ÁLBUM DE LIBÉLULAS (206)

Aunque aquel jardín era un espacio físicamente simbólico, lo que él necesitaba sí lo tenía a su disposición, que era hallarse a diario en contacto con su familia vegetal.

1686. EL MEJOR AMIGO

Se llamaba Juan Ramón, y yo le decía Nenúfar, lo cual luego derivó en Nenuf. Era un guardián devoto e intrépido. Estaba siempre listo para cumplir con sus tareas de acompañante impecable. Y mostraba una característica reveladora de su naturaleza: jamás pedía nada a cambio. Nenuf es el mejor ejemplo de lo que debe ser un amigo que cumple a plenitud con su misión. Y lo pongo así, en presente, porque ahora mismo estoy viéndolo sentado sobre la hierba, al otro lado del ventanal cristalino, observando hacia adentro mientras el Sol lo envuelve. Como hoy podemos comunicarnos sin obstáculos de ningún tipo, le pregunto con el pensamiento: “Nenuf, ¿quieres que salgamos de paseo a algún maravilloso lugar de la galaxia?” Y él me responde con su ladrido característico: “Ya estamos aquí, en el jardín de la memoria…”

1687. ENCARGO PERSONAL

Como siempre había oído decir, en su casa y fuera de ella, que la política es sucia, cuando los más escondidos impulsos de su voluntad le hicieron inclinarse hacia ella lo primero que hizo fue ir en busca de los jabones y las lociones más de moda en el mercado. Desde un inicio se había destacado por su entrega vehemente a los impulsos que lo llevaban en la ruta de una carrera que de seguro le conduciría hasta las posiciones superiores. Y en verdad así fue, hasta el punto que pronto iba a aspirar nada menos que a la Presidencia de la República. Sin decírselo a nadie, fue en busca del consejo de una vidente que estaba en boga. Sus palabras lo regresaron a los orígenes: “Ya sabes que la política es sucia, y para no contaminarse no bastan los auxilios externos: hay que inmunizarse a diario por dentro. ¿Cómo? Sólo tu propia luz puede decirlo…”

1688. ELLOS ESTÁN AQUÍ

Eran hermanos del mismo parto, pero sus características individuales casi no evidenciaban nada en común. Para empezar, uno era castaño y el otro era rubio. Desde que los conocí, siendo yo un niño ilusionado por el despliegue de los verdes naturales, allá en los fértiles predios vecinos al cerro El Sartén, estuve muy cerca de ambos durante el tiempo de mis estancias campesinas. Debo decir que el castaño era para mí el más allegado, aunque ambos me acompañaban siempre en mis caminatas vespertinas. Cuando el tiempo fue pasando, me sentí cada vez más unido a aquellos compañeros entrañables, Pepito y Corsario, que nunca tuvieron pedigrí registrado pero que toda la vida tuvieron pedigrí existencial. Maravillosos personajes cuyas imágenes siempre estarán presentes, aquí a mi lado, entre las sombras más fieles.

1689. A MAR ABIERTO

La nave iba desplazándose sobre las ondulaciones del mar tranquilo, y no parecía que hubiera ninguna presencia climática amenazante en los entornos, que abarcaban un horizonte sin fronteras. Se dirigían hacia destino desconocido, y eso era lo que indicaba la descripción de los destinos enumerados en el programa de viaje. Faltaban aún muchas horas para el arribo y entretanto el día iba pasando con su natural evolución de luces. Cayó la tarde y apareció el rostro lunar a plenitud. En eso, las máquinas parecieron entrar en fase de silencio. Los pasajeros se asomaron a sus respectivas barandas. La nave estaba inmóvil. Pero en una de las cabinas el sueño podía más que todo. Él y ella, abrazados, dormían entre las sábanas. Acababan de llegar a destino. Ese destino desconocido que era su dulce naufragio interior.

1690. ENTRE HOJAS Y FLORES

Se lo dije una tarde, en medio del jardín, mientras caminábamos como los peregrinantes más asiduos, queriendo recibir en vivo y en directo los mejores influjos de la luz vivificante que iba en descenso momentáneo. Él me miró a los ojos, como si quisiera devolverme el mensaje. Ese ejercicio de correspondencias era entre nosotros una práctica cada vez más frecuente, dándole a aquella cercanía un cariz subliminal. Yo ya estaba convencido de que él era una especie de mensajero de otras latitudes, y eso lo ponía en posición superior. Y aquella tarde le hice la pregunta con el énfasis más hondo: “¿Nunca te cansarás de venir a mi encuentro, pase lo que pase?” Él, desde su otra latitud, respondió con un aullido profético. “¡Gracias, Goulding, por tu lealtad sin límites ni en el tiempo ni en el espacio!”

1691. UN LEVE MATIZ

Desde siempre había huido de toda notoriedad pública, así fuera en confianza. Ese día, nadie lo felicitó por su cumpleaños, y a él eso le resultó lo más gratificante que le podía pasar. Ya cuando la noche estaba cayendo pareció casual que uno de sus pocos amigos lo invitara, como muchas otras veces, a tomar una copa en el bar de siempre. Pero cuando llegaron al lugar, pese a que la noche apenas se iniciaba, todo estaba cerrado. Se detuvieron frente al portón, y éste se abrió de repente. Adentro se iniciaba el festejo, con una pequeña orquesta tradicional en acción. Él entendió de inmediato que era en su honor. Se conmovió, los abrazó a todos, y entró con ellos. Estaban eufóricos. Él aprovechó la emoción para escabullirse. ¿Hacia dónde? Hacia un bullicio superior: el de su silencio desbordado.

1692. INVITACIÓN ACEPTADA

En estas latitudes, tanto la estación seca como la estación lluviosa son fuentes de luz, cada una a su manera. Ella, Lucita, siempre actuaba como si su especialidad fueran los vaivenes climáticos, y por eso yo acudía a su consejo sin palabras antes de hacer cualquier movimiento al aire libre. En los días de asueto, que para mí son relativos desde que tengo memoria, le pedía a Lucita indicaciones precisas sobre lo que podía esperar del aire, casi siempre enigmático; y ella me lo hacía sentir de manera simbólica. Lloviznaba apenas, y todo hacía prever que la lluvia no iba para más. Salí a caminar sobre la hierba y ella iba detrás. Estábamos ya bajo la sombra del pomelo, junto a las ramas oferentes del heliotropo. Lucita me miró. Era su mirada más dulce. Me di por entendido. Estaba invitándome a quedarnos ahí, a respirar nuestra propia luz.

1693. RESIDENTES PERPETUOS

Ambos eran apasionados de la naturaleza florida, y por eso al unirse para compartir la existencia buscaron un sitio de arraigo que fuera sobre todo un jardín. En los días de asueto no salían de la pequeña casa, y si lo hacían era para divagar entre los árboles y las plantas. Así transcurría su existencia, hasta que llegó el incendió. Un incendio sorpresivo y atronador que lo consumió todo, incluyendo sus propias vidas. El lugar quedó arrasado. Pero los árboles y las plantas comenzaron a resucitar por obra de un poder insospechados. Ellos, invisibles, seguían caminando por ahí.

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