Carta Editorial

En las protestas en contra del gobierno de Daniel Ortega y de Rosario Murillo ya han muerto más de 200 personas en dos meses y medio.

Ningún poder vale más que la vida. La situación de Nicaragua es insostenible no ahora, sino desde el momento en que comenzó. En las regiones latinoamericanas ha sido fácil para los gobernantes olvidar que se deben a quienes los eligen. Si quienes los eligen ya está tan disconformes con su trabajo, que se organizan para manifestarlo y dejarlo claro, lo que toca a un gobernante –si le queda algo de sensatez– es no solo escuchar, sino que acatar tan pronto como sea posible.

En Nicaragua no pasó así. En las protestas en contra del gobierno de Daniel Ortega y de Rosario Murillo ya han muerto más de 200 personas en dos meses y medio. Si ya es un signo del deterioro de los derechos humanos que los cuerpos de seguridad reciban a los manifestantes con violencia, lo es más que esta represión de los cuerpos de seguridad no se limite a quienes ejercen una participación activa. Entre las víctimas mortales hay niños.

En el reportaje de esta edición se menciona a cada una de estas víctimas que, con su sangre, han puesto en evidencia la desmedida respuesta de un gobierno que hace rato prefirió no escuchar que sus gobernados le dicen que se vaya. Nada, ningún proyecto político puede ser más importante que los proyectos de vida que tenían todas estas personas, todos estos niños.

Aunque en sus intervenciones mediáticas ni Ortega ni Murillo quieran referirse a los muertos que está causando su necia retención del poder, los familiares no están dispuestos a permitir que la sangre de sus seres queridos se quede derramada en un charco de impunidad. Y con ellos están en pie una serie de instituciones que no se cansan de reclamar que los ojos del mundo se coloquen en Nicaragua.

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