Es una cuestión del derecho de la gente a ser, a tener nombre y a identificarse con lo que más le va. Esta desigual región ofrece muy pocas oportunidades de realización personal para quienes no tienen cómo pagar. En este panorama –cuesta arriba en sí mismo–, los hombres y mujeres trans llevan todavía más las de perder. A ellos se les niega no solo el derecho a la salud en muchos casos sino también se les niega el derecho a tener un nombre, una identidad legal que corresponda con la vida que quieren llevar.
En esto pesa, primero, la falta de capacidad para entender que no todos traemos para actuar y reaccionar de la misma manera ante los estímulos. No somos iguales. Por lo tanto, dentro del marco legal que nos guía sobre qué es y qué no es delito, debería haber suficiente espacio para que cada quien busque desarrollarse sin que esto afecte a los demás. No se le puede imponer a otro cómo vivir bajo códigos que son más bien personales, como la moral o la religión.
El reportaje de la periodista Valeria Guzmán con el que abrimos esta edición cita que “nadie en este país puede decir que no está relacionado con la población LGBTI. Uno de cada cuatro núcleos familiares tiene un familiar lesbiana, gay, bisexual, trans o intersexual”.
No se puede seguir perpetuando un sistema que lejos de reconocer la diversidad y en ella favorecer el desarrollo de las personas, lo obstaculiza. Ninguna persona puede encontrar su lugar para ofrecer a la sociedad sus habilidades si esta sociedad no le devuelve a cambio ni siquiera el derecho a tener un nombre con el cual se identifique.