Carta Editorial

Hay en esto algo que no se puede obviar y es el empuje de los sobrevivientes que, a costa incluso de su propia salud física, no están dispuestos a quitar el dedo del reglón. Saben que ninguna paz se basa sobre la impunidad.

Hay dolores que el tiempo no cura. Son del tipo que solo se puede atenuar con justicia. Y exigirla en un país tan dado al olvido es, en sí mismo, un acto revolucionario. Para la mayoría ni siquiera es posible imaginar la cantidad de entereza emocional que se requiere para ir y pararse en el mismo lugar en el que fueron masacradas familias completas. Cuánto de valentía debe haber en aquella persona que le señala a un fiscal adónde se ocultaban su hermanos pequeños y sus padres y cómo es que, tras la violencia, sus cadáveres fueron arrastrados por el río. Este acto de investigación que busca acercar la justicia sucedió la semana pasada, mientras el país daba la espalda a una de sus deudas más delicadas.
La primera vez que se denunció la masacre de El Calabozo fue hace 26 años. El cálculo es que ahí se le arrebató la vida al menos a 200 personas, entre hombres, mujeres y niños. La visita de los fiscales guiados por los sobrevivientes ha sido posible porque una resolución de la Sala de lo Constitucional ha hecho prevalecer el derecho de los sobrevivientes a la justicia, una que no ha sido pronta, pero sí sigue siendo necesaria.

Sanear este tipo de heridas implica provocar otros dolores. El proceso que se ha iniciado tiene uno de los grandes escollos en que difícilmente se van a encontrar los restos. A muchos, el río se los llevó. Y a otros, ante el abandono de la zona, se los llevaron los animales.

Hay en esto algo que no se puede obviar y es el empuje de los sobrevivientes que, a costa incluso de su propia salud física, no están dispuestos a quitar el dedo del reglón. Saben que ninguna paz se basa sobre la impunidad. Y no están dispuestos a olvidarlo, ni cuando ya han pasado 26 años de la primera vez en que demandaron que se investigara.

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