas fueron iguales, con las mismas palabras: “Él salió de aquí hace mucho tiempo, y no tenemos ninguna noticia”.
Entonces los padres se tranquilizaron de inmediato: era una prueba viva de que Pedro y Pablo habían vuelto a su armonía perfecta.

EL AMOR MUEVE MONTAÑAS

—¿Me amas, Aurora?
—Sí, te amo, Crepúsculo.
—¿Y entonces por qué nunca podemos coincidir en ningún lugar, al menos a los ojos de todos?
—¿Y quiénes son todos?
—Nuestros vecinos de siempre. No me vas a decir que no los conoces…
—Sí, claro, los conozco, pero no me importan.
—¿Y entonces por qué luces tan radiante cuando apareces entre ellos?
—Ah, porque ellos siempre guardan alguna imagen tuya en sus pupilas…
—¿Y quién de ellos es tu vecino favorito?
—Ya lo sabes, porque lo respiras igual que yo.
—¿El aire?
—Y también esa figura que descansa todo el tiempo en el confín.
—Ah, el horizonte montañoso.
—Sí, ese que nos espera todos los días hasta que nos encuentra.
—Es que dicen que el amor mueve montañas. Agradezcámoselo a la vida.
—Gracias, Crepúsculo.
—Gracias, Aurora.

MISIÓN INAGOTABLE

Todos los tripulantes ingresaban en la nave bastante antes de zarpar, cuando aún las luces del amanecer eran insinuaciones remotas. Esa había sido la costumbre inveterada, desde que aquel vehículo flotante recibió un nombre a la vez provocativo y prometedor: Arca de Noé.
Esta vez, la travesía estaba dispuesta para ser casi clandestina. Los tripulantes, impávidos, aguardaban al haz de la rampa de acceso el arribo de los nuevos pasajeros, que eran solo tres; y los tres tenían expresiones a la vez resignadas y anhelantes.
Llegó la hora de la partida. La luz solar estaba acercándose a su plenitud, y la nave atracada daba la impresión de estar a punto de soltar amarras. Uno a uno, aquellos a los que les tocaba embarcar en ese punto fueron haciéndose presentes desde distintos rumbos. Entonces comenzaron las tareas del despegue.
—¡Listos! –ordenó una voz de origen invisible.
Y al instante la nave tomó impulso, pero no sobre las aguas sino hacia el aire. Unos segundos después, el Arca de Noé, adaptada a los tiempos, emprendía su enésimo peregrinaje salvador de los elegidos.

EN EL JARDÍN DE AL LADO

Cuando adquirieron aquella vivienda en uno de los suburbios más progresistas de la ciudad, lo hicieron, quizás sin proponérselo conscientemente, para adquirir vivencias hogareñas contrastantes con lo que habían experimentado desde niños.
Eran gente de campo, por tradición y por arraigo; pero ahora, como efecto principal de la formación profesional y de la transformación tecnológica, buscaban un nuevo horizonte de experiencias. Él trabajaba en una empresa de exportación de manufacturas y ella en un salón de belleza de última generación. Su sueño era emigrar con futuro asegurado. Se lo confesaron mutuamente y empezaron a hacer los preparativos.
Pero en cuanto tal decisión se hizo presente, comenzaron a producirse vibraciones desconocidas alrededor. Ellos tomaron aquello como reflejo natural de la ansiedad del cambio, aunque lo raro era que la ansiedad no se les volvía consciente. Hasta que aquel domingo, día de reposo hogareño, se asomaron al reducido y bien cuidado jardín que estaba en la parte trasera de la casa, limítrofe con unos terrenos incultos.
El jardín, que cuidaban con tanto esmero, ya no era el mismo. Como en un inexplicable ejercicio de retorno, las plantas delicadas iban cediéndoles espacios a las malezas invasoras. Ellos se quedaron absortos, como a la expectativa de alguna revelación que les aclarara el presunto enigma. De un árbol frondoso en los terrenos aledaños llegó entonces el ave voladora, que fue a posarse alternativamente sobre el hombro de él y sobre el hombro de ella.
Sin hacer ningún esfuerzo entendieron el mensaje: aquel jardín era su mundo original, que estaba pidiéndoles posada en su conciencia.
Se arrodillaron como si estuvieran de pronto en la remota capilla del cantón; y con las manos unidas y los ojos húmedos prometieron al unísono y en silencio que jamás le permitirían al olvido tomar posesión de sus vidas.

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Séptimo Sentido

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