Carta Editorial

Ya no se encuentran espacios para garantizarle a nadie que puede estar a salvo y vivir sin sentirse perseguido y vulnerable.

El desplazamiento forzado interno debería ser considerado como una de las mayores derrotas del Estado que hemos formado. Es la consecuencia última de una cadena de abandonos. No se les ha brindado seguridad pública, porque esa seguridad está catalogada como un privilegio al que solo se tiene acceso con dinero suficiente. No se les ha dado ninguna oportunidad para mejorar ingresos por medio de la educación y el trabajo bien remunerado. Y después de fallarles de esta forma tan cruel, se les deja solos en la desesperada huida. Son, hasta ahora, pocas las instituciones públicas que al menos han reconocido que no son casos aislados, sino que se trata de un fenómeno que afecta a cada vez más personas.

Ya no se trata solo de que una familia pase del punto A, en que recibió amenazas o ataques, al punto B, en el que se percibe más seguridad. Se trata de que ya no se encuentran espacios para garantizarle a nadie que puede estar a salvo y vivir sin sentirse perseguido y vulnerable. Las reubicaciones a veces fallan porque lo que está mal no es una parte, es todo el sistema.

El reportaje de la periodista Valeria Guzmán relata el calvario de varias familias a las que se ha condenado a un éxodo en las peores condiciones. La mayoría va en soledad. Algunos se hacen acompañar de organizaciones no gubernamentales, pero son tantos, cada día se suman más.

Las instituciones estatales no han estado a la altura de la urgencia de las familias afectadas. Han hecho más esfuerzos por minimizar la situación que por brindar una solución integral a un problema que está afectando sobre todo a niños y adolescentes. Cuando se va, la gente no solo deja una calle o una casa, deja comunidades, empleos, escuelas, familia. La gente se queda sin red, se vacía, y esta tragedia no puede seguir sepultada en el silencio.

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