Carta Editorial

El náhuat se ha vuelto a llenar de vida entre las voces de niños entre los tres y los cinco años.

Tras la matanza de 1932, en Izalco, Sonsonate, al país apenas le quedaron raíces. Lo poco que sobrevivió se escondió y, desde esa penumbra, se perdió presencia, respeto y autoridad. Desde entonces, lo indígena ha sido apartado y torcido. Sin liderazgos claros desde hace décadas, se toma como una postal, una danza, una manta, el “color” para un evento. Ni de cerca como identidad.
No se puede hablar de un serio apoyo a las causas de los pueblos originarios si la palabra “indígena” sigue siendo utilizada con desprecio o, en el peor de los casos, como insulto. Muy significativo es, por ejemplo, que las viviendas de los últimos nahuahablantes calcen en las características de pobreza extrema.

Hay esperanza, sin embargo, en acciones como la que se puso en marcha en otro municipio de Sonsonate: Santo Domingo de Guzmán. Ahí, el náhuat se ha vuelto a llenar de vida entre las voces de niños entre los tres y los cinco años.

El nombre de esta guardería es Cuna Náhuat. El fotoperiodista Franklin Zelaya ilustra la historia que se escribe en estos salones de clase en donde quienes guían son mujeres que hablan náhuat. Ellas han encontrado en este proyecto no solo una manera de mantener viva una lengua, sino que también una forma de empleo formal que muy pocas veces se encuentra en estas zonas.
Por donde se mire, Cuna Náhuat es un emprendimiento, una chispa muy necesaria para fortalecer los arraigos. El problema, como pasa con casi todo, es lo que sucede al cabo de uno o dos años con estos niños que llevan la semilla del náhuat: no hay continuidad. El sistema escolar mantiene una enorme deuda con municipios como este, en donde los temas de identidad deberían conjugarse más en presente.

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