Carta Editorial

Es necesario decirnos a nosotras y decirles a nuestros niños que ningún nombre, sentimiento, reputación o cargo vale la integridad física y emocional de una persona. Ninguno.

Silencio y estas tumbas es todo lo que queda. Estos son los lugares en donde descansan los restos de mujeres que fueron víctimas de violencia. Al margen de los pasos que siga en el ámbito judicial cada caso, lo que queda para quienes las querían son estos espacios en la tierra, unos con flores y otros completamente desprovistos.

Miles de mujeres son todos los días víctimas de este fenómeno que tiene una incalculable cantidad de caras y de formas. Aún en este siglo hay mujeres a las que sus parejas o sus compañeros de trabajo de manera sistemática encierran, golpean, manipulan, insultan, prohíben, reducen, aíslan.

Desde afuera, y con mucho cinismo, es fácil reclamar a la víctima por qué no ha hecho más por salirse y por dejar aquello que provoca daño en tantos niveles. Desde adentro, la categorización no sale tan fácil. Es complicado distinguir de cerca al monstruo. El deterioro suele ser cosa de todos los días, coloca sus raíces y se mimetiza con la rutina. En un país tan violento no es sencillo identificar un delito en la propia existencia, aunque nos golpee en la cara.

La nuestra es la voz de una mujer que ha sido criada en los golpes, que fue educada para sacrificarse y aguantar, no para vivir en libertad. No fue educada para no querer a sus agresores. Porque sus agresores no han sido completos desconocidos en la calle; en la mayoría de casos, sus agresores han tenido con ella relaciones afectivas o laborales. Y ahí es en donde más hay que trabajar.

Los victimarios se envuelven en ese grueso manto de impunidad que está garantizado por el silencio, no solo de las mujeres víctimas, sino que también de vecinos y familiares que perfectamente saben de la situación pero, a razón de una norma no escrita, colocan la intimidad por encima de un delito. Callan, y al hacerlo se ponen del lado del agresor. Es necesario decirnos a nosotras y decirles a nuestros niños que ningún nombre, sentimiento, reputación o cargo vale la integridad física y emocional de una persona. Ninguno.

Cuando se trata de violencia, ninguna señal es demasiado pequeña. Cada vez que alguien piense que está exagerando, en realidad está permitiendo que el monstruo se fortalezca. Hoy es un comentario hiriente, mañana es un manotazo. Lo que sigue es un silencio impuesto y sin retroceso. Es el de estas imágenes.

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