De cuentos y cuentas

8M

Escribo en El Salvador, un país donde no hay un manual de educación sexual en las escuelas porque cuando se intentó lanzar, se opusieron los sectores conservadores cercanos al poder.

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Periodista

Llegó esa época del año en la que, junto con la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, los espacios de opinión –desde las charlas de cafetín hasta las redes sociales, e incluso entrevistas en medios de comunicación– se llenan de “argumentos antifeministas”. Que por qué solo las mujeres tienen un día, que entonces los hombres también, que a los hombres los matan más, que también hay hombres maltratados por las mujeres…
No falta quien se la lleve de gracioso y comparta memes y mofas sobre el feminismo. Los chistes, claro, a cual más ingenioso. Pero también hay quien siente en esta fecha un tipo de afrenta personal y publica/argumenta cuestiones más fuertes. Que si somos feminazis, que las barbudas, que las peludas, que las sin marido, que las machorras, que lo que somos es faltas de sexo, que peleamos por cosas que nada que ver, que protestamos si nos tiran un piropo, que a la hora de cambiar una llanta entonces sí necesitamos de los hombres.
Y si bien los feminismos (sí, en plural, lea y se dará cuenta de que no es uno solo) tienen diferentes corrientes de pensamiento, distintas reivindicaciones y objetivos, diferentes formas de actuar/protestar/incidir, y las luchas cambian de país en país, eso no las deslegitiman; al contrario, ver que haya naciones en las que el objetivo sea que haya un 50 % de ejecutivas en las grandes empresas, porque todo el resto de necesidades de seguridad, protección social e integridad personal ya ha sido llenado, debería ser motivo de alegría.
Pero yo escribo estas líneas en El Salvador. Ese El Salvador en el que solo una de cada cuatro familias está integrada tradicionalmente. Ese El Salvador en el que un tercio de los partos son de niñas y adolescentes. Ese El Salvador donde hay una veintena de violaciones —denunciadas, nada más, me espanta pensar en la cifra real— cada día, en las que las víctimas son mayormente niñas y adolescentes y en las que generalmente el victimario es un familiar o persona de confianza.
Escribo en El Salvador, un país donde no hay un manual de educación sexual en las escuelas porque, cuando se intentó lanzar, se opusieron los sectores conservadores cercanos al poder. En mi país encuentran cadáveres de mujeres sepultadas, que antes de morir fueron golpeadas, torturadas, violadas, las encuentran con botellas, tubos de hierro y otros objetos en la vagina, y aún así hay quien dice que no existe tal cosa como violencia machista y que no es cierto que las mujeres seamos objeto de un tipo especial de saña por el hecho de, sí, ser mujeres.
En mi país te golpea tu pareja y los vecinos no se meten porque entre marido y mujer no hay que hacerlo. En mi país estudian más los niños porque a las niñas les toca quedarse en casa ayudando en los oficios del hogar. En mi país la mayoría de “ninis” —ni estudia ni trabaja— son también mujeres porque se vuelven madres jóvenes y les toca quedarse en su hogar.
En mi país asesinan a mujeres policías dentro de las mismas delegaciones sin que las autoridades hagan más que tratar de encubrir que en sus instituciones se tolera la violencia machista que están obligadas, por ley, a combatir.
En otros países este 8 de marzo hubo una huelga de mujeres. Ellas no asistieron a sus trabajos ni a sus centros de estudios y salieron a marchar. En El Salvador no pudimos, porque en nuestro sistema si no trabajamos, no comemos; tres de cada cuatro mujeres trabajan con salarios bajos y con pocas o ninguna prestación de ley, y somos más propensas a la pobreza porque ganamos menos y aportamos más al gasto del hogar.
En mi país no se reconoce el valor del trabajo doméstico no remunerado, y se dice aún que las madres que se quedan en casa a cuidar a sus hijos “no trabajan”, “no hacen nada” o “son mantenidas”.
Cambiar la realidad de mi país es mi lucha personal y la de muchísimas otras mujeres. Sobrevivir a este país es nuestra lucha diaria. El 8 de marzo el resto del mundo nos ve y podemos gritarles que tenemos estas luchas. No nos las entorpezcan. Si no se nos van a sumar, tampoco estorben. No nos hagan chiste, no nos ridiculicen, no nos minimicen. Con eso nos damos por bien servidas.

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