Carta Editorial

Lejos de ser solo tráfico, las marchas educan, porque en un país tan negado a abrir las puertas hacia una educación libre e inclusiva, queda eso: gritar en la calle para que lo escuchen tantas como se pueda.

En el texto que abre esta edición hay una medida de tiempo que duele. Es la que va desde Katya Miranda hasta Carla Ayala. Duele porque si preguntamos qué ha cambiado entre estos dos crímenes y cómo el sistema absorbe los delitos contra las mujeres, la respuesta es que muy poco o casi nada. Y entre estos dos casos hay, además, un innegable involucramiento de miembros de la corporación policial que lejos de ser un aliciente para que los casos, por cercanía, se resuelvan con más celeridad que la media, el efecto es todo lo contrario. El peso de los azules los hunde mucho más rápido en el pantano de la impunidad.
Y lo que simboliza es grave. El nombre de los buenos elementos de la Policía Nacional Civil se pierde entre la cada vez más larga lista de evidencias de abusos de autoridad o de negligencia. Las delegaciones están llenas de historias de acoso y abusos. También están plagadas de tratos indignos que se les dan a quienes en un completo estado de vulnerabilidad llegan a colocar denuncias para salvar de la invisibilidad las violencias domésticas.

Las del 7 y 8 de marzo han sido en El Salvador marchas que se han impuesto a la tradición de no hacer nada. De esa maña de indignarse ante la última que murió vapuleada, pero no mover un dedo para evitar que otra llegue hasta esa consecuencia. Lejos de ser solo tráfico, las marchas educan, porque en un país tan negado a abrir las puertas hacia una educación libre e inclusiva, queda eso: gritar en la calle para que lo escuchen tantas como se pueda.
Un cambio institucional y de maneras de pensar como el que se necesita en El Salvador no puede ser sosegado ni tímido. No es tiempo de callar.

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Séptimo Sentido

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